LAURA DAVIÑAUna serie de reportajes publicada en enero de este año en el British Medical Journal (BMJ), respetada revista inglesa del área médica, presentó evidencias contundentes de manipulación de datos y de conducta antiética en un trabajo de finales de los años 1990. Ese estudio provocó un efecto devastador sobre la salud pública de diversos países y puso en riesgo la vida de miles de niños al sugerir que la vacunación contra el sarampión, las paperas y la rubéola podría provocar autismo. Con los textos del BMJ, se vuelve a poner sobre la mesa una cuestión tan antigua como el propio método científico, ¿cómo reducir los riesgos de fraude? La historia contada ahora con detalle por el periodista Brian Deer, que investigó el caso de la vacuna triple vírica durante siete años y tuvo acceso a los registros médicos de los participantes del estudio, expone una vez más la fragilidad de un sistema de producción de conocimiento que presenta cierta capacidad de autocorrección, pero que no es infalible. “La serie de reportajes de Brian Deer ilustra muchas de las formas como la ciencia puede ser corrompida”, escribieron Douglas Opel y Douglas Diekema, del Instituto de Investigación Infantil de Seattle, y Edgar Marcuse, del Hospital Infantil de Seattle, en la editorial de 18 de enero en el BMJ. “Por encima de todo, Deer muestra que los mecanismos que aseguran la integridad de la investigación fallaron completamente.”
El trabajo que se revelaría como resultado de manipulación de datos, omisión de responsabilidad y desvío ético comenzó a expandir el miedo contra la vacuna triple vírica (contra el sarampión, las paperas y la rubeola) hace 13 años. En su edición de 28 de febrero de 1998, The Lancet, una de las revistas médicas más influyentes en el mundo, publicó los resultados aparentemente alarmantes de un estudio realizado por el gastroenterólogo Andrew Wakefield. En el artículo él y otros 12 autores relataban que, una semana después de recibir la vacuna, 12 niños de Inglaterra pasaron a presentar disturbios gastrointestinales acompañados de daños en el desarrollo mental semejantes a los del autismo. Wakefield afirmó en la época que los síntomas presentados por los niños caracterizaban un nuevo síndrome, al cual dio el nombre de autismo regresivo, por instalarse tras una fase de desarrollo normal.
Aunque en el texto de The Lancet afirmara –no probamos la asociación entre la vacuna contra el sarampión, las paperas y la rubéola y el síndrome descrito–, Wakefield se empeñó en confirmar la conexión. Con apoyo de la institución en la que trabajaba, el Royal Free Hospital, en Londres, preparó una rueda de prensa y difundió un vídeo entre las redes de televisión en el cual defendía la conexión entre la vacuna y el autismo.
“El principal motivo de la rueda de prensa no era la posible vinculación entre los trastornos intestinales y en de desarrollo, sino la suposición de Wakefield de que la vacuna MMR [triple vírica], usada en los Estados Unidos desde el inicio de los años 1970 y en Gran Bretaña desde la década anterior, podría ser la responsable por el aumento dramático en las tasas de autismo”, cuenta el periodista Seth Mnookin en el libro The panic virus: a true story about medicine, science and fear. Mnookin afirma, en la obra lanzada este año, que Wakefield se atuvo a la afirmación de haber encontrado virus de sarampión, algo refutado por otros estudios, en el tracto intestinal de niños con síndrome del intestino irritable para mostrar una posible vía biológica conectando la vacuna al trastorno intestinal y al autismo.
A pesar de que los especialistas cuestionaran los datos en la época, el mal estaba hecho. El miedo de que la vacuna causara autismo se extendió por varios países con el apoyo de grupos anti vacunación y del trabajo poco cuidadoso de la prensa. Como resultado la proporción de niños vacunados cayó para 80% en Gran Bretaña en 2003, mucho menos del 95% recomendado por la Organización Mundial de la Salud, y en 2008 el sarampión volvió a ser una enfermedad endémica en Inglaterra y en el País de Gales.
laura daviñaInvestigando el caso, Brain Deer consiguió en 2004 los primeros indicios de fraude en el trabajo de Wakefield y los publicó en el periódico Sunday Times. A partir de eso, el Consejo Médico General Británico inició un proceso contra Wakefield y los otros autores, lo que permitió reconstruir la farsa.
Deer obtuvo pruebas de que Wakefield había actuado deliberadamente todo el tiempo. Los casos descritos en el artículo son de niños cuyos padres creían que sus hijos habían desarrollado autismo después de la vacuna, pero que no habían recibido diagnóstico médico. Estos habían sido presentados a Wakefield por una asociación contra la vacunación, la Justice Awareness and Basic Suports, cuando lo adecuado sería buscar los casos a partir de una muestra aleatoria de la población o recibir los sugeridos por otros centros médicos. El gastroenterólogo también recibió dinero del abogado Richard Barr, que buscaba pruebas para abrir un proceso contra fabricantes de vacuna.
Según los reportajes, Wakefield no era contrario a la vacunación infantil y sí al uso de la triple vírica, ya que él tenía la patente de una vacuna contra sarampión. “Sin evidencia, Wakefield afirmó por años que en el mundo todo los médicos, incluyendo las autoridades de salud pública, no sólo sabían que las vacunas causan problemas terribles a los niños, sino que encubrían esa información en beneficio propio”, contó Deer Pesquisa FAPESP.
Artículo anulado
Aunque el consejo médico haya juzgado la adecuación ética del trabajo de Wakefield, fue Deer quien demostró que las señales clínicas presentadas en el artículo de la Lancet no se correspondían con los relatados por los padres de los niños. A pesar de las evidencias de fraude, sólo después de la decisión del consejo, que retiró la licencia médica de Wakefield en 2010, The Lancet anuló el artículo de 1998, que todavía puede leerse on-line, pero exhibe en rojo la palabra retracted.
Concluido el caso, algunas preocupaciones permanecen en el aire, ya que problemas semejantes pueden ser más comunes de lo que se imagina. Una de ellas es qué motiva a las personas a manipular los resultados de los estudios. El médico William Saad Hossne, que dirigió la Comisión Nacional de Ética en Investigación (Conep) en Brasil de 1996 a 2007 y coordinó la elaboración de las resoluciones que definen las reglas de la investigación clínica en el país, cree que las razones son muchas. “El número de investigadores aumenta exponencialmente, la competición es cada vez más dura y se busca el reconocimiento. Además de eso, los proyectos son más complejos e involucran a más personas”, afirma. “Hoy el investigador tiene que ser productivo, lo que favorece una cultura de investigación más flexible”, recuerda Sueli Dallari, profesora de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de São Paulo (USP). “En estudios con seres humanos, al registrar los datos, muchas veces los investigadores no son tan rigurosos como deberían ser”, afirma la investigadora, que fue integrante de la Conep y de la Comisión de Ética en Investigación del Hospital de las Clínicas de la USP. La preocupación con los casos de fraude, según Hossne, llevó en las últimas décadas a países como los Estados Unidos, Alemania y Dinamarca a crear instituciones que intentan garantizar la integridad de la investigación. En el Brasil, la Conep, constituida en 1990, tiene la función de regular, aprobar y acompañar las pruebas envolviendo seres humanos. Las resoluciones 196 y 251 de la Conep, por ejemplo, determinan que los datos de estudio deben ser almacenados y quedar disponibles para consulta por al menos cinco años. “El hecho de alguien pueda pedir ver esos datos ayuda a controlar la calidad”, dice Hossne. Para perfeccionar el control, según Sueli, sería necesario tener comisiones de ética con capacidad para hacer un seguimiento de la ejecución de los proyectos. “Como el número es grande”, dice, “podrían ser sorteados algunos para comprobar si ejecutan lo que se propusieron hacer y cómo se lo propusieron a hacer”.
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