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Estrategias

Los secretos que amenazan la vida

En función de prevenir nuevos ataques terroristas, la administración del presidente George W. Bush puede estar dándose un tiro en su propio pie. Las autoridades estadounidenses están presionado a los directores de las asociaciones que publican revistas científicas para que limiten la divulgación de resultados de investigaciones y la participación de extranjeros en esos trabajos, según informa la revista The Economist (del 9 de marzo). El primer paso en ese sentido se dio bajo la conmoción causada por los atentados del 11 de septiembre de 2001. En octubre, el Congreso aprobó una ley que vuelve más rigurosas las restricciones para quienes trabajan con determinadas toxinas, virus y microorganismos. En primera instancia, la medida les pareció razonable a los investigadores. Pero otra propuesta – la de oponer trabas a los extranjeros no residentes que trabajan con dichas sustancias en Estados Unidos – provocó las primeras críticas fuertes al gobierno. El impedimento restringiría también la colaboración con investigadores de otros países. George Poste, un británico radicado en EE.UU., bombardeó la propuesta por “xenófoba y antiintelectual”. Poste integra el grupo de trabajo contra el bioterrorismo del Departamento de Defensa de EE.UU. y el Consejo de Defensa de la Ciencia. Está lejos de ser un purista –ya ha criticado a los biólogos por la ingenuidad de ignorar las terribles aplicaciones que puede tener el trabajo que éstos llevan a cabo. Actualmente, se lleva adelante un debate en la Universidad y en el Congreso sobre estas cuestiones, pese a que la administración Bush insiste, de manera subrepticia, en ocultar informaciones que puedan a ayudar a terroristas. El New York Times del pasado 17 de febrero burló ese cerco al publicar un reportaje sobre un plan gubernamental para restringir la divulgación de estudios. El presidente de la Sociedad Americana de Microbiología, Ronald Atlas, habría sido convocado por la Casa Blanca para dar explicaciones y fue acusado de publicar papers que podrían beneficiar a terroristas. Lo que está sucediendo ahora es una repetición de ciertos movimientos utilizados durante la guerra fría. En 1982, el gobierno del entonces presidente Ronald Reagan intentó sin éxito evitar la publicación de papers surgidos de un congreso de ingeniería óptica. Al mismo tiempo, el FBI investigaba a personas con “nombres que sonaban como rusos” que estuvieran investigando en revistas científicas en las bibliotecas. Se llegó a acuñar un término para ese nuevo tipo de material sigiloso: sensible, pero no secreto. Ahora se discute el secuenciamiento del genoma del Antrax (Bacillus anthracis). Los investigadores afirman estar recibiendo señales, nunca confirmadas por el gobierno, de que dicho estudio no debería ser publicado en forma íntegra. La comunidad científica reacciona diciendo que su no publicación puede, en la práctica, atrasar una posible investigación que llevaría a la solución del problema causado por el bacilo. Asimismo, la censura atrasaría carreras y ocultaría detalles de informaciones que destruirían la credibilidad del estudio – sería imposible saber sí el mismo es serio y qué fue inventado. Aun bajo la presión de tener que proteger a sus ciudadanos, el gobierno de Estados Unidos, un país cuya grandeza se debe en gran medida al talento científico de norteamericanos natos e inmigrados, debería pensar mejor antes de dar continuidad a ese movimiento.

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