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Cambios climáticos

Listos para actuar

Los ingleses sí que saben qué hacer contra el calentamiento global

desde Oxford

En Inglaterra las conversaciones referentes a los cambios climáticos salieron de las nubes y entraron en la cocina, en los cuartos y en el baño, a medida que toman cuerpo los planes de reducción de consumo de energía y de emisión de gases que aceleran la elevación de la temperatura media del planeta. Las propuestas implican sacrificios en el confort y en el status: mantener los calefactores a temperaturas más bajas, tomar baños menos calientes, usar menos el horno de microondas, cambiar las lámparas incandescentes por fluorescentes, cambiar el refrigerador por otro más económico, andar más en ómnibus y menos en coche, parar de andar en avión y (quien aún no la compró) olvidar la soñada televisión de plasma, que consume mucho más energía que una común.

¿Cree que es mucho? Pues la cosa no para por ahí. Bajo el argumento de que las personas deben actuar aunque los gobiernos no se hayan posicionado claramente con respecto a cómo lidiar con los cambios climáticos, Chris Goodall, autor del libro How to live a low carbon life (Como vivir una vida de bajo carbono – su título en inglés)(editorial Earthscan), un manual para reducir la emisión individual de gases del efecto invernadero, sugiere también reducir el consumo diario de comida y de alimentos industrializados, dejar de ir tanto al supermercado y usar más el transporte público o, cuando sea posible, la bicicleta. En el trabajo, evitar el aire acondicionado y disminuir el consumo de electricidad, desconectando los computadores y las lámparas al salir para el almuerzo, por ejemplo.  Goodall detalló y justificó esas recomendaciones hablando al frente del altar de una de las decenas de iglesias de Oxford, la St. Giles, bajo el mirar y los oídos atentos de señoras elegantes, que no se preocupan más en esconder los cabellos canosos. No, él no era un sacerdote en el estricto sentido de la palabra, aunque tácitamente pregonase la humildad y la resignación a hábitos más modestos. Goodall era solamente uno de los conferencistas convidados para hablar en esa pequeña iglesia de paredes de piedra y campanas poderosas, construida entre el 1123 e 1133, sobre un asunto que interesaba a los habituales frecuentadores y, al mismo tiempo, podría atraer más público a las misas, a la coral y a las kermés.

Los descubrimientos y las preocupaciones sobre los probables impactos de los cambios climáticos no quedaron sólo en los periódicos y en la televisión. Decenas de conferencias y de debates aproximaron a las personas, alimentaron el diálogo y movieron esta por animada ciudad medieval inglesa en los últimos meses. Las lecturas – como son llamados esos encuentros, casi siempre con media hora de exposición de ideas y otra media hora de preguntas y respuestas – ocuparon no sólo St. Giles, sino  también los auditorios de las facultades e institutos de la Universidad de Oxford. Llegaron también al salón principal de la alcaldía. Allí en la tarde y en la noche del 5 de junio, los vecinos de la región oyeron (y cuestionaron) a especialistas, conocieron los planes del poder público y vieron lo que podrían hacer para reducir el consumo de energía.

Semanas antes, un sábado frío y lluvioso, estudiantes y profesores del Exeter College, una de las unidades de la Universidad de Oxford, ambientalistas y la ganadora del Premio Nobel de la Paz en el 2004, Wangari Maathai, salieron en una alegre caminata conducida por un hombre de gafas oscuras, frac y chistera gris, una gran faja roja cruzando el pecho y un paraguas azul con franjas bailando al frente de una pequeña banda de jazz.

Como en toda buena caminata, el grupo ganaba adeptos a medida que avanzaba entre las calles estrechas. La multitud siguió hasta otro college, como son llamadas las facultades de la Universidad de Oxford. Wangari Maathai entonces se puso las botas que le ofrecieron, tomó la azada, hizo un hueco para remover la tierra negra y plantó un árbol.

“Cualquier persona puede contribuir a mejorar el mundo”, ella dijo. “Quien planta un árbol puede plantar mil millones de árboles”. Más de que el deber, “tenemos el derecho de proteger al mundo”, ella señaló. “Si usted no tiene dinero, más valor todavía usted tiene, porque tiene de contar aún más con la autogobernación.”

Los ingleses están preocupados. Viven geográficamente aislados en un archipiélago y están sujetos a un tiempo poco amigable, que prima por la imprevisibilidad: a un invierno relativamente caliente le siguió una primavera anormalmente fría – y el verano promete ser más caliente que lo habitual. De acuerdo con una exposición con 90 imágenes de fotógrafos de la National Trust y de la agencia Magnum que comenzó en Londres en abril y sigue por otras ciudades hasta enero de 2008, las temperaturas más altas ya están secando los campos, alterando las reglas de reproducción de las plantas, atrayendo plagas, en fin, degradando el paisaje y la vida en Inglaterra.

También no faltan argumentos que incentiven aprietos en los ya espartanos hábitos del día a día. Según Goodall, cambiar las lámparas incandescentes de una casa, considerando que cada casa tiene como promedio 20 lámparas de ese tipo, podría reducir en casi tres cuartos el consumo de electricidad destinada a la iluminación. Algunas de sus propuestas pueden sonar poco prácticas o radicales, como usar el horno o el fogón de leña en el lugar de gas para calentar el agua o la propia casa.

Goodall cree que esas transformaciones de los hábitos para reducir los impactos de los cambios climáticos sólo avanzarán por medio de un acuerdo que pueda integrar a todas las clases sociales, políticas y económicas. No se trata de una tarea en principio imposible, a su modo de ver, porque Inglaterra ya consiguió algo así una vez, de 1787 a 1833.

Fue cuando grupos religiosos y políticos opuestos se unieron en una campaña nacional, que se convirtió una causa patriótica, para acabar con la esclavitud. “Sin una campaña como esa, que valorice el sentido de obligación moral además de las diferencias individuales o de grupos, la vida en la Tierra puede convertirse intolerable en 50 años”, comentó.

Periódico, revistas, emisoras de radio y de televisión, comenzando por la BBC, la red pública, y decenas de libros y de sitios tratan hoy con intensidad de las consecuencias del calentamiento global y de las posibilidades de acción para evitar bruscas transformaciones en la vida de las personas. Ese clima de preocupación se hizo poco a poco,  por medio de episodios como la presentación del Informe Stern, en octubre de 2006. Ese estudio de casi 700 páginas, previa costos del orden de 20% del PIB mundial en consecuencia  de las catástrofes naturales resultantes del calentamiento global.

El debate entonces transbordó del círculo estrictamente científico y movilizó a empresarios, ambientalistas, políticos y ciudadanos comunes en busca de responsabilidades, respuestas y acciones. Periódicos y sitios web mostraron como calcular – y reducir – el consumo de energía, pero hasta ahora, tal vez hasta por la propia complejidad del problema, parece haber un cierto desacuerdo entre la conciencia del problema y la acción efectiva. Las empresas, por ejemplo, aún no mostraron resultados a la altura de los planes que habían anunciado para contener las emisiones de gases del efecto invernadero.

En mayo, la cúpula del Panel Intergubernamental de Cambios Climáticos (IPCC) reunida en Bangkok, en Tailandia, reforzó la idea de que serán necesarias modificaciones en los estilos de vida, junto con las iniciativas de los gobiernos de cada país, para reducir los impactos de los cambios climáticos – sequía e inundaciones más intensas, pérdida de zafras agrícolas, migraciones en masa de poblaciones y hasta aún conflictos por la posesión de tierras fértiles.

Pero no es fácil transformar la preocupación en acción. En un análisis del Energy Saving Trust, la mitad de las personas entrevistadas en 1.192 domicilios aún no está haciendo nada para contener esos probables impactos, aunque el 80% de los entrevistados crean que los cambios climáticos ya están alcanzando a Inglaterra. La mayoría no se mostró preparada o dispuesta a cambiar el estilo de vida y dejar de lado el viaje de vacaciones o la televisión de plasma: 40% aún no hacían nada para economizar energía, pero 39% dijeron estar preparados para hacer pequeños cambios en sus vidas. Solamente 4% habían hecho cambios drásticos en el día a día.

George Marshall, director del Climate Outreach Information Network, pasó años buscando entender por que las personas no reaccionan más intensamente y por qué es tan difícil cambiar aún delante de la perspectiva de tantas pérdidas y tragedias. Una de las conclusiones a que llegó es esta: “La falta de conexión entre lo que las personas saben y lo que hacen es un problema cultural, socialmente construido”.

Según él, las respuestas son más intensas a amenazas que son visibles, con precedente histórico, inmediatas, de causas simples, provocadas por otros grupos sociales y con impactos directos. El problema es que, inversamente, los peligros consecuentes de los cambios climáticos soo invisibles, sin precedentes, de efecto lento, de causas complejas y provocado por todas las personas, con efectos indirectos e imprevisibles.

Nacen de ahí nueve estrategias de negación de los cambios climáticos, presentadas por Suzanne Stoll-Kleemann, Tim O’Riordan y Carlo Jaeger en 2001 en la revista Global Environmental Change: la metáfora del compromiso dislocado (cuando alguien dice “yo protejo el ambiente de otros modos”), la condenación del acusador (“usted no tiene el derecho de reclamarme”), la negación de la responsabilidad (“no soy la causa de ese problema”), el rechazo de la culpa (“no hice nada errado”), la ignorancia (“yo no sabia”), la sensación de falta de poder individual (“yo no hago ninguna diferencia”), limitaciones genéricas (“hay muchos impedimentos”), el pesimismo (“la sociedad es corrupta”) y el apego excesivo al confort (“es muy difícil para mí cambiar mi comportamiento”).

¿Delante de tantas barreras, que hacer? “Podemos reconocer esa tendencia a la negación, encorajar respuestas emocionantes y desarrollar una cultura del comprometimiento, que sea visible, inmediata y urgente”, dijo Marshall. En la semana siguiente, leyendo trechos del Génesis, de Deuteronómio y de Jeremías para mostrar que los seres humanos también tienen el papel de guardianes de la naturaleza, el vicario de St. Giles, Andrew Bunch, recordó: “No cambiamos nada solamente pensando que somos buenos”.

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