En la década de 1990, cuando se pensaba que los indígenas vivenciaban un proceso de extinción en Brasil, la demógrafa y antropóloga Marta Maria do Amaral Azevedo descubrió que las poblaciones de aborígenes de la región del río Negro, en la Amazonia, estaban experimentando una plena dinámica de recuperación. Sus hallazgos coincidieron con otros descubrimientos similares en otras regiones del país y sirvieron como punto de partida para formular políticas públicas de salud y educación destinadas a los pueblos originarios.
Primera mujer en presidir la Fundación Nacional Indígena (Funai), en 2012, la trayectoria Do Amaral Azevedo se ha caracterizado por su tránsito constante, aunque no siempre armonioso, entre el indigenismo, la antropología y la demografía. Dentro de ese conjunto, su enfoque principal ha sido la lucha por los derechos de los pueblos originarios, especialmente los guaraníes-kaiowás, con quienes ha aprendido y desarrollado investigaciones y acciones indigenistas desde la década de 1980.
Especialidad
Antropología y demografía
Institución
Universidad de Campinas (Unicamp)
Estudios
Título de grado (1978) en la Universidad de São Paulo (USP) y doctorado (2003) en la Unicamp
Producción
Autora de artículos y libros sobre demografía, seguridad alimentaria y salud de las mujeres indígenas, además de haber contribuido a la inclusión de los pueblos originarios en el Censo Demográfico
Varias veces amenazada de muerte desde su juventud, la investigadora del Núcleo de Estudios de la Población Elza Berquó (Nepo) de la Universidad de Campinas (Unicamp) vislumbra el futuro de los pueblos originarios del país con preocupación, pero también con esperanza. En medio del recrudecimiento de la violencia contra los indígenas, Do Amaral Azevedo se ha puesto al frente del trabajo tendiente a asegurar el desarrollo de nuevas metodologías de recabado en el Censo Demográfico, del que espera que surjan novedades sobre el mapeo de las poblaciones tradicionales en territorio brasileño, fundamentalmente las localizadas en áreas más aisladas. También lleva adelante proyectos para resguardar la memoria de los pueblos nativos, en procura de devolverles el conocimiento acumulado a las comunidades con las que ha trabajado durante las últimas décadas.
Do Amaral Azevedo tiene tres hijos y una nieta, y concedió esta entrevista en el apartamento donde vive sola.
¿Cómo ve las relaciones actuales entre indígenas y blancos en Brasil?
Existe en el país un gran racismo contra los no blancos, lo que incluye a negros e indígenas. El racismo contra los indios se expresa de dos maneras. Una de ellas se remonta a los tiempos del colonialismo y los ve como iguales a la naturaleza: son ingenuos, no necesitan ir a la universidad y si usan celulares dejarán de ser indios. En Brasil, durante mucho tiempo se consideró que los indígenas no tenían capacidad de raciocinio, vivían en sociedades simples y se equiparaban a los niños. Por eso debían estar bajo la tutela del Estado. El otro tipo de prejuicio expresa lo opuesto: el indio es salvaje, equiparable a un animal. Todo esto tiene su raíz en la ignorancia de la población. El artículo 26-A de la Ley Federal nº 9.394, de 1996, establece la obligatoriedad del estudio de la historia y la cultura afrobrasileña e indígena. No obstante, esta práctica no está muy extendida. Tenemos más libros didácticos sobre los afrobrasileños que sobre los indígenas.
¿Cuáles son los reflejos de esta práctica?
Después de 2016, la violencia contra los líderes indígenas ha aumentado exponencialmente, así como la invasión de sus territorios. Las tierras indígenas de los kaiapós, que siempre habían logrado controlar su territorio, fueron invadidas. El río Negro, en la región amazónica, está siendo invadido. En las tierras yanomamis se autorizó la minería a principios de 2019 y ha habido denuncias de violaciones, asesinatos y masacres. En los territorios mundurukus, los garimpeiros llegaron con balsas mineras que nunca pensé que existieran. Son del tamaño de un estadio de fútbol y liberan grandes cantidades de mercurio en el medio ambiente a una velocidad que da miedo. La contaminación de la zona de influencia del río Tapajós es enorme. El arco de la deforestación se expande cada vez más y ahora ha llegado hasta el estado de Acre y el sur del estado de Amazonas. A los intereses económicos se les han sumado los prejuicios y, solo en el mes de septiembre de este año, hemos registrado los asesinatos de al menos 17 líderes indígenas. Eso sin contar las violaciones de niñas. El Censo de 2022, que se encuentra en curso ahora, nos permitirá hacernos una idea de la cantidad de personas que han sido ejecutadas debido a la actividad de los garimpeiros. En junio de este año, las muertes del indigenista Bruno Araújo Pereira y el periodista británico Dom Phillips en el valle del Yavarí se produjeron en ese contexto de recrudecimiento de la violencia.
Al hablar del panorama actual de estas poblaciones ha empleado los términos indio e indígena. ¿Cuál es la denominación correcta?
¿Por qué decir indio? Porque [Pedro Álvares] Cabral llegó aquí en 1500 y creyó que había arribado a la India. Más tarde, este término dejó de ser políticamente correcto y se estableció que era mejor utilizar “indígena”. Esta denominación significa que uno es nativo de este lugar. Hoy en día, utilizar la palabra “indio” está mal visto, pero en sí mismo, este no es un término peyorativo, pese a su origen colonial. En la actualidad, la denominación que se considera más apropiada es “pueblos originarios”, pero yo no suelo utilizarla.
Retrocedamos en el tiempo y hablemos de su infancia…
Vivíamos en el interior del estado de São Paulo, en São Carlos. Luego nos vinimos a vivir a la capital paulista. Mi padre era fiscal de la procuración pública y mi madre licenciada en letras. Ella hablaba varias lenguas, pero era ama de casa. Mi abuelo materno, Afrânio Amaral, fue una influencia muy importante, era un fuera de serie. Fue médico y más tarde director del Instituto Butantan. Cuando pasaba una temporada en su casa me enseñaba griego y latín. En uno de esos viajes encontré una especie de revista, que todavía conservo conmigo, con dibujos de indios norteamericanos. Por entonces tenía unos 14 años y empecé a interesarme por el tema. Años después, cuando fui a vivir con los guaraníes, mi abuelo aprendió la lengua en un año para hablarla conmigo. También estudié en la Escuela Libre Superior de Música, en el barrio de Higienópolis, donde tocaba la flauta dulce, el clarinete y también cantaba. Mi padre no estaba de acuerdo, así que a los 15 años empecé a trabajar y mi abuelo me pagaba las cuotas. Hace poco he vuelto a tocar y a cantar.
¿Cómo fue su ingreso a la universidad?
Estudié Ciencias Sociales en la Universidad de São Paulo [USP], entre 1974 y 1978. En la clase inaugural, recuerdo que uno de los profesores, ahora famoso, dijo: “Los que hayan venido a esta carrera para trabajar en antropología pueden olvidarse, porque los indios están desapareciendo”.
¿Eso la desanimó?
Para nada, no es fácil desanimarme.
¿Y qué ocurrió?
Durante la carrera, siempre decía que quería trabajar con los indios, pero la brecha entre la academia y los indigenistas era muy grande. La frase “trabajar con los indios” no tenía sentido. Lo que se aceptaba era estudiar a los indios. En 1976, en la facultad, vi un documental sobre los guaraníes de Mato Grosso do Sul. Era obra del antropólogo Rubem Ferreira Thomaz de Almeida [1950-2018]. Al finalizar la proyección, él invitó a los alumnos interesados a conocer mejor una iniciativa en curso con los guaraníes. Se trataba de un proyecto vinculado a antropólogos de Paraguay, financiado por la institución alemana Brot für die Welt [Pan para el Mundo], que aún hoy en día patrocina actividades con pueblos indígenas en todo el mundo. Yo estaba terminando el tercer año de la facultad y me sumé al proyecto, viajando a la aldea en las siguientes vacaciones de verano, en enero. Cursé el último año de la carrera yendo y viniendo entre Mato Grosso do Sul y São Paulo. Como parte de esa iniciativa, De Almeida y un compañero mío de la facultad, Celso Aoki, estaban elaborando un proyecto de huertas comunitarias y viajaban de aldea en aldea. Pero yo quería quedarme en un lugar, aprender la lengua y trabajar con las mujeres. Cuando llegué a la aldea, hubo una reunión que duró todo un día, que es la manera en que los guaraníes resuelven las cosas. Solo hablaban en guaraní, me señalaban y se reían. Más tarde pude entender que estaban debatiendo sobre quién adoptaría a la blanca. La familia que me adoptara tendría que alimentarme, alojarme y educarme. Yo era una completa ignorante, no hablaba su idioma. Una pareja me aceptó y esa misma noche ya dormí en su casa. Ahí empecé a notar nuestra gran ignorancia. El único libro de antropología sobre ellos que existía en Brasil era Aspectos fundamentais da cultura guarani [Aspectos fundamentales de la cultura guaraní], escrito por Egon Schaden [1913-1991].
¿Fueron muchas metidas de pata?
Una tras otra. Había una señora, que era mi abuela, por así decirlo, que evitaba toparse conmigo cuando yo iba a la huerta o incluso al arroyo a darme un baño. Decía que yo tenía fuego en la mirada y le quemaba. Durante todo un año, cuando me veía por los senderos se escondía en el bosque, para no cruzarse con mi mirada. Poco a poco, los guaraníes me fueron educando. Pusieron a una niña, que por entonces tenía siete años y ahora ya es abuela, a enseñarme lo básico de la conducta. Con el paso de los meses aprendí su idioma y leí todo el material etnológico existente sobre ellos en Paraguay.
Los garimpeiros ingresaron a las tierras mundurukus en balsas del tamaño de un estadio de fútbol
¿Se casó, tuvo hijos?
Me casé en 1978 y luego tuve a Laura y a Francisco. Ya vivía con los guaraníes y los llevaba, de bebés y después de niños, a la aldea conmigo. A su padre le parecía absurdo, él pensaba que tras ser madre yo iba a dejar de trabajar. Mi segundo matrimonio fue con alguien que conocí en un curso que impartía en el Consejo Indigenista Misionero [Cimi]. Tuve a mi tercer hijo, João Pedro, quien no llegó a visitar conmigo la tierra de los guaraníes, pero ha ido muchas veces a la Amazonia. Mi única nieta, Luzia, es hija de Francisco.
Cuando comenzó a llevar a sus hijos a la aldea guaraní, ¿eso cambió su aceptación en la comunidad?
Sí, por cierto. Cuando llevé a Laura siendo una bebé, Antonina, que era mi madre-hermana indígena, me dijo: Dejala acá, que yo la educaré mucho mejor que vos”. La segunda vez que Laura fue a la aldea ya gateaba, y se iba a lugares que no debía, hacia la hoguera, por ejemplo. Entonces ellos hicieron un pozo en el patio para que se quedara adentro y aprendiera a salir y caminar. En ese contexto de su niñez, acabó surgiendo todo un universo de conversaciones al que de otra manera yo no habría tenido acceso. Al llevar a mis hijos, aprendí mucho sobre el modo en que ellos educan.
Con los guaraníes usted realizó una labor pionera en la educación escolar.
Después de haber pasado seis meses en la aldea, ya hablaba algo de guaraní. Un día, me reuní con unas mujeres que me mostraron un cuaderno, de esos que los niños completan para alfabetizarse, que se usaba en la escuela que existía en el puesto de la Funai. ¡Pero me lo estaban mostrando al revés! Tenía dibujos de uvas, de aviones. Dijeron: “Nuestros hijos están aprendiendo esto, pero no sabemos lo que significa en guaraní”. Me di cuenta de que ni siquiera los dibujos tenían significado. Madres y niños no entendían el contenido. Me pidieron que les enseñara a leer y escribir, a ellas y a los niños. Primero en guaraní, y luego en portugués.
Entonces, ¿fue a pedido de ellas que la educación se convirtió en tema de trabajo para usted?
Así es. Y trabajé en la educación escolar por el resto de mi carrera. Aquel puesto de la Funai era una casilla de madera con suelo de cemento apisonado, una pequeña ventana, un pizarrón y unos cuantos pupitres desvencijados y roídos por las cucarachas. Eso era la escuela, que para ellos no tenía el menor sentido. Saqué todo, abrí las ventanas y nos sentamos en el suelo. Pero el suelo estaba helado. Empezamos a romper el cemento para hacer un piso de tierra y poder encender hogueras, porque hacía mucho frio. Sin embargo, me di cuenta de que era demasiado ignorante como para enseñarles a los niños. Me preguntaban cosas que no sabía responder. Los guaraníes-kaiowás están familiarizados con seres invisibles, por ejemplo, y yo no sabía cómo lidiar con ello.
¿El guaraní es una lengua oral?
Utilizaban simbolismos gráficos. Por ejemplo, cuando dibujaban una especie de estrella, eso significaba que ahí había leña para la hoguera. Tenían símbolos para representar a los árboles y a los seres. En Paraguay, los lingüistas ya habían hecho la transcripción de la lengua guaraní al alfabeto occidental. Me fui allá durante un mes y medio para aprender el idioma escrito y me di cuenta de que tendríamos que formar profesores de guaraní-kaiowá en Brasil, para enseñarles a los niños. En 1979 celebramos el primer encuentro nacional de educación escolar indígena en São Paulo, financiado por la Fundación Ford, con la participación de la Comisión Proindígena del Departamento de Ciencias Sociales de la USP, entre otras instituciones, tales como el Cimi y la Funai.
¿Hasta cuándo estuvo trabajando en la aldea?
Hasta 1991. Pasaba seis meses allá y regresaba a São Paulo otros tantos, y así durante todos esos años. En ese entonces, Mato Grosso do Sul se estaba deforestando y se abría el terreno para la explotación agropecuaria. La apertura de una granja significa utilizar dos tractores inmensos que arrastran una enorme cadena que arrasa con todo. Cuando los granjeros se encontraban con comunidades indígenas, llamaban a la Funai para expulsarlos de las tierras. Su misión era desalojarlos y reubicarlos en reservas que el mariscal Rondon [1865-1958] había delimitado a principios del siglo XX. Una de ellas era la de Taquaperi, en donde vivía yo. Llegaban familias enteras procedentes de otros lugares. Esto empezó a generar muchos conflictos en la zona y muchas de estas familias huían. Como yo hablaba la lengua guaraní, la Funai me pedía que encuentre a los que habían sido desalojados. Los expulsaban y quedaban alojados en campamentos al borde de la ruta o en reservas superpobladas. La forma de ser guaraní lleva implícita una línea de conducta: nunca se habla enojado con nadie, nunca se grita. Por esa razón, ellos no reaccionaban violentamente ante los desalojos, incluso porque, además, se les decía que después podrían regresar. Les quemaban las casas y los sacaban en camiones. En aquella época hubo muchos suicidios, incluso entre jóvenes.
¿Cómo continuó su vida académica luego de esa experiencia?
En 1982 inicié una maestría en la USP, cuando todavía residía con los guaraníes. Quería estudiar lo que estaba viviendo y las antropólogas del posgrado querían que escribiera una tesina teórica, algo que no me interesaba. Así que regresé a la aldea y cuando volví de nuevo a São Paulo, me enteré de que mi directora de maestría me había desafectado del programa. No le di importancia, porque no creía que la vida académica fuera para mí.
¿Cuándo empezó a cambiar la postura de la academia al respecto de los pueblos originarios?
En 1988, con la Asamblea Constituyente, comenzó a desarrollarse una nueva línea teórica en la antropología. Según esta nueva corriente, los indios no iban a desaparecer, como habían predicho anteriormente otros intelectuales. En ese proceso, cumplieron un rol preponderante antropólogos como Manuela Carneiro da Cunha y Eduardo Viveiros de Castro, quienes empezaron a apoyar la idea de que la cultura abarca los mecanismos a través de los cuales un pueblo entra en contacto con otro y se modifica. Con todo, incluso tras este contacto, siguen siendo ese pueblo.
¿Cómo se acercó a la Unicamp?
En 1990, participé en un encuentro de docentes indígenas en Manaos y ellos me invitaron a visitar la región del alto río Negro. Ya sabían leer y escribir y querían aprender a desarrollar proyectos para obtener financiación y realizar un censo demográfico. Se estaba realizando un proceso de demarcación de territorios y el que entonces era el gobernador del estado de Amazonas decía que en la región había solamente 3.000 indios. En cambio, el Cimi hablaba de 30.000. Los antropólogos que trabajaban en la región decían que no era posible hacer el censo, pero yo lo consideraba perfectamente factible. No sabía nada de demografía, pero me dirigí a la Unicamp y conversé con Maria Coleta de Oliveira, quien después fue mi directora de tesis doctoral. Ella es antropóloga demógrafa, nunca había trabajado con indígenas, pero fue una visionaria y estuvo de acuerdo en que era posible hacer el censo. En 1992, elaboramos un cuestionario sencillo, lo mimeografiamos y llevamos a cabo el censo con la ayuda de los docentes indígenas de la región. Visitamos 300 aldeas y contabilizamos más de 20.000 personas viviendo en la zona del alto río Negro.
¿Así fue que entonces se convirtió en demógrafa?
Exacto. Cuando finalizamos el censo, montamos un banco de datos digitalizado. Llevamos la primera computadora al río Negro. Aquella es una zona fronteriza. Cuando llegamos, aparecieron varias instituciones, entre ellas organizaciones no gubernamentales y militares, que nos solicitaron acceso a nuestra base de datos. El Ejército quería saber todo sobre la ubicación de las aldeas de la región. Les dije: “El banco de datos pertenece a la Federación de Organizaciones Indígenas del Río Negro”. Después de esto empecé el doctorado en demografía en la Unicamp. Para elaborar mi tesis, empecé a viajar por las comunidades del río Negro.
En la forma de ser guaraní nunca se le grita a nadie. Por esa razón, ellos no reaccionan con violencia ante los desalojos
¿Ahí fue cuando descubrió que las poblaciones indígenas estaban creciendo?
La defensa de mi tesis doctoral fue difícil. Había constatado que el promedio de hijos por mujer, en la zona del río Negro, era siete. Por entonces, la media de hijos por mujer en Brasil era dos. Ahora es 1,1. En otras palabras, afirmaba que las mujeres de los pueblos indígenas tenían, en promedio, un número de hijos mayor que la media del país y, por esta razón, su población venía recuperándose. Fui la primera que lo dijo. Los demógrafos no lo creían así y las críticas en mi contra arreciaron. Por suerte, en el jurado que me evaluaba había dos antropólogas que estaban observando el mismo fenómeno en el río Negro y en el Xingú y ellas me apoyaron. Hasta entonces, la opinión dominante era que esa población iría disminuyendo hasta finalmente extinguirse.
¿Cómo influyeron sus conclusiones en la formulación de políticas públicas?
Después de haber demostrado que la población indígena se estaba recuperando, otros investigadores comenzaron a detectar el mismo fenómeno en otras regiones, como en el Xingú, por ejemplo. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) me invitó a participar en varios encuentros y seminarios, en los que analizamos los datos y discutimos sobre los perfiles y las dinámicas demográficas de los pueblos indígenas de América Latina y el Caribe. Llegamos a la conclusión de que el fenómeno de la recuperación poblacional era algo que estaba aconteciendo en toda la región. A partir de estos hallazgos, en 2001 creamos la Asociación Brasileña de Estudios Poblacionales [Abep], un comité de demografía indígena. En Brasil, la dinámica demográfica de los pueblos indígenas era totalmente inversa a la del resto de la población. Mientras que la fecundidad brasileña descendía, la fecundidad indígena crecía. Empezamos a darle más visibilidad a ello, con la mira puesta en la elaboración de políticas públicas. Hay que tener en cuenta estos datos para poder calcular la necesidad de medicamentos, enfermeros, centros de salud y escuelas.
En 2012 se convirtió en la primera mujer presidenta de la Funai.
Desde principios de la década de 1990 trabajaba como consultora de los ministerios de Educación y Salud de Brasil en los temas que comprendían la educación y la salud indígena. En 2012, me invitaron a asumir la presidencia de la Funai. Cuando me llamaron les pregunté: “¿A cuántos se la han ofrecido?”. Descubrí que yo era la séptima. Nadie quería presidir la Funai, porque nadie sabía qué hacer con los indios. Yo acepté, porque soy indigenista, iba a sentirme en casa. Cuando asumí, conversé con todo el personal. Aquel fue el primer año en que la Funai ejecutó el total de su presupuesto, fue un trabajo arduo. Que una persona sea antropóloga o indigenista no significa que vaya a ser una buena ejecutora de políticas públicas. Son cualidades diferentes. Hace falta hacer un buen trabajo para lograr que el personal se comprometa con los proyectos. Por ejemplo, las escuelas indígenas no pueden estar hechas de cemento. Resulta ilógico llevar cemento por 500 kilómetros río arriba, desde la ciudad de São Gabriel da Cachoeira, a través del río Negro, porque el costo es demasiado alto. Por lo tanto, es mejor construir las escuelas con madera de buena durabilidad y con techos de tejas ecológicas o paja, materiales que podemos encontrar en las comunidades o no muy lejos de ellas. Dicho de otro modo, si la persona no conoce Brasil y la administración pública local, por más que sea un buen antropólogo o indigenista, no hay manera de que pueda ser un buen presidente de la Funai. Me mantuve por algo más de un año en la presidencia. Tuve muchas dificultades con los antropólogos y también con el gobierno, que no autorizaba lo que yo creía que era necesario hacer. Eso también repercutió en mi salud.
¿Cree que la presencia indígena en la dirección de la Funai sería una forma de asegurar una buena gestión?
Así como ser mujer no garantiza que alguien sea feminista, ser indígena no asegura que sea un buen indigenista. No creo que sea una buena idea establecer que solo ellos pueden ser funcionarios de la Funai. Esta es la primera lección: no sirve de nada saber de antropología, de etnología, si uno no sabe lo que realmente está ocurriendo ni quién está haciendo qué. Me parece bien que los indios quieran hacerse cargo de la Funai, pero deben saber que va a costarles mucho trabajo y que deberán contar con la ayuda de los indigenistas.
Nunca voy a olvidarme de la marca del machete en mi cuello. En Brasil, quienes son indigenistas sufren este tipo de violencias
¿Cuál es el estado actual de la Funai?
La fundación ha sido militarizada y también se les ha dado el control a los misioneros fundamentalistas envangélicos, que quieren civilizar a los indios y “sacarles el diablo del cuerpo” a las culturas indígenas. Se está ejecutando muy poco de su presupuesto. Pese a ello, hay un plantel de indigenistas técnicos muy buenos, que son los recientemente concursados, como era el caso de Bruno Pereira, que fue asesinado. Antes había 800 empleados, pero muchos se han jubilado. Por lo tanto, es necesario llamar a concurso y capacitar al personal, principalmente en el área de gestión ambiental y territorial, además de crear proyectos de economía circular. Otra tarea que ha sido muy poco ejecutada por la fundación es la de fomentar la difusión de la cultura indígena entre las escuelas no indígenas.
¿Qué puede esperarse del próximo Censo?
El Censo de 1991 no incluyó a las comunidades más apartadas del río Negro, solamente pasó por las ciudades. Yo integraba la Comisión de la Sociedad Civil del Censo cuando empecé a hacer campaña por la inclusión del apartado indígena en los sectores censuales que coincidían con las tierras indígenas. Según la ubicación, en 2010, el agente del Censo comenzó a tener acceso a preguntas referidas a la lengua y a la etnia. El Censo que está en marcha ahora incluye un cuestionario por comunidad indígena. En el de 1991 se identificaron 180 pueblos. Después de eso hemos mapeado 305. Estimo que en el actual llegaremos a los 400.
¿Cuál es actualmente su actividad principal?
Trabajo como investigadora del Nepo desde 2005. Aprobé el concurso al finalizar mi doctorado, en 2003. Trabajo con investigación-acción: investigación e intervención social. En los últimos años he sido miembro de la comisión técnica del IBGE [el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística] del Censo como responsable de los descendientes de palenqueros o quilombolas, a quienes tuve que empezar a estudiar. He organizado mis grabaciones de canciones y revisado fotografías, y voy a devolvérselas a ellos, mediante la organización de exposiciones y otras actividades. También soy miembro del Consejo Consultivo del Fondo de Población de la ONU en Brasil, del Consejo Directivo del Instituto Socioambiental y coordinadora del grupo de trabajo Demografía de los Pueblos Indígenas de la Abep.
¿Cómo ha vivido la pandemia?
Yo tengo una inmunodeficiencia. Mi médico no sabe si ha sido consecuencia de haber padecido mucha malaria o si tiene un trasfondo genético. Por lo que la pandemia afectó mi vida social, ya que aún no puedo asistir a los lugares donde haya mucha gente. No puedo correr riesgos, y vacunarme no sirve de nada porque mi sistema inmunitario no logra crear defensas. Solo veo a mis hijos y abrazo a mi nieta con la mascarilla puesta. Ella va a cumplir 6 años. Durante el primer año de la pandemia, cuando no había vacunas, perdí a varios amigos indígenas de edad avanzada. Ahora hago muchas cosas por WhatsApp. Hemos creado una organización llamada Unión Amazonia Viva, a instancias del fotógrafo Sebastião Salgado. Soy amiga de los Expedicionários da Saúde, una organización no gubernamental de médicos de Campinas que trabaja atendiendo urgencias y se ha organizado para prestar atención sanitaria a los indígenas. Junto a otros médicos que estaban trabajando en territorio indígena, como los del Proyecto Xingú de la Unifesp [Universidad Federal de São Paulo] y de la Secretaría Especial de Salud Indígena del Ministerio de Salud, instalaron conjuntos de hamacas con oxígeno. Todo el 2020 lo pasé enfrascada en este proyecto. Era necesario aislar las aldeas y no había comida, así que también colaboré en la organización de donaciones de canastas básicas.
Durante esta trayectoria tan multifacética, ¿ha sentido miedo en alguna situación?
Muchas veces. Cuando vivía en la aldea de Taquaperi, en la década de 1980, el proyecto en el que estaba trabajando tenía una casa en la ciudad de Amambai, ubicada a 30 km. Una vez cada tres meses, aproximadamente, iba a la ciudad. Cierto día, una mañana, bien temprano, me desperté y encendí la cocina de leña para prepararme el mate. Oí un ruido en la puerta principal, que no estaba atrancada, y un granjero la abrió de repente con un machete en la mano. Me puso la hoja en el cuello y me dijo: “Ustedes, los antropólogos, no tienen ni idea de dónde se están metiendo”. Nunca olvidaré la marca del machete en mi cuello. Luego retiró el arma sin lastimarme, pero quedé aterrorizada. Antes de eso, unos camioneros ya habían amenazado con violarme cuando esperaba el autobús al costado de la carretera. Pero llevaba conmigo un espray de gas pimienta que utilicé contra ellos y logré huir. Cuando era la presidenta de la Funai, también fui objeto de varias amenazas telefónicas e intimidaciones de visitantes inesperados que se aparecían en mi despacho. En Brasil, quienes son indigenistas en algún momento han padecido este tipo de violencias.