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Historia

Lady Macbeth tropical

Cartas de Doña Leopoldina revelan la articuladora política que odiaba la democracia

“No confío en tu naturaleza. Te gustaría ser grande, pues no te falta ambición. Pero, aquello que deseas ardientemente, tú lo deseas santamente. No te  gustaría  robar en el juego, pero no te importaría ganar ilegítimamente. Sientes más miedo de hacerlo que deseo de no poder hacerlo. Ven aquí para que yo pueda derramar mi coraje en tu oído”. Lady Macbeth, como buena mujer, conoce a su marido. “El Príncipe está decidido, pero no tanto cuanto yo desearía. Mucho me ha costado alcanzar todo esto y sólo desearía insuflar una decisión más firme”, escribió Leopoldina, en enero de 1822, a un amigo austríaco, demostrando también conocer a su don Pedro I, algo claudicante entre quedarse en Brasil y desafiar a la aristocracia lusitana, que lo quería de regreso a Portugal. Por ella, él se quedó.

“Aquí todo es confusión y por todas partes priman los principios nuevos de la afamada libertad e independencia. Están trabajando para formar una Confederación de los Pueblos, en el sistema democrático, como en los Estados libres de la América del Norte. Mi marido, que, desafortunadamente, ama todo lo  que es novedad, está entusiasmado y tendrá, al final, que espiar todo”, se quejó Leopoldina en carta al padre, el emperador austríaco Francisco I, en junio del mismo año. Lejos de un sistema democrático, Brasil se convirtió un Imperio autocrático, “manteniendo la gloria de la Casa austríaca, preservando la monarquía en tierras portuguesas y alejando el espíritu popular de las ideas republicanas”, se enorgullece la futura emperatriz de Brasil en otra misiva al padre monarca. Lejos de la joven rechoncha de ojos azules, por momentos  descrita como ladina, y por momentos como la “articuladora de la independencia de Brasil”, surge ahora un nuevo retrato de Leopoldina Josefa Carolina Francisca Fernanda Beatriz de Habsburgo-Lorena (adicionó, por cuenta propia, un Maria al nombre kilométrico, para agradar a los Bragança), nacida en Viena en 1797 y fallecida en Río en 1826. El mérito es del libro Cartas de uma imperatriz, recién editado por la Estação Libertad, una reunión de 315 cartas escritas por Leopoldina, desde la juventud austríaca hasta la muerte en Brasil.

En un mundo historiográfico como el nacional, que tiene dificultades para lidiar con figuras individuales, prefiriendo concentrarse en las superestructuras, dejando a los protagonistas de la historia en las manos de aventureros, que los endiosan o ridiculizan, Leopoldina, poco estudiada, fue “recuperada” hace poco como una pieza importante en el proceso de la creación del Imperio Brasileño, en especial por su vinculación con José Bonifacio. Sus cartas, leídas separadamente, pueden hasta dar esa impresión.  Pero el conjunto de la obra revela una digna hija del Congreso de Viena,  acostumbrada al juego político y al “sacrificio” exigido de las princesas en nombre de alianzas. Joven, en Viena, pasó años oyendo a los padres hablándole de Napoleón como el “corso maldito” solamente para después ver al emperador entregar la mano de su hermana más próxima, Maria Luisa, al francés.  No cabe la visión aburguesada de la mujer Leopoldina solitaria en un país salvaje y con un marido infiel. Eso es un enredo de novela romántica. “Si tomásemos a Leopoldina apenas como mujer, podíamos perder, a la luz de la historia, la complejidad que envolvió su función de princesa, la cual ella aprendió y aceptó, en una sociedad que era regulada por ritos del Antiguo Régimen”, observa Andréa Slemian, historiadora de la USP y responsable de uno de los cinco ensayos que acompañan la selección de las cartas de la emperatriz..

En ese contexto, Pedro y su mujer son una emulación tropical de los Macbeth, llenos de palabras nobles y de acciones no tan nobles. “Es necesario que regrese a la mayor brevedad, esté convencido de que no es el amor, ni la amistad lo que me hace desear más que nunca su rápida presencia, sino las críticas circunstancias en que se halla el amado Brasil”, escribió al marido, en agosto de 1822, dejando clara su voluntad de derramar coraje en su oído. O aún: “He aquí una verdadera suerte que haya sido decidida nuestra permanencia en Brasil (el Fico) y pensando en política, ese es el único medio de evitar la pérdida total de la monarquía portuguesa”, aseveró al marqués de Marialva, noble portugués que trató la alianza de su matrimonio, en 1917, con el hijo de don Joao VI. En cada carta, el tono correcto y adecuado al destinatario. A Bonifácio, llega a renegar su origen: “En este instante don Francisco me viene a decir que también en la casa de Albano se reúnen esos malvados llamados  patriotas europeos; nosotros los  brasileños los despreciamos como debemos”. Curiosamente, al escribir “¡Queridísimo papá!”, el tono es otro: “La grandeza de Brasil es de supremo interés para las potencias europeas, especialmente desde el punto de vista comercial, y el mayor deseo de las Cortes aquí reunidas es de cerrar contratos comerciales con las posesiones austríacas en Italia y establecer su monopolio comercial en sus puertos, lo que sería extremamente ventajoso para mi querida patria, por la riqueza extraordinaria de Brasil”.

¿Cuál es la verdadera Leopoldina? “Aunque el señor siempre haya prohibido a mi corazón y mi mente, amantes apenas de la verdad, hablar abiertamente, no puedo esta vez intentar mi suerte”, le dice al padre, firmando “su hija muy obediente”.  “Leopoldina, además de la claridad que demostraba con respecto a la fuerza política de la palabra impresa, sabía que era una pieza importante como pívot de la Santa Alianza en Brasil, en la construcción de alternativas al Imperio Portugués”, observa Andréa. “Al contrario de enfatizar únicamente la elección personal de la princesa por la defensa de la Independencia, su opción debe pensarse en medio a una lucha política en la que los grupos del centro-sur de Brasil llevaron adelante esa alternativa por la necesidad de mantener la supremacía de Río sobre el resto de la América portuguesa; por otra parte, se debe tener en cuenta su actuación como articuladora política que mantuvo muy claramente una posición firme en relación a sus convicciones dinásticas, para evitar que principios democráticos se instalasen en la capital de la colonia.” La patria brasileña se revela pródiga en mujeres. Carlota Joaquina, la suegra detestada de Leopoldina (que la veía como libertina y abominaba su hábito de comer lagartos), también fue una fuerza importante en la disputa dinástica, presionando a don João VI en pro de los intereses españoles.

La educación pragmática de los Habsburgo generó un ser inteligente y políticamente consciente, a pesar de la pasión de la emperatriz por las ciencias naturales, en particular por la mineralogía. En el auge de la crisis previa a la Independencia, advirtió al padre en carta que, “si todo por aquí anda mal y toma la forma de la revolución francesa, me iré con mis hijos a mi patria, pues, en cuanto a mi marido, estoy convencida, con pesar, de que la venda de la ceguera no se le caerá de los ojos; espero que me daréis la colocación de Director de Mineralogía, que una vez me prometiste por chiste a la cena”. Tuvo el cuidado de estudiar el Brasil antes de venir acá y aprendió bien el portugués. Pero no era la primera opción de don João para su heredero, escogió a la austríaca por el prestigio del imperio de su padre, que colocaría Portugal en la Santa Alianza y aliviaría un poco la presión inglesa sobre la Corte de Lisboa.  Para Francisco I, el matrimonio representaba el posibilidad de insertarse en el Nuevo Mundo, pleno de riquezas no explotadas.  “Leopoldina estaba imbuida de una imagen de los brasileños como buenos salvajes, aún no corrompidos por la civilización, de acuerdo con el pensamiento de Rousseau”, explica Andréa. Se casó con Pedro I por poder y llegó a Río en 1817, con 20 años, describiendo  Brasil al padre como “la Suiza con el más lindo y suave cielo”. En poco tiempo, las cartas hablarían del calor insoportable, de la brutalidad de los parientes y de los brasileños, de la desconfianza generalizada con la Corte exilada, de los muchos monos que envió a Austria y, principalmente, de su esfuerzo por  civilizar un poco al marido, a quien llamó, antes de conocerlo, apenas viendo una imagen en un broche, en Viena, dado por Marialva, como “su Adonis”.

Pedro no se impresionó tanto con la joven de senos exuberantes que, en las palabras de un contemporáneo, “era baja, tenía un rostro pálido y cabellos rubios descoloridos; la gracia y la postura también no le eran propias, pues siempre tuvo aversión al corsé, teniendo los labios salientes de los Habsburgo y una expresión seria poco amable le estampaba el rostro”. Comía, leía compulsivamente y, como buena discípula de Humboldt, salía en caminatas por los alrededores de la ciudad, vistas como poco adecuadas a una dama de la Corte. Tampoco era común la influencia que ejercía sobre los asuntos de Estado del marido. En sus cartas, se percibe que la decisión de permanecer en Brasil de Pedro I fue en buena medida anticipada por la sabia actitud política de Leopoldina de no dejar el país y, así, echar a perder los proyectos monárquicos de la pareja. Era ella, además, la que estaba en el comando del reino cuando don Pedro partió en viaje a São Paulo y fue la joven austríaca quien, ejerciendo en lugar del marido, convocó al Consejo de Estado el día 2 de septiembre de 1822 y decidió, con los ministros, la separación de Brasil y Portugal. Mientras que el marido gritaba en Ipiranga, idealizó la bandera brasileña reuniendo el verde, de la Casa de Bragança, con el amarillo, de la Casa de los Habsburgo, poniendo en un rombo el blasón monárquico con las armas imperiales, en un inusitado homenaje de don Pedro I a Bonaparte. Pero  toda Lady Macbeth merece un marido ingrato. Encantado por la Marquesa de Santos, Pedro puso a la mujer en un cautiverio de lujo, la humilló y llegó, dicen, a agredirla, provocando un aborto. Depresiva, murió en 1826, a los 30 años. “Debería haber muerto más tarde”, habría dicho Macbeth.

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