En 1958, el entonces vicepresidente Nixon visitó varios países de América Latina, Brasil inclusive. Fue recibido con abucheos y manifestaciones estudiantiles furiosas, llegó a ser cercado por la multitud, apedreado y casi muere en Venezuela. Para el gobierno de Eisenhower quedó en evidencia que la imagen de EE.UU. en la región era pésima. Centrado hasta entonces en combatir el comunismo en Europa, el gobierno estadounidense volvió su mirada hacia el Sur, una postura profundizada luego de la Revolución Cubana. Las medidas económicas para revertir esa situación son conocidas. Pero las iniciativas culturales de la Guerra Fría, más sutiles, fueron poco estudiadas en Brasil. “Las artes sirvieron como estrategia para la construcción de una imagen positiva que el gobierno de EE.UU. utilizó para granjearse simpatías. La Bienal de São Paulo, por ejemplo, era un espacio privilegiado para la ejecución de esta ‘política de atracción’, que, entre otras acciones, promovía viajes de investigación para artistas e intelectuales”, comenta Dária Jaremtchuk, docente de historia del arte de la escuela de Artes, Ciencias y Humanidades (EACH) de la Universidad de São Paulo (USP) autora de la investigación Tránsitos y política: los artistas brasileños en Nueva York durante la dictadura cívico-militar en Brasil.
Aunque el gobierno estadounidense no se centrara en los artistas, sino en los intelectuales en general, figuras tales como Amilcar de Castro (1966 y 1971), Rubens Gerchman (1967), Hélio Oiticica (1970), Antonio Henrique Amaral (1973), Ana Maria Maiolino (1971) y Antonio Dias (1972), entre otros, a partir de los años 1960 pasaron un tiempo en Nueva York con becas concedidas por fundaciones tales como Guggenheim y Fullbright, como así también de la Organización de Estados Americanos (OEA). “Ese tránsito de los artistas visuales y su participación en actividades políticas hasta hoy son poco analizados en profundidad, percibidos como meros datos biográficos desconectados de un fenómeno mayor ligado a factores históricos comunes”, dice la investigadora. “Incluso las manifestaciones contra la dictadura militar fueron escasamente mencionadas en la bibliografía, así como el acercamiento de esos brasileños con la comunidad latinoamericana que residía en Nueva York”, comenta.
Al comienzo, Jaremtchuk viajó a EE.UU. solamente para trazar el derrotero de esos brasileños, pero los descubrimientos realizados en los archivos estadounidenses ampliaron el espectro de la investigación. “Existe mucha documentación con inequívocas señales de las acciones del gobierno estadounidense para atraer a artistas e intelectuales brasileños. Hasta entonces, ese tránsito parecía tan sólo una mera consecuencia del contexto político represivo que habría conducido a ciertos grupos a un ‘exilio’ en Nueva York”, sostiene. “Pero Washington actuó sin tomar en cuenta específicamente al régimen militar. Estados Unidos estaba interesado en recibir a esos brasileños, sin importarles el tipo de gobierno vigente. Lo importante era establecer una imagen positiva en Latinoamérica”, dice. “Por supuesto que existen los famosos elementos ‘conspiratorios’ imperialistas, pero en el caso de las artes todo es muy sutil, y además partió del ideal de ciertos sectores de la burguesía ilustrada estadounidense que se veía a sí misma como ‘civilizadora’, colaborando con el gobierno en ‘pro’ de los latinoamericanos”, añade Jaremtchuk.
Así y todo, las instituciones actualmente niegan que hayan concedido becas contemplando otros factores que no fueran el “mérito”. “Resulta curioso que entre 1920 y 1950, tan sólo seis artistas obtuvieron esa ayuda, pero ese número trepó a 20 entre 1950 y 1970. Asimismo, en los archivos del gobierno estadounidense existen documentos que prueban la participación de las fundaciones en esa política”, comenta Jaremtchuk. A contramano de lo esperado, la dictadura se empeñó en facilitar ese flujo. “Eso es evidente por la creación del Brazilian American Cultural Institut (Baci), una organización de intercambio vinculada a Itamaraty, pero pergeñada por la diplomacia estadounidense, una hipótesis reforzada por la presencia de legisladores estadounidenses en su board of directors”, subraya la investigadora. Creado en 1964 y cerrado en 2007, fue “vaciado” a mediados de los años 1970, con el cambio de enfoque de Washington, que entonces interesaba en conquistar “corazones y mentes” en Asia, con motivo de la Guerra de Vietnam.
Así como París era crucial para las experiencias con la modernidad, para los artistas contemporáneos ese rol lo cumpliría Nueva York, más allá de los credos ideológicos y políticos, en general antiestadounidenses, de los que se postulaban para las becas. “EE.UU. se transformó en una alternativa prometedora para los artistas brasileños que se ‘exiliaban’, voluntariamente o no, durante las décadas de 1960 y 1970, pese a las contradicciones implicadas en esa elección”, analiza Jaremtchuk. Los propios artistas, sin embargo, no deseaban ser etiquetados como “exiliados”, dado que podían regresar a Brasil, donde, por cierto, eran reconocidos y vivían de su trabajo, lo cual, con raras excepciones (tal el caso de Antonio Henrique Amaral), no sucedía en Nueva York. “Era difícil para sus colegas latinoamericanos comprender por qué los brasileños regresaban hacia la dictadura. Pero ellos no se sintieron ‘cooptados’ por el gobierno estadounidense, sino que se veían desde una perspectiva individualista, y no como algo colectivo sujeto a políticas”.
En EE.UU. vivieron las dificultades de la nueva ciudad, con escaso dinero y una gran falta de reconocimiento profesional en el ámbito estadounidense, lo cual provocó una pausa o la interrupción de sus trabajos. Para el público estadounidense, el arte latinoamericano debía ser figurativo, colorido y exótico. No tenían interés en creaciones conceptuales “internacionales” que no trajeran algún tinte regional, tal como, en el pasado, lo habían sido los muralistas mexicanos o las pinturas de Frida Kahlo. “Además, y repitiendo la postura del gobierno estadounidense, el público no percibía al arte brasileño de alguna forma especial, situándolo en un compacto rotulado como arte latinoamericano”, dice la investigadora. “No obstante, fue en ese ámbito que los brasileños experimentaron una perspectiva menos nacionalista, conviviendo con un grupo heterogéneo y cosmopolita, donde la experimentación y la exploración de los soportes tecnológicos, tales como el video, la fotografía y la fotocopia estaban a la orden del día”, relata la profesora.
“Los brasileños se agruparon con los latinoamericanos en la lucha contra la visión masificadora y estereotipada del arte exótico. Con todo, siguen hasta ahora siendo raros los artistas conceptuales de Brasil que tienen éxito en EE.UU.”, señala Jaremtchuk. Las palabras de Darcy Ribeiro fueron precisas: Brasil recién descubrió América Latina en el exilio. Antonio Henrique Amaral, por ejemplo, tuvo más éxito que sus colegas, entre otros factores, por utilizar la banana como temática en sus cuadros. Para los estadounidenses eso recordaba al Brasil de los tiempos de la “buena vecindad” de Roosevelt durante la Segunda Guerra Mundial, con algunos fuertes rasgos de crítica a la dictadura. “En ese devenir, los brasileños se percataron de que tenían pares, que había sentimientos compartidos con la América hispana, hasta entonces menospreciada. No se estableció una identidad, sino un compartir”, señala la profesora.
La temporada de residencia en Estados Unidos igualmente produjo nuevos debates al respecto de qué era el arte, el uso de materiales y soportes diferentes a los habituales. “Amilcar de Castro, por ejemplo, no tenía materia prima para sus esculturas y comenzó a emplear otras técnicas. Gerchman también repensó su arte a partir de lo que vio en EE.UU.”, comenta la investigadora. Provenientes de un país en el que el mercado del arte era modesto, con escasas galerías y exposiciones, la experiencia neoyorquina, según palabras de un artista, los hacía sentirse como “niños en un parque de diversiones”. Expuestos a una intensa realidad de mercado, cosmopolita, los brasileños comenzaron a entender cómo funcionaba el moderno mundo del arte y le transmitieron esa experiencia a la generación siguiente, dejando marcas que todavía hoy son visibles”.
Por motivos económicos, los artistas residían en la parte “menos pobre” de la metrópolis, entre Tribeca y West End, donde sus apartamentos se convertían en estudios y puntos de encuentro. “Esos encuentros casuales contribuyeron a definir a los artistas latinoamericanos como una comunidad, estableciendo células sociales en Nueva York que permitieron un intercambio en su vida cotidiana y la preservación de sus diferencias con el mundo anglosajón en que vivían. Como muchos artistas que no eran latinoamericanos frecuentaban esos espacios, siempre cabía la posibilidad de lograr visibilidad en los círculos más tradicionales”, explica la historiadora estadounidense Jacqeline Barnitz, de la Universidad de Texas, autora del estudio Twentieth-century art of Latin America (2000). Pero en general, los artistas “en tránsito” optaron por erigir una escena de exposiciones y galerías paralela a ese mercado oficial.
“Había solamente un espacio para exponer en Nueva York abierto a América Latina, por intereses empresarios explícitos en nuestro continente: era el Center for Inter American Relations (Ciar), en la elegante Park Avenue, con una sede auspiciada por el grupo Rockefeller. En la etapa más rígida del régimen militar, sin embargo, nosotros percibíamos la presencia de ese espacio con grandes reservas.
Actualmente, los jóvenes que exponen allí no tienen ni idea del ‘clima’ existente en torno de ese lugar al comienzo de los años 1970”, dice Aracy Amaral, crítica de arte y profesora jubilada de historia del la arte de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la USP (FAU-USP). La investigadora, no obstante, no cree que haya habido una conexión entre las becas y una política del gobierno estadounidense. “Las becas del Guggenheim eran muy codiciadas, se las consideraba un premio para artistas, investigadores y científicos, ya que su otorgamiento era independiente de criterios políticos, y sí, por mérito. Uno podía ser de izquierda o de cualquier facción política y obtener el premio siempre y cuando el proyecto y el currículo fueran aprobados por el exigente board”, comenta.
Según ella, incluso en los años 1960, París era el destino preferente de los brasileños, donde, más allá de sus tendencias personales, participaban junto a otros latinoamericanos en exposiciones colectivas del continente. “Se sentían hermanados, especialmente por el contexto dictatorial que imperaba en los países del Cono Sur. El interés por Estados Unidos comenzó como fenómeno nuevo en 1969, cuando Kynaston McShine, del Museum of Modern Arte (MoMA) de Nueva York, visitó Brasil e invitó a Cildo Meirelles, Hélio Oiticica, Guilherme Vaz y Artur Barrio a la exposición Information, de 1970, considerada la primera muestra colectiva de arte conceptual en un museo estadounidense”, recuerda Aracy.
La visita de McShine fue durante el mismo año del boicot a la X Bienal de São Paulo, organizado por los artistas luego de una serie de censuras impuestas en el medio artístico brasileño. El llamado a la no participación cobró tal magnitud que impidió a EE.UU. hacerse presente, provocando malestar político y diplomático. Al fin y al cabo, la Bienal paulista, junto con la Bienal de Venecia, era considerada por los políticos estadounidenses como una importante “vidriera política”, en el contexto de la Guerra Fría. Hasta 1961, las represen-taciones estadounidenses en esos eventos eran responsabilidad del MoMA, pero, a partir de 1962, la United States Information Agency (Usia) asumió el control de esas muestras. Por consiguiente, la bienal del boicot molestó a los diplomáticos estadounidenses. “Hay que poner mayor énfasis en la participación estadounidense en la próxima bienal. Nuestra incapacidad para producir una gran exposición de arte en 1969 todavía es un tema frecuente de conversación y fuente de controversias”, escribió un funcionario del Country Public Affairs Office, en un memorándum encontrado por Jaremtchuk.
Más del 80% de los artistas invitados no se presentó. Entre éstos se encontraban, por ejemplo, Carlos Vergara, Gerchman, Burle Marx, Sérgio Camargo y Oiticica. Expositores de Estados Unidos, México, Holanda, Suecia, Argentina y Francia se sumaron a la protesta. Ciccillo Matarazzo, el presidente de la bienal, viajó a Brasilia para solicitar la intervención del gobierno militar para evitar el fiasco en la siguiente edición, además de pedir asistencia económica. El gesto fue bien recibido, ya que el régimen se mostró preocupado por la “difamación de la imagen del país” en el exterior a partir de las denuncias de torturas reveladas por los exiliados. Era necesario mostrar otro perfil de Brasil en el exterior. Se organizaron muestras de artistas nacionales en diversos países para exhibir que había “libertad de expresión” en el medio artístico. A partir de 1970, Itamaraty comenzó a organizar exposiciones en forma sistemática, así como a establecer un registro de los artistas en el país y en el exterior. “Se llegó a elaborar una ‘lista negra’ de quién podría recibir o no la ayuda del gobierno, tal como me reveló el embajador Rubens Ricupero, encargado de la División de Difusión Cultural de Itamaraty entre 1971 y 1974”, relata Jaremtchuk. “Él llegó a trabajar en conjunto con la Asesoría Especial de Relaciones Públicas (Aerp), pues el gobierno quería minimizar la incidencia de los relatos de los exiliados”.
La diplomacia brasileña fue entonces convocada para colaborar en el esfuerzo por atraer nuevamente, en 1971, a los países ausentes en la bienal de 1969. “La presencia de Estados Unidos era fundamental y su ausencia no podría significar desacuerdo político, tal como fue, por ejemplo, el caso de Holanda, que se declaró contraria a la dictadura”, sostiene la investigadora. Por intermedio del Baci y del propio staff de Itamaraty, la cancillería brasileña se convirtió en un agente importante para determinar cuáles exposiciones serían llevadas al exterior. La mayor de dedicación de Itamaraty en ese sector, inmediatamente después del boicot a la bienal, sostiene Jaremtchuk, también es sintomática, casi una similitud con la “política de atracción” de EE.UU. Pese a ello, los artistas estadounidenses nuevamente estuvieron ausentes en la XI Bienal. Los periódicos brasileños cuestionaron la declaración estadounidense de que esa ausencia se debía a la “falta de recursos” de Washington.
“El boicot internacional representó algo más que la cancelación de una exposición. Fue un certero golpe a la influencia de la bienal como catalizadora de los desarrollos más recientes en las artes visuales de América Latina”, señala la historiadora Claudia Carliman, del John Jay College de Nueva York, y autora de Brazilian art under dictatorship (Duke University Press, 2012). Ella recuerda que el boicot recién concluyó en 1979, cuando el gobierno brasileño concedió la amnistía a los presos políticos. “De ese modo, los artistas visuales, que no eran tenidos como una amenaza por el régimen y no sufrieron el rígido control ejercido sobre el teatro, la música o la literatura, contribuyeron a denunciar en el exterior los abusos de la dictadura. Además, estaban dispuestos a reconfigurar el rol del público, cuestionar el mercado del arte y desafiar el poder y la legitimidad de las instituciones artísticas”, añade la investigadora brasileña.
Este debate surge, curiosamente, como una consecuencia inesperada de la “política de atracción” estadounidense. “El creciente interés de los denominados centros hegemónicos por el arte producido en países culturalmente distantes también propició la profundización del debate conceptual en los ‘márgenes’, al provocar una relación tensa y conflictiva con la lectura ‘externa’”, sostiene Maria Morethy Couto, profesora de historia del arte de la Universidad de Campinas (Unicamp), que está investigando el tema en El trauma de lo moderno: arte y crítica de arte en América del Sur (1950-1970). A juicio de Jaremtchuk, esto consolida la idea de un “tránsito”, y no de exilios. “El arte brasileño de ese período, en cierto modo, se plasma en ese trayecto Brasil-EE.UU. La bienal del boicot derivará en Contrabienal, una publicación que se transformó en un manifiesto político conducido por grupos de artistas latinoamericanos en Nueva York, uno de los casos en que la comunidad desarrolló proyectos en conjunto”, comenta la investigadora.
“El Museo Latinoamericano será fruto del mismo contexto, una respuesta de los artistas a las políticas conservadoras del Center for Inter-American Relations, en cuyo consejo figuraron personalidades tales como Dean Rusk y Lincoln Gordon, relacionados con los golpes militares en varios países del Cono Sur. La idea era crear un museo realizado a partir de varios atelieres. El público recibiría un mapa con las direcciones y conocería directamente la producción sin tener que pasar por los trámites tradicionales”, relata la profesora. Fue a partir de Nueva York, por medio del Museo Latinoamericano, que sobrevino la propuesta de ampliación del boicot de 1969 y las denuncias de las prácticas de tortura en las dictaduras. Gerchman, por ejemplo, participó del movimiento del museo, al mismo tiempo que tomó distancia de los dibujos y pinturas relacionados con las imágenes urbanas y cariocas que lo vinculaban con la Nueva Configuración. El abandono de los pinceles y la utilización de palabras durante ese período, no obstante, no pueden atribuirse al ámbito conceptual estadounidense, sino como una consecuencia de temáticas iniciadas en Río. “Sin embargo, las propuestas plástico-poético-visuales reflejarían otras problemáticas en la atmósfera neoyorquina”, añade Jaremtchuk. Las piezas se encajan a la perfección al pensar en el tránsito de artistas.
Pero el interés estadounidense poco a poco fue decayendo y, con él, la posibilidad de inserción de los brasileños en EE.UU. “Las instituciones con obras de latinoamericanos tales como el MoMA, por ejemplo, no se preocupaban por exponer muestras permanentes de esas colecciones. La falta de representación de artistas latinoamericanos en museos estadounidenses provocaba que las galerías fueran renuentes a promoverlos. El público, a su vez, no mostraba interés por obras de extranjeros sin lugar en las instituciones más respetadas, lo cual parecía indicar que no eran dignas de atención”, dice la investigadora. En Brasil, el Baci fue sufriendo, cada vez más, la falta de presupuesto, hasta que en 2007, fue desmantelado, cuando el gobierno de Lula da Silva declaró que en su política exterior, EE.UU. ya no era prioridad.
“Del mismo modo, así como América Latina fue dejando de ser un foco dentro de la política del gobierno estadounidense, con menor actividad oficial para las artes, en las últimas décadas, la función de aproximación pasó a ser cumplida por el mercado del arte”, acota Jaremtchuk. La promoción, ahora, la realizan las galerías y ferias, y sólo así los museos pasan a interesarse un poco más por la diversidad de la producción de los países de América Latina.
Proyecto
Tránsitos y exilios: artistas brasileños en Estados Unidos durante la dictadura militar en Brasil (nº 2011/08888-5); Modalidad Beca de Investigación en el Exterior; Coordinadora Dária Gorete Jaremtchuk – USP; Inversión R$ 29.105,04 (FAPESP), R$ 242.235,41 (FAPESP) y R$ 1.376.000,00 (Suzano).