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Entrevista

Maria Cecília de Souza Minayo: Una mirada sociológica sobre la salud

La socióloga brasileña creó metodologías para investigar los efectos de la violencia en la vida de grupos como los de la tercera edad y la policía

Ana Carolina Fernandes

Maria Cecília de Souza Minayo es una socióloga que se desempeña en diversos frentes de trabajo. Con más de 60 años de experiencia como docente y tres décadas como investigadora, contribuyó a introducir las ciencias sociales dentro del campo de estudios médicos y de la salud pública en Brasil. A partir de la observación de grupos sociales como los de los policías y los ancianos, diseñó metodologías para investigar de qué manera los diferentes tipos de violencia impactan sobre la salud de la gente, extrapolando el debate más allá de la seguridad pública. A lo largo de su carrera académica, De Souza Minayo coordinó más de 40 estudios sobre la relación entre la violencia y la salud, así como dirigió alrededor de 80 proyectos de posgrado, entre maestrías, doctorados y posdoctorados.

Profesora emérita de la Escuela Nacional de Salud Pública de la Fundación Oswaldo Cruz (ENSP-Fiocruz), De Souza Minayo fue presidenta de la comisión que formuló la Política Nacional para la Reducción de la Morbilidad y la Mortalidad por Violencia y Accidentes del Ministerio de Salud en la década de 1990. Esa iniciativa estableció protocolos de conducta destinados a diferentes tipos de violencia que afectan a los servicios de salud, tales como los accidentes de tránsito y las agresiones domésticas contra mujeres y niños. Su trabajo más reciente, aún inédito, es un censo que evalúa las condiciones de vida de las personas mayores en el sistema penitenciario masculino y femenino del estado de Río de Janeiro.

A sus 86 años, De Souza Minayo continúa ejerciendo la docencia y dirigiendo y coordinando investigaciones. Casada con el químico y sociólogo Carlos Minayo, con quien tiene dos hijas y cuatro nietos, acaba de recibir el Premio Internacional de la Academia Mundial de Ciencias (TWAS Awards). Para esta entrevista, recibió a Pesquisa FAPESP en su departamento ubicado en Aterro do Flamengo, en Río de Janeiro.

Edad 86 años
Especialidad
Sociología
Institución
Fundación Oswaldo Cruz (Fiocruz)
Estudios
Graduada en Sociología en el Queens College de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (1979), maestría en Antropología Social en el Museo Nacional, de la Universidad Federal de Rio de Janeiro, (1985), y doctorado en Salud Pública por la Fundación Oswaldo Cruz (Fiocruz, 1989)

¿Cuál es el recuerdo más marcante de su infancia?
Nací en 1938, en un pequeño barrio de Rio Piracicaba, Caxambu, un pueblo del interior de Minas Gerais. Empecé el colegio a los 7 años sabiendo leer, porque mi madre me había enseñado. La señora Ruth, la maestra, daba clases a primero, segundo y tercer grado, todos juntos. Siento un gran respeto y soy muy agradecida a esa maestra. Todos los niños de ese pueblo sabían leer y escribir, y también matemáticas, gracias a ella. Para mí fue importante tener una educación de calidad desde tan pequeña. Sin embargo, esa escuela rural solamente iba hasta el tercer grado y, en general, las familias del pueblo no animaban a sus hijos a seguir estudiando. Pero mis padres pensaban distinto. Mi madre era empleada del Correo y mi padre era un comerciante versátil e inteligente, y también fue un importante político local. Tenían una visión de futuro para las mujeres y decidieron inscribirnos, a mi hermana menor y a mí, en una escuela de Itabira, también en Minas Gerais, llamada Nossa Senhora das Dores. Yo tenía 9 años y ella 8.

¿Ustedes iban a Itabira todos los días?
En aquella época desde la escuela hasta la casa de mis padres era un viaje de nueve horas. Hoy en día se demora una hora y media en coche. Antes teníamos que ir a caballo o en carreta hasta la estación de tren. Como era muy difícil, fuimos admitidas como internas en la institución. Solamente salíamos dos veces al año, para las vacaciones. Rápidamente fui una de las mejores estudiantes de la clase. Posteriormente realicé el curso de maestras normales, en la misma escuela. Era lo que las mujeres solían hacer en aquella época para tener una profesión. Terminé mis estudios a los 17 años, en 1955, y trabajé como profesora de esa escuela, en lo que hoy en día es la enseñanza media.

¿Por qué se fue a vivir a Río de Janeiro?
Trabajé como docente en Itabira durante 10 años, hasta 1965. Como la escuela tenía una unidad en Río de Janeiro, me invitaron a dar clases allá. Las escuelas pertenecían a un grupo religioso muy católico. A finales de la década de 1950, debido a los cambios propuestos a la Iglesia por el papa Juan XXIII [1881-1963], se creó en Río de Janeiro el Instituto Superior de la Pastoral Católica [Ispac]. La institución impartía cursos de filosofía, teología, sociología, ética y moral, inspirados en las encíclicas de Juan XXIII, que inducían a los católicos a actuar contra la pobreza y la miseria. Me inscribí en ese instituto y las clases me transformaron completamente. Empecé a cuestionar el hecho de que la congregación para la que trabajaba solamente atendía a estudiantes de clase media y no le prestaba ninguna atención a la pobreza que nos rodeaba.

¿Y qué pasó después de esa experiencia?
Mis padres tenían pocos libros en casa, pero recibían un boletín llamado São Geraldo que abordaba el tema de la pobreza y, sobre todo, traía noticias sobre el sufrimiento de la gente en África. Siempre fui una lectora voraz. Y ese boletín me permitía soñar. Desde muy joven soñaba con ser misionera. El Instituto Superior de Pastoral Católica me abrió la mente, pero no para negar el catolicismo, porque seguí siendo religiosa. Al mismo tiempo, comencé a cuestionar la pacata vida del grupo de docentes del que formaba parte y que trabajaba en la institución. Después, en la segunda mitad de la década 1960, empecé a relacionarme con los movimientos sociales. En simultáneo con las clases que daba, comencé a trabajar en la favela de Penha. Llevaba a mis alumnas y compañeras para conocer la realidad de este lugar y daba clases de educación popular. Empecé a hacer lo mismo en otras comunidades carenciadas de Río, como el complejo habitacional Guaporé, ubicado en la zona norte de la ciudad.

¿Conoció a su esposo durante estas actividades?
Sí. Carlos vino a Brasil desde España a finales de los años 1960 para ser director del Departamento de Química de la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro [PUC-Río]. Cuando conoció la situación de pobreza de Río de Janeiro, también empezó a participar junto a los movimientos sociales. En esa época había varios cursos de educación popular en el país, que se dictaban fuera de las universidades, en espacios informales de conocimiento. A mediados de 1969, trabajando en Guaporé, lo conocí a Carlos. Me contó que había llegado ahí después de una experiencia que tuvo con tres amigos, en la favela de Rocinha. Ellos se habían mudado a la comunidad para dar clases, pero como estábamos en plena dictadura, la policía empezó a perseguirlos, entonces desistieron de vivir allá y se fueron a un lugar menos vigilado. Pero a medida que los meses iban pasando, la represión aumentaba. Y uno de los principales objetivos de los militares eran los educadores populares. Muchos comenzaron a ser detenidos.

¿Cómo impactó en su vida la dictadura militar [1964-1985]?
En el colegio católico donde yo daba clases, había una estudiante que era hija de un policía federal. Él simpatizaba mucho conmigo, pero no sabía que yo trabajaba en la educación popular. Un día llegué al colegio y él estaba allá porque había ido a buscar a su hija. Le dije que necesitaba conversar con él, fíjate cuánta ingenuidad de mi parte. Le comenté que estaban arrestando a varios compañeros que trabajaban en la educación popular y le pedí ayuda. Me pidió nombres, mencioné dos y me dijo que me mantuviera alejada de ellos porque eran “peligrosos”. Y me aconsejó que me hiciera humo antes de que me detuvieran a mí también. Quedé aterrorizada y resolví esconderme, pero no podía irme a la casa de mis padres en Minas Gerais, porque los pondría en riesgo.

En mis investigaciones no hago seguridad pública. Busco comprender de qué manera la violencia impacta sobre la salud de los niños, las mujeres y los ancianos

¿Y qué hizo?
Tenía una amiga que estaba casada con uno de los hijos del editor y librero José Olympio [1902-1990]. Ella también trabajaba en educación popular. La llamé y le expliqué mi situación. Le dije que tenía la sensación de que me seguían todo el tiempo. Ella vivía en una mansión en la zona de la laguna Rodrigo de Freitas y me invitó a vivir con su familia por un tiempo. Me mudé y decidí pedir ayuda a la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil [CNBB] para liberar a mis amigos detenidos. Pero la situación política no hizo más que empeorar. Entonces resolví salir de la escuela donde daba clases y me mudé a Nova Iguaçu, en Baixada Fluminense, donde había un obispo, Adriano Hipólito [1918-1996], que protegía a las personas que trabajaban en educación popular y estaban siendo perseguidas. Una amiga del colegio me acompañó en esta aventura. Nos quedamos por un tiempo, con la protección de este hombre religioso, cada una ganaba el equivalente a un salario mínimo para trabajar en un movimiento colectivo que había sido creado por estudiantes e intelectuales para educar a la gente de esa región vulnerable.

¿Cómo fue su ingreso a la universidad?
En 1974 ingresé a la carrera de Sociología en el Instituto de Filosofía y Ciencias Sociales de la Universidad Federal de Río de Janeiro [UFRJ]. Debido a la dictadura, era un ambiente en donde todo había que decirlo en clave, porque no estábamos seguros de lo que pensaban los docentes y los compañeros. Pese a todo, fue un tiempo de mucho aprendizaje. Yo sacaba buenas notas en todas las materias y ayudaba a mis amigos en la lectura de obras difíciles, como los libros del filósofo alemán Karl Marx [1818-1883].

¿Ya estaba casada en esa época?
No. En 1971, Carlos volvió a España para visitar a su madre, que estaba muy enferma y falleció. Cuando iba a regresar a Brasil, unos amigos le avisaron que sería mejor quedarse en el exterior. Si volvía, corría riesgo de ir preso. Durante un interrogatorio, uno de nuestros compañeros que estaba preso fue obligado a dar nombres y terminó mencionando a Carlos, porque sabía que estaba fuera del país. Pero con esa información, entró en la mira de los militares. En esa misma época, un abogado que defendía a los presos políticos me advirtió que mi nombre también era mencionado en los interrogatorios. Entonces, sin haber terminado la facultad, decidí salir del país para encontrarme con Carlos. Ya estábamos juntos y decidimos casarnos en 1976, en Nueva York, Estados Unidos. Llevamos casados 48 años.

¿Cómo fue la vida en el exilio?
En Nueva York vivían varios especialistas en estudios brasileños de renombre que nos apoyaban. Uno de ellos era el historiador y antropólogo Ralph Della Cava, del Queens College de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Me consiguió una plaza en esa universidad, donde concluí mi carrera de grado en 1979. En esa época, había en Francia un grupo que reunía a intelectuales y miembros de la Iglesia Católica para financiar a los exiliados de diversas partes del mundo. Este grupo estaba presidido por el pedagogo y educador Paulo Freire [1921-1997], que estaba exiliado en París. Mi esposo y yo recibíamos 500 dólares, lo que nos mantuvo en Estados Unidos.

¿Y cuándo regresaron a Brasil?
En 1979, con la Ley de Amnistía. Ya estaba embarazada de mi segunda hija. La neurosis por miedo a ser preso era tan grande que, durante todo el viaje de regreso, en el avión, Carlos se la pasó rompiendo papeles, temiendo que la policía encontrara algo que pudiera incriminarlo. Pero pasamos por la aduana sin ningún problema.

¿Cómo reorganizaron su vida después del exilio, sin trabajo y con dos hijas pequeñas?
Como tuvimos que quedarnos tres años en Estados Unidos, la PUC le canceló el contrato a Carlos. A mi regreso, durante 10 años, hice traducciones y también algunas actividades con el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia [Unicef], como la creación de un centro comunitario en la favela de Rocinha. También empecé mi trayectoria académica. La PUC-Río lo recontrató a Carlos dos años después de nuestra llegada y también empezó a dar clases en la Fundación Getulio Vargas [FGV], y posteriormente lo invitaron a trabajar en la Fiocruz.

Las administraciones se han modernizado, pero la policía sigue obedeciendo las mismas reglas de mando y disciplina

¿Cuál fue el tema de su maestría?
Hice mi tesina en Antropología Social en el Museo Nacional de la Universidad Federal de Río de Janeiro entre 1981 y 1985. Mi director fue el pedagogo y doctor en historia Víctor Vicente Valla [1937-2009]. Estudié las condiciones de vida de los trabajadores de la industria extractiva de mineral de hierro en la localidad de Itabira (Minas Gerais). Después de la defensa, empecé a dar clases en la PUC y entré en un proyecto que apuntaba investigar las diferentes situaciones de pobreza que existían en Brasil. La investigación fue financiada por el Ministerio de Planificación. Durante tres años, junto con un equipo, llevamos adelante un trabajo de campo en cinco zonas pobres de Río de Janeiro, incluidas las favelas de Rocinha y Roquete Pinto, esta última construida sobre palafitos. Terminé mi maestría y, ese mismo año, empecé mi doctorado en la Fiocruz.

¿Cómo fue la llegada de una socióloga a una institución que, en ese momento, se dedicaba solamente a las investigaciones en medicina y salud pública?
Cuando entré a Fiocruz, sentí que había encontrado mi lugar, porque podía combinar mi preocupación con las cuestiones sociales y mis ambiciones académicas. En el doctorado, que defendí en 1989, diseñé una metodología para desarrollar investigación social cualitativa en el área de la salud. Este enfoque estudia aspectos subjetivos de los fenómenos sociales y del comportamiento humano, mediante métodos tales como entrevistas individuales o grupales, análisis de documentos y la observación. La metodología que creé surgió de mis conocimientos teóricos sobre el tema, pero también a través de las diferentes actividades que estaba realizando en ese momento. Por ejemplo, en la Fiocruz le daba clases de investigación sociológica a médicos de posgrado que estaban cursando sus maestrías o doctorados. Estaban acostumbrados a trabajar en la atención epidemiológica de la salud pública para grandes grupos, pero no sabían ver a la gente de una manera particular. En las clases yo hablaba sobre la importancia de estos análisis individualizados y me deparé con preguntas que me obligaron a repensar de qué manera podía explicarse el impacto de los problemas de salud en la vida social. A partir de estas experiencias, mi tesis abordó teorías, metodologías, estrategias, técnicas y ejemplos prácticos para la realización de investigaciones sociales en el campo de la salud. El trabajo doctoral fue publicado en un libro, bajo el título O desafio do conhecimento [El desafío del conocimiento, Hucitec Editora, 1992]. La obra ya va por su 15ª edición.

¿Y de qué manera la violencia se convirtió en su tema de investigación?
En la década de 1980, el reconocido investigador colombiano Saúl Franco llegó a la Fundación Fiocruz huyendo de la persecución del narcotráfico. El médico sanitarista Sérgio Arouca [1941-2003] era por entonces el presidente de la institución. Ambos consideraron que la Fiocruz necesitaba crear líneas de investigación para estudiar de qué manera la violencia afectaba la salud, algo que el investigador colombiano estaba desarrollando en su país. Franco viene investigando desde hace 40 años la violencia y el conflicto armado en Colombia, así como sus impactos en la vida y la salud de las personas. La violencia es un fenómeno sociohistórico y, en sí misma, no es una cuestión de salud pública ni un problema médico. Pero impacta sobre la salud en diferentes dimensiones. Provoca muertes, lesiones, traumas físicos y problemas mentales y emocionales. Disminuye la calidad de vida de las personas y repercute en los sistemas de salud, generando nuevos problemas para la atención médica preventiva o curativa. Arouca me invitó a liderar esta línea de estudios en la Fiocruz. Acepté el reto junto con dos investigadoras que son mis colegas de investigación hasta el día de hoy: la epidemióloga Simone Gonçalves de Assis y la psicóloga Ednilza Ramos de Souza. Son grandes compañeras, nunca nos soltamos de la mano.

¿Qué hicieron después?
Empezamos a investigar la situación en el municipio de Duque de Caxias, en Baixada Fluminense, que tenía los índices de mortalidad por violencia más altos del estado de Río. En esa época, eran pocos los que trabajaban con violencia y salud en Brasil. La jurista especialista en salud pública María Helena Prado de Mello Jorge, de la USP [Universidad de São Paulo], fue una de ellas. Con la investigación en Duque de Caxias, demostramos que la violencia no solamente afectaba la salud de las personas, sino que el propio sistema de salud era a menudo violento. El estudio sirvió de base para la creación, a finales de la década de 1980, del Centro Latinoamericano de Estudios sobre Violencia y Salud [Claves] de la ENSP.

Sus investigaciones sobre violencia y salud jugaron un papel importante en la formulación de políticas públicas. ¿Puede hablarnos sobre estos temas?
En 1998, el Ministerio de Salud me invitó a actuar como presidenta de una comisión que iba a formular la Política Nacional para la Reducción de la Morbilidad y la Mortalidad por Violencia y Accidentes. Ese programa establece protocolos de conducta frente a distintos tipos de violencia que llegan hasta los servicios de salud, pero es una iniciativa difícil de poner en práctica. Muchos profesionales no creen, no les gusta o no quieren saber nada. Por ejemplo, cuando llega al centro de salud un niño lastimado, o una mujer con un brazo quebrado, es necesario identificar si estos casos constituyen violencia doméstica. En general, los médicos tratan las fracturas de brazos y otras lesiones, pero no preguntan cómo y por qué ocurrieron. Ellos necesitan aprender a derivar el problema a los psicólogos, al Consejo Tutelar o a la comisaría de mujeres.

¿Se implementó esta política en la década de 1990?
No. Recién fue promulgada en el año 2001; tardó un buen tiempo en ser institucionalizada por el Estado, bajo el nombre de Política Nacional para la Reducción de la Morbilidad y la Mortalidad por la Violencia. Primero se adoptó con relación a los accidentes. Fue uno de los elementos que colaboró, por ejemplo, en la creación del Servicio Móvil de Atención de Urgencias [Samu], en 2003. Entre 2003 y 2016, la propuesta se consolidó. Se establecieron centros de capacitación para abordar dichos protocolos de conducta en todos los estados, en los grandes municipios. El Claves tiene un convenio con el Ministerio de Salud para realizar estos cursos de capacitación, los cuales están dirigidos a profesionales de la salud designados por las secretarías de los estados y municipales. Estos cursos apuntan a formar profesionales para abordar adecuadamente el problema. Sin embargo, a partir de 2016, el proceso de institucionalización de esta política se estancó.

La violencia contra las personas mayores está históricamente naturalizada. Los ancianos siempre han sido maltratados en nuestra sociedad

¿Cuál es el estado actual de esta política?
Vivimos un momento de recuperación, pero aún queda mucho por hacerse. A pedido del Ministerio de Salud, estamos terminando una nueva evaluación del programa. Detectamos que el área que más absorbió esta política es la atención primaria de la salud, que es la principal puerta de entrada al Sistema Único de Salud [SUS]. Según la definición del ministerio, la atención primaria abarca un conjunto de acciones tendientes promover y proteger la salud, prevenir enfermedades, diagnosticar, tratar y rehabilitar a los pacientes. Pero todavía queda un largo camino por recorrerse antes de que esta política se institucionalice.

¿Podría hablarnos de esta línea de investigación que analiza la violencia pensando en cuestiones que van más allá del delito?
Siempre explico que en mis investigaciones no hago seguridad pública. Lo que busco es comprender de qué manera la violencia y la agresión impactan sobre la salud de los niños y los adolescentes, las mujeres, los ancianos y los trabajadores. Y esto ocurre tanto a nivel individual, en la vida de cada persona, como en el sistema en su conjunto, en la medida en que esta violencia termina desembocando en los servicios de salud.

¿Fue con este enfoque que usted investigó las organizaciones policiales?
Junto con mis colegas, realicé dos estudios entre agentes de policía. El primero fue con policías civiles y el segundo con policías militarizados. En mis estudios muestro cómo sufren los efectos de la violencia que viven a diario. Estos profesionales se quejan de que son tratados por la sociedad de forma generalizada, como si todos los policías actuaran de forma incorrecta. Se quejan de la falta de reconocimiento social y también dentro de la propia institución.

¿Cuáles son los retos que enfrenta en la actualidad la policía de Brasil?
Es una profesión difícil en todo el mundo, pero aquí hay mayores desafíos en comparación con Estados Unidos o los países europeos, por ejemplo. La formación en derechos humanos que se le ofrece a los agentes de policía es insignificante y los sueldos son muy bajos. El mundo se ha modernizado, las administraciones se han modernizado. Pero no es así en el ámbito policial. Siguen obedeciendo las mismas reglas de mando, disciplina y orden que en el pasado, especialmente la Policía Militarizada, la más grande del país. Solamente en São Paulo, tenemos más de 90.000 policías militarizados. En Río son más de 40.000.

¿Cómo impactan estos problemas en la salud mental de estos trabajadores?
Les escuché decir a varios comandantes lo solos que se sienten, porque tienen que dar órdenes y soportar las consecuencias solos, sin el apoyo de la institución. Los oficiales generalmente tienen más problemas de salud mental que los soldados. Esto se debe a que los soldados, pese a ganar poco, actúan según las órdenes dadas, mientras que los puestos de alto rango tienen un peso inmenso ya que deben tomar decisiones que impactan sobre la vida de todos los policías. Se ven obligados a acudir al funeral de sus compañeros, lo que los afecta mucho, ya que es como si estuvieran ante su propia muerte. Al mismo tiempo, muchos se niegan a buscar ayuda psicológica. En mi investigación escuché a varios afirmar que no eran mujercitas ni estaban locos. Al único que suelen escuchar es el capellán. Y, si la única persona a la que escuchan es al capellán, entonces la solución sería que el capellán también fuera psicólogo. Sigo de cerca este tema no solamente en el ámbito académico, sino también dentro de mi propia familia. Uno de mis yernos es instructor de tiro y experto en secuestros en la Policía Civil de Río. La mayor cantidad de horas de clase en la formación policial es en entrenamiento de tiro. Él, que enseña en la Academia de Policía y para agentes de la policía militarizados, suele decir que una de las cosas más importantes de ser policía es aprender a no disparar a todo lo que se ve. Pero ¿qué pasa con las cuestiones humanas, incluidas las suyas propias?

Con tantas actividades, ¿tiene tiempo para distraerse?
Hago gimnasia una vez por semana y me gusta mucho leer. Durante las vacaciones de enero, por ejemplo, devoré cinco libros de literatura. También soy muy apegada a mis hijas. Tengo un nieto, dos nietas y una cuarta nieta que llega ahora, en mayo. Son la alegría de mi vida y todos son muy inteligentes. Una de mis nietas, que tiene 9 años, está escribiendo un libro para su hermanita que está por nacer.

Durante la dictadura, le pedí al padre de una alumna, policía, que me ayudara a encontrar a mis amigos que estaban presos. Me aconsejó que me hiciera humo antes de que me arrestaran

¿Qué está investigando en este momento?
Últimamente estoy estudiando mucho el tema de las personas mayores dependientes, que son las que más sufren en este grupo de edad, independientemente de la clase social. Al no poder tener autonomía para llevar adelante sus vidas, son olvidados. Hago investigaciones empíricas y ya he mapeado varios casos de gente que sale para trabajar y deja a los ancianos solos, tirados en la cama, sucios y sin comer. Estoy dedicada a buscar aportes para que Brasil pueda crear una política específica para las personas mayores dependientes. Canadá, Estados Unidos y Europa cuentan con iniciativas en este sentido, que provienen de los gobiernos centrales y combinan la participación de gobiernos locales, las empresas y la sociedad civil. De esta manera, la familia no queda abandonada en esta función. También estoy culminando una investigación sobre personas ancianas en las cárceles de Río de Janeiro. Mi compañera, la psicóloga Patrícia Constantino, también de la Fiocruz, recogió declaraciones de todas las cárceles del estado y realizó un intenso trabajo de campo. Hay informes y hallazgos impresionantes. La mayoría de las personas mayores encarceladas en el estado solamente estudiaron hasta el cuarto grado, y el 15 % no sabe leer ni escribir; pero, por otra parte, el 81 % tiene expectativas positivas al respecto de su vida social en el futuro. Pese a que es un tema de investigación muy actual, estudio la violencia contra las personas mayores desde 1995. Esta violencia está históricamente naturalizada. Los más viejos siempre han sido maltratados en nuestra sociedad. Décadas atrás eran empujados ladera abajo, los dejaban sin comer. La idea de que en el pasado se les trataba mejor es un mito. Hoy en día Brasil cuenta con el Estatuto de las Personas Mayores [Ley nº 10.741, 2003], que fue un hito muy importante en la protección de este grupo en el país.

¿Y cuáles son sus proyectos para el futuro?
Debido al estudio sobre la población de ancianos privados de libertad en el estado de Río de Janeiro, este año recibí una invitación del Ministerio de Salud para coordinar una encuesta sobre las condiciones de salud de la población penitenciaria, en su conjunto, en el país. Es un gran desafío, pero decidí aceptarlo. Una va envejeciendo, pero sigue investigando, dando clases, dirigiendo proyectos y publicando libros. Tener un propósito es bueno y me hace creer en el futuro. Le doy gracias a la vida y a la generosidad de quienes me rodean.

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