En 25 años, la Comisión Técnica Nacional de Bioseguridad (CTNBio) aprobó el uso de más de 150 productos modificados genéticamente en Brasil
Un campo de soja en la finca Bom Retiro, en Rondonópolis, Mato Grosso: aproximadamente el 95 % de la superficie plantada con la oleaginosa en el país utiliza semillas genéticamente modificadas
Paulo Fridman/Corbis vía Getty Images
Todos los meses, un cuerpo colegiado integrado por 54 expertos de diferentes disciplinas se reúne en Brasilia para analizar informes técnicos que, a menudo, se ubican en la frontera del conocimiento de la genética y la biotecnología. En estas reuniones, se han tomado decisiones que, en el transcurso de los últimos 25 años, han tenido influencia sobre la economía de Brasil, así como en la alimentación y la salud de sus habitantes. Estos especialistas, formados en áreas tales como bioseguridad, biología, medicina, veterinaria y medio ambiente, integran la Comisión Técnica Nacional de Bioseguridad (CTNBio), que está a cargo de regular el uso de los productos modificados genéticamente, establecer normas para la investigación científica y deliberar al respecto de la comercialización de los transgénicos en el país.
Entre 1998 y 2019 se aprobaron en Brasil 152 productos modificados genéticamente, entre ellos, plantas, vacunas, medicamentos, microorganismos e incluso insectos, como en el caso de un mosquito transgénico para ayudar a combatir la propagación de los vectores del dengue (véase el gráfico en la página 44). La agricultura fue uno de los segmentos de la economía que más se beneficiaron. Un estudio elaborado en 2019 por la organización Servicio Internacional para la Adquisición de Aplicaciones Agrobiotecnológicas (Isaaa), reveló que en el país hay 53 millones de hectáreas cultivadas con transgénicos, una superficie tan solo inferior en ese rubro a la que registra Estados Unidos, con 75 millones de hectáreas. Aquí en Brasil, esa cifra representa casi el 95 % de la superficie plantada con soja, el 88 % del maíz y el 85 % del algodón; y está avanzando en otros cultivos, tales como la caña de azúcar y el eucalipto. “Para un brasileño es prácticamente imposible no consumir a diario al menos algún derivado de una planta modificada genéticamente”, subraya el actual presidente de la CTNBio, el ingeniero agrónomo Paulo Barroso, investigador de la estatal Empresa Brasileña de Investigación Agropecuaria (Embrapa). “El consumo de estos alimentos, evaluados por la comisión, no ha causado ningún daño a la salud, lo que corrobora el celo con el que ha encarado la CTNBio las deliberaciones durante estos últimos 25 años”.
Su impacto también es amplio en la ganadería. La CTNBio es la responsable de evaluar la seguridad de las vacunas modificadas genéticamente que se emplean cada año para inmunizar a los cientos de millones de animales cuya carne se destina al consumo humano, tales como los pollos, el ganado vacuno y los cerdos. En los últimos tiempos, el alcance del trabajo de la comisión se ha extendido. En marzo de 2020 se aprobó el primer producto para una terapia genética en el país. Se trata de un fármaco desarrollado por la empresa Novartis que corrige una mutación genética que provoca ceguera.
Durante la pandemia, la comisión convocó nueve reuniones extraordinarias para analizar la seguridad de las vacunas contra el covid-19 que se basan en desarrollos transgénicos. Se aprobaron dos de ellas, las elaboradas por los laboratorios AstraZeneca y Janssen, y se está evaluando a la Sputnik V, de Rusia.
El rol que cumple la CTNBio no se limita a evaluar si los productos modificados genéticamente son seguros. El reglamento de la comisión enumera 22 incumbencias diferentes, tales como autorizar importaciones, realizar evaluaciones de riesgo o conceder certificados de calidad en bioseguridad para cualquier institución que investigue o produzca transgénicos. Los lugares donde pueden realizarse las investigaciones de campo requieren el aval de la comisión, para prevenir contaminaciones en el entorno e impactos ambientales indeseables. “Una planta no posee piernas, pero sí polen y semillas, que pueden dispersarse por medio de los insectos, el viento y la lluvia”, explica Barroso.
La pauta de la última reunión plenaria, celebrada el 8 de abril, fue bastante amplia, con énfasis en el debate implicado en los procesos de liberación de un tipo de trigo resistente a la sequía y de una vacuna contra el dengue. Durante la pandemia, las reuniones pasaron a realizarse en formato virtual. Hubo que adaptar una plataforma tecnológica para reproducir el funcionamiento de la comisión según las reglas exigidas en los encuentros presenciales: los debates deben ser abiertos, los 54 miembros tiene derecho a opinar, pero los 27 suplentes solo pueden votar si el respectivo titular se encuentra ausente.
En Brasil, el 88 % del maíz plantado es transgénico. Ahora están comenzando a aparecer variedades modificadas por herramientas de edición génicaPaulo Fridman/Corbis vía Getty Images
“La participación de los suplentes es esencial para el funcionamiento de la comisión. Ellos analizan e informan sobre los procesos, y están preparados para votar en caso de que el titular respectivo no se encuentre presente”, explica Flavio Finardi, investigador del Departamento de Alimentos y Nutrición Experimental de la Facultad de Ciencias Farmacéuticas de la Universidad de São Paulo (USP), quien presidió la CTNBio entre 2012 y 2014 y actualmente es su vicepresidente.
La rutina va más allá de las reuniones mensuales. “Mis actividades en la comisión me insumían al menos unos 10 días cada mes”, dice la bioquímica Maria Sueli Soares Felipe, docente jubilada de la Universidad de Brasilia, quien participó en la comisión entre 2014 y 2020 y fue su presidenta durante dos años. Los miembros se distribuyen en cuatro subcomisiones, cada una encargada de analizar procesos en las áreas ambiental, vegetal, animal y de la salud humana, respectivamente, y encaminar su debate en el marco de las reuniones ordinarias. Las tareas son voluntarias, los miembros de la comisión no perciben una remuneración. “Se trata de un trabajo extremadamente interesante. Los procesos involucran al estado del arte de la biotecnología”, explica Soares Felipe.
La CTNBio, que está vinculada al Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación, comenzó a funcionar en 1996. En aquella época, la inserción en un organismo de genes provenientes de otro generaba nuevas expectativas para la mejora de las plantas y, al mismo tiempo, despertaba temores acerca de los efectos a largo plazo relacionados con la salud y el medio ambiente. Atentos al potencial de esta innovación tecnológica, hubo varios países que no tardaron en regular el tema, mientras que otros, sobre todo en Europa, optaron por sacar leyes restrictivas.
En 1998, un amparo judicial concedido a la organización Greenpeace y al Instituto de Defensa del Consumidor (Idec) redujo las competencias de la CTNBio. La manzana de la discordia fue la autorización de la siembra de la soja transgénica Roundup Ready, de la multinacional Monsanto, resistente al agroquímico denominado glifosato. En 2005, con la llegada de la nueva Ley de Bioseguridad, la CTNBio se reconfiguró a su formato actual. Entre sus 54 miembros figuran representantes de varios ministerios, científicos de las áreas de la salud humana y animal, de agronomía y del medio ambiente, además de expertos en salud laboral, derechos del consumidor y agricultura familiar.
La labor del organismo colegiado siguió siendo objeto del cuestionamiento promovido por las entidades ambientalistas e internamente, por los miembros designados por los ministerios de Medio Ambiente y de Desarrollo Agrario. Para ellos, ante cualquier incertidumbre sobre sus efectos a largo plazo, un producto transgénico debería vetarse. Esto se basa en lo que se denomina principio de precaución, que se menciona en la Ley de Bioseguridad. En tanto, los miembros de la comisión vinculados a las universidades y aquellos designados por los Ministerios de Ciencia y Agricultura advertían sobre la imposibilidad de eliminar todas las incertidumbres cualquiera sea el emprendimiento científico. Pero argumentaban que una evaluación rigurosa del riesgo podría prevenir problemas, garantizando los beneficios que brinda la tecnología. “La seguridad que exigían haría inviable cualquier investigación con transgénicos y era innecesaria, como se demostró posteriormente”, dice el bioquímico Walter Colli, presidente de la comisión entre 2006 y 2009, y profesor emérito de la USP. “La transgénesis se basa simplemente en tomar un gen de un ser vivo e introducirlo en otro. A la comisión le incumbe verificar si eso suscitará problemas. Solo eso”.
En opinión del economista Antonio Marcio Buainain, del Núcleo de Economía Agrícola y Ambiental de la Universidad de Campinas (Unicamp), el principio de precaución ha sido invocado en forma abusiva. “Es un precepto sabio, pero hay que utilizarlo en forma inteligente. Cualquier innovación radical implica riesgos. Si se los puede controlar, vale la pena seguir adelante. Si este concepto se llevara a un límite extremo, hoy la sociedad no dispondría de las innovaciones que han salvado millones de vidas y fueron importantes para el devenir de la civilización”.
Los enfrentamientos en el seno de la CTNBio reflejaban una controversia internacional. Según Buainain, cuando aparecieron los primeros productos agrícolas transgénicos en el decenio de 1990, surgió un rechazo a la multinacional productora de semillas Monsanto, que lideraba la carrera tecnológica. “En su momento, la lectura que hice de esa reacción, que se dio principalmente en Europa, tenía que ver con el temor de sus grandes compañías por quedar rezagadas”, dice. Ahora, Buainain lo ve desde otra perspectiva. “Lo que pasó fue que se conformó una coalición de intereses de la sociedad contra los transgénicos, y la misma gano cuerpo en Europa. Ahí confluían organizaciones ambientalistas y grupos que defienden el derecho de los consumidores o pregonan una alimentación saludable, en aras del fortalecimiento de la agricultura orgánica”, sostiene. La tecnología transgénica no logró superar las barreras interpuestas por vastos sectores de la sociedad. “No basta que las tecnologías sean buenas. También deben pasar por filtro social y en Europa, ese tamiz se tornó riguroso”, dice.
Para el economista agrícola Decio Zylbersztajn, de la Facultad de Economía, Administración y Contabilidad de la USP, la forma en que se lanzó la soja transgénica rompió con las prácticas del mercado y generó dudas. “Se trataba de una venta conjunta de un pesticida y de una semilla transgénica tolerante al mismo”, dice. Se presionó a los agricultores para que pagaran una tasa adicional. “En lugar de cobrar regalías por la venta de semillas, Monsanto identificaba el uso de la soja transgénica en las cosechas y les cobraba una tasa adicional por el uso de la tecnología. A los productores no les gustó la novedad”. Como él lo ve, la práctica imperial con la que Monsanto introdujo su tecnología se interpuso en el desarrollo equilibrado del debate sobre la transgénesis. Una de sus consecuencias, sostiene, fue que se produjo una reacción de los consumidores, particularmente en Europa. “Los consumidores de Brasil o Estados Unidos no manifiestan la misma preocupación de los europeos con respecto a los transgénicos. Pero siempre hay que respetar a los consumidores. No se los puede obligar a adquirir algo que no quieren”.
La mayoría de los miembros de la CTNBio concuerdan en que es posible utilizar los transgénicos de manera segura, pero la cuestión no está zanjada. Para el ingeniero agrónomo Leonardo Melgarejo, del Programa de Posgrado en Agroecosistemas de la Universidad Federal de Santa Catarina (UFSC), que representó al Ministerio de Desarrollo Agrario en la CTNBio entre 2008 y 2014, las premisas concernientes al impacto de los transgénicos aún tienen validez. “Cuando se transfiere un gen, esto puede afectar a otras expresiones que van más allá de las características pretendidas y eso puede tener consecuencias a largo plazo, que deben ser monitoreadas”, dice. Según él, al contrario de lo que se prometía, los transgénicos no han disminuido el uso de los agroquímicos en la agricultura. “Hoy en día hay plantas transgénicas resistentes a varios herbicidas y se liberan en el suelo compuestos tóxicos sobre los cuales contamos con escasa información”, afirma. A su juicio, el uso de transgénicos puede generar impactos que aún no se han calculado. “Imagínense una planta con un gen insecticida que mata a las orugas. Cuando se la siembra en millones de hectáreas, mueren las orugas y sus enemigos naturales. En una segunda instancia, las orugas pueden adquirir resistencia al veneno y se encuentran con un ambiente con pocos enemigos. Como los insectos no se mueren, se recurre a un nuevo nivel de insecticida”, relata. Él también hace hincapié en los impactos sociales. “Para los pequeños productores, la compra de semillas transgénicas supone un costo adicional que no se compensa con un aumento del rendimiento. Su destino acaba siendo la venta de sus tierras a los grandes productores”.
Melgarejo es crítico del carácter deliberativo de la CTNBio y sostiene que la comisión debería tener atribuciones consultivas. “Ahí hay científicos formados en disciplinas muy específicas, haciendo recomendaciones que no tienen en cuenta su impacto político y social”, dice. “Es difícil sostener una postura divergente dentro de la comisión. Hay un gran consenso en cuanto a que se está trabajando con tecnología de punta, pero a mí me parece alarmante pensar en una ciencia que no admite dudas”.
En 2004 se aprobó la comercialización de la primera variedad de algodón transgénicoPaulo Fridman/Corbis vía Getty Images
Barroso, el presidente de la CTNBio, subraya que la comisión no tiene la función de lidiar con problemáticas económicas y sociales, sino con el análisis de la seguridad sanitaria y del medio ambiente. Por encima de este organismo está el consejo nacional de bioseguridad, integrado por ministros del Estado. En algunas ocasiones se ha convocado al consejo para evaluar las recomendaciones de la CTNBio y las ha respaldado.
Por lo general, los debates en la comisión apuntan a dilucidar si el riesgo de un transgénico es mayor que el de un producto convencional. Recientemente, se ha discutido la aprobación de un tipo de trigo resistente al estrés hídrico que fue desarrollado en Argentina. No hay certezas en cuanto a que el trigo transgénico sea más alergénico que el común. “Llegamos a la conclusión de que no hay una metodología capaz de determinarlo”, dice Finardi.
Prácticamente no ha habido casos de solicitudes de comercialización rechazadas. Cuando los estudios exigidos por la comisión dan resultados adversos, los proponentes retiran los expedientes antes de su conclusión. Ese fue el caso del sorgo resistente al glifosato. Como es capaz de cruzarse con varios tipos de gramíneas, podría propagarles a estas la tolerancia al herbicida. “Lo mismo sucedió con otros proyectos con cítricos, arroz, lechuga, caña de azúcar, papaya, papa, maíz, frijol y muchas otras especies”, dice Paulo Barroso. Según él, solo llegan al final los proyectos cuyas pruebas de concepto garantizan seguridad y tienen chances de convertirse en un producto. “Mientras no se disponga de información suficiente, el producto no se aprueba. Cuando faltan datos, la empresa debe proporcionarlos o repetir sus experimentos”, añade Maria Sueli Soares Felipe.
En Brasil, la regulación de los transgénicos es diferente a la de otros países con una extensión territorial y agricultura comparables. En Estados Unidos no existe una comisión que evalúe la bioseguridad de los transgénicos. La evaluación la realizan por separado las agencias de medio ambiente, agricultura y salud. “En el sistema estadounidense está institucionalizada la consulta previa de las empresas interesadas en lanzar un nuevo producto”, explica Flavio Finardi. Ellas deben demostrar que el mismo presenta ‘equivalencias sustanciales’ al producto natural y eso es suficiente para poder comercializarlo y, si eventualmente surgen problemas, la responsabilidad recae sobre el creador de la tecnología. “En Canadá se rigen con ese mismo modelo, cuya aprobación final le corresponde al ente sanitario”, dice. En Argentina, existe un comité que evalúa las solicitudes, que entre sus miembros cuenta con representantes de distintas empresas.
Una de las atribuciones de la CTNBio es el seguimiento de la evolución de las tecnologías y proponer normas que se ciñan a las nuevas realidades. En 2016, la comisión emitió la Resolución Normativa nº 16, la cual establece que las modificaciones en organismos realizadas a partir de herramientas de edición génica, como en el caso de la técnica Crispr-Cas9, no son transgenéticas y, por lo tanto, no requieren de la aprobación de la CTNBio para su comercialización. Así y todo, la comisión debe realizar un análisis previo de los productos y constatar que efectivamente no son transgénicos. En 2018 se otorgó por primera vez ese aval para una planta modificada mediante edición génica: una variedad de maíz que produce solo un tipo de almidón, la amilopectina. El maíz natural produce dos tipos, la amilopectina y la amilosa. A ese maíz, al cual se lo conoce como maíz ceroso, el organismo puede absorberlo más rápidamente, y se lo utiliza en la producción de suplementos alimentarios.
El agrónomo Alexandre Nepomuceno, actualmente gerente general de la división Embrapa Soja de la empresa estatal agropecuaria, quien hasta el año pasado era el representante del Ministerio de Agricultura en la CTNBio, explica que las modificaciones obtenidas mediante la edición génica son tan puntuales que podrían ocurrir también por una mutación natural. “Pero esta herramienta puede hacerlo con rapidez y eficiencia”, argumenta. En su opinión, la Resolución nº 16 ayudará a difundir tecnologías eficientes y más baratas para los productores. “La meta es democratizar el acceso a las innovaciones en la agricultura, algo en lo que los transgénicos no han tenido éxito. El costo para obtener la reglamentación de un organismo vegetal es extremadamente alto”, afirma. No es casual, dice, que los permisos de comercialización de transgénicos los acaparen cuatro grandes compañías de semillas que poseen la holgura financiera para solventarlo, y eso en commodities como el maíz, la soja y el algodón. “Los productores se han vuelto dependientes de esas empresas y deben gastar una buena parte de lo que ganan en el pago de regalías”.
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