En la década de 1930 se crearon siete campos de concentración en el estado de Ceará para confinar a los migrantes que huían de la sequía. El campo denominado Patu, el único que conserva sus ruinas parcialmente conservadas, que funcionó entre 1932 y 1933 en la localidad de Senador Pompeu, a unos 270 kilómetros (km) de Fortaleza, la capital del estado, fue recientemente declarado patrimonio histórico-cultural del municipio y ahora atraviesa un proceso legal similar en la esfera estadual. Investigadores e integrantes de la sociedad civil presionaron al gobierno municipal para crear un plan de salvaguardia para las ruinas del sitio.
La declaración como patrimonio histórico municipal fue el resultado de un proceso que dio comienzo en la década de 1990, un período en el cual los estudios académicos sobre la sequía comenzaron a rescatar la historia del campo y los movimientos sociales comenzaron a promover acciones en aras de la preservación de su acervo histórico. La historiadora Kênia Sousa Rios, de la Universidad Federal de Ceará (UFC), autora de estudios pioneros sobre el Patu y otros seis campos de concentración creados en el estado en la década de 1930, explica que el origen de esos lugares se remonta al final del siglo XIX, cuando algunas familias de Fortaleza comenzaron a enriquecerse gracias al cultivo del algodón, que impulsó un auge del desarrollo urbano. En simultáneo, entre 1877 y 1879, el estado atravesó un período de sequías intensas que impulsaron el éxodo de 100 mil campesinos hacia la capital, que por entonces albergaba a una población de alrededor de 30 mil habitantes. La mayoría de los migrantes pertenecía a familias de pequeños agricultores, que incluían ancianos, adultos y niños, provenientes también de otros estados del nordeste. “La llegada de toda esa gente desestructuró el proceso de desarrollo urbano y el estado empezó a elaborar estrategias con miras a contener el flujo de los damnificados que arribaban a la capital”, relata Sousa Rios.
Ronald de Figueiredo, del Instituto Federal de Educación, Ciencia y Tecnología de Ceará (IFCE), campus de Tauá, explica que el éxodo se repitió durante la gran sequía de 1915, de manera tal que el gobierno instauró el campo de concentración de Alagadiço, en las cercanías de Fortaleza, que llegó a albergar a unas 8 mil personas. “El discurso político de la época apuntaba a inculcar la idea de que ese sitio pretendía brindarles asistencia a los migrantes cuando, en realidad, el objetivo principal era apartarlos del centro de la ciudad”, informa. En investigaciones que se llevaron a cabo para los informes oficiales de la Intervención de Ceará, que salieron publicados en ocho periódicos de la época, entre ellos, Gazeta de Notícias, O Povo y Correio do Ceará, y se conservan en la Colección de la Biblioteca Pública de Documentación del Departamento de Historia de la UFC, Sousa Rios verificó que fue en 1915 que la gobernación de estado utilizó por primera vez el término “campo de concentración” para referirse al espacio de contención de los damnificados por la sequía.
A partir de 1930, el crecimiento de Fortaleza se intensificó, rememora la historiadora, lo cual demandó obras de modernización y remodelación urbana. Al mismo tiempo, la corriente de expansión comenzó a atraer cada vez más a habitantes de otras regiones del estado, en busca de mejores condiciones de vida. “Entre la aristocracia capitalina se palpaba un anhelo de modernidad, y por eso comenzaron a presionar al gobierno para instaurar mecanismos de control de la circulación de pobres, que pedían limosnas y eran vistos como potenciales portadores de enfermedades o como saqueadores de mercados”, comenta.
Como el enclave de Alagadiço, de 1915, no resultó suficiente para contener el amplio éxodo hacia la capital, cuando se produjo la gran sequía posterior, en 1932, el estado resolvió crear otros siete campos de concentración. “En aquel momento, la presión de los pobladores ricos devino en una política pública”, relata la historiadora. El proyecto fue llevado a cabo por la gobernación del estado junto al Ministerio de Transporte y Obras Públicas del gobierno de Getúlio Vargas (1882-1954) y contemplaba la creación de guetos para el confinamiento de los damnificados. “Se los vigilaba permanentemente y no podían salir, a no ser que fuera para trabajar en obras públicas o en los ingenios de la región. A cambio, recibían una comida diaria”, dice Sousa Rios.
De Figueiredo, del IFCE, explica que seis de esos campos se erigieron en las adyacencias de las estaciones del ferrocarril de Baturité, que los refugiados utilizaban para llegar hasta la capital. El primer tramo de la línea férrea se inauguró en 1872, y operó para el transporte de pasajeros hasta mediados de la década de 1980. Tan solo uno de los campos no estaba ubicado cerca de las vías, cinco de ellos funcionaban en el interior del estado y otros dos, de menores dimensiones, en los alrededores de Fortaleza. En la prensa de la época, el gobierno presentaba a los campos como parte de una política de ayuda y asistencia social, y los damnificados se dirigían a ellos en forma espontánea, ilusionados con la promesa de provisión de alimentos, atención médica y hospedaje. “Al llegar, se daban cuenta de que las estructuras eran precarias. Los sitios que alojaban a la gente eran grandes cobertizos de paja”, relata la profesora de la UFC.
De acuerdo con Sousa Rios, los campos de concentración fueron pensados para albergar a 3 mil personas, pero algunos recibían hasta 18 mil, como fue el caso del Patu. “Ese sitio es el único que aún conserva las ruinas de esa época y por eso terminó siendo el más conocido”, dice la historiadora. El campo de Senador Pompeu disponía de una estructura de mampostería porque para su construcción se aprovecharon 12 casonas de estilo neocolonial, que se habían construido como viviendas para las obras de construcción de la represa del río Patu, en 1919.
Pertenecientes al Departamento Nacional de Obras contra las Sequías (Dnocs), que en aquella época se denominaba Inspección Federal de Obras Contra las Sequías (Ifocs), en 1932 esas edificaciones fueron cedidas por la Unión, para que la gobernación del estado pudiese instalar el campo de confinamiento. Se calcula que en algunas de esas casonas vivían alrededor de 300 personas. Los refugiados también eran alojados en tiendas diseminadas por el predio. Si bien no existen registros oficiales, se estima que la mitad de los que pasaron por Patu murieron de hambre, o como consecuencia de enfermedades tales como el tifus y el sarampión, y fueron enterrados en fosas colectivas. “Los libros parroquiales de algunas iglesias de la región contienen relatos de curas que visitaban los campos, refiriendo que diariamente daban la extrema unción a decenas de personas”, comenta Sousa Rios, quien obtuvo idéntica información en entrevistas con sobrevivientes. Los siete campos funcionaron hasta 1933, cuando las lluvias regresaron y los exiliados retornaron a sus lugares de origen, con boletos de tren que les facilitó el propio gobierno. “Algunos de ellos se dirigieron a Fortaleza, que entonces experimentó una expansión del proceso de favelización”, informa Sousa Rios, quien calcula que entre 1932 y 1933, más de 100 mil personas pasaron por los campos de concentración de Ceará.
Djamiro Ferreira Acipreste, del Departamento de Derecho de la Universidad Regional de Cariri (Urca), recuerda que el fantasma de la Segunda Guerra Mundial, que “estableció un nuevo pacto civilizatorio y humanitario, y condenó con vehemencia los campos de concentración y de exterminio del holocausto”, fue decisivo para la desaparición de la documentación relacionada con los campos cearenses. En su lugar, el gobierno pasó a construir conjuntos habitacionales en los suburbios de Fortaleza. En 1959, con la creación de la Superintendencia de Desarrollo del Nordeste (Sudene), se dio inicio al debate acerca de cómo convivir con la sequía por medio de políticas de riego y proyectos de presas. “A partir de 1945, los campos de concentración fueron cayendo en el olvido”, relata Acipreste. “Hoy en día, muchos de los pobladores locales desconocen su historia”.
Ese era el caso de De Figueiredo, del IFCE, residente en la ciudad de Crato, donde funcionó el Buriti, el mayor campo de concentración de la región, que llegó a albergar a 70 mil personas provenientes de los estados de Piauí, Bahía, Pernambuco, Rio Grande do Norte y Paraíba. Según él, desde el final del siglo XIX, la región de Crato atrae a migrantes provenientes de otras áreas. “Ella está ubicada cerca de la frontera con otros estados, posee muchos manantiales y se la conoce como el oasis de la región del Cariri”, explica. Además, las peregrinaciones del Padre Cícero (1844-1934), nacido en esa ciudad, también atraían a migrantes.
Hasta 2005, cuando comenzó su carrera de grado en la Urca, De Figueiredo ignoraba la historia local, que empezó a conocer a partir de la lectura de los trabajos de autores tales como Kênia Sousa Rios y Frederico de Castro Neves, también docente en la UFC. “No hay evidencia material de la existencia de ese campo. El barrio que se llamaba Buriti cambió de nombre a Muriti, en un intento por hacer desaparecer de la memoria colectiva ese acontecimiento. Yo viví toda mi vida en ese sitio y recién me enteré de su existencia en la facultad”, relata De Figueiredo, quien defendió una maestría sobre el tema en 2015.
Devoción popular
El abogado Valdecy Alves, nacido en Senador Pompeu y uno de los líderes principales del movimiento social que, junto con historiadores, dio origen al proceso de resguardo patrimonial del campo, recuerda que en su infancia los niños tenían al Patu por una zona embrujada, mientras que los adultos se dirigían al lugar para cumplir promesas. “Sin las casas de mampostería que poseía el Patu, el resto de los campos utilizaban chozas de palos de madera cubiertas con hojas de palmera. Cuando los cerraron, el gobierno les prendió fuego y las estructuras desaparecieron”, relata Alves. En Senador Pompeu, parte de la población más antigua se acordaba de esos acontecimientos y utilizaba el sitio en donde se habían enterrado los muertos para pagar promesas. El historiador Aterlane Martins, docente del IFCE, campus de Quixadá, comenta que, atento a esos desplazamientos, en 1982, el sacerdote italiano Albino Donatti propuso la organización de una peregrinación en memoria de los fallecidos. Con el nombre de “Marcha de la sequía”, la misma se realiza cada año en el mes de noviembre. Sale del centro de la ciudad, y cubre un trayecto de 4 km hasta el lugar donde estarían las fosas comunes. Anteriormente un terreno baldío, hoy ese sitio cuenta con una estructura simbólica a modo de cementerio. “Los devotos colocaron lápidas y, en las marchas, les llevan flores, velas, pan y agua”, informa Martins. Según él, entre los visitantes existe la creencia de que los muertos pueden concederles favores a los devotos.
La historiadora Karoline Queiroz e Silva, quien defendió una maestría sobre el campo en 2017, explica que antes de que el cura organizara la marcha la gente refería que en ese lugar habían visto almas y comenzaron a encender velas y llevarles exvotos (ofrendas, objetos que los fieles suelen ofrecerles a los santos que veneran). Ella recuerda que en cada peregrinación anual participan unas 6 mil personas, que incluso vienen desde otros estados. “Recientemente, aparte de los enseres religiosos, la gente empezó a llevar bidones de agua y semillas, aludiendo a la necesidad de políticas públicas que posibiliten la convivencia con la sequía. Así, el evento adquirió un cariz político”, resalta.
Martins, del IFCE, recuerda que hace 10 años, el ayuntamiento incluyó la peregrinación en su calendario turístico, señalizando con placas los lugares por donde pasa. Más allá de la marcha, él aboga por la realización de actividades culturales en el área preservada, para el mantenimiento de la memoria del campo de concentración. “El proceso de resguardo patrimonial es importante, pero todavía no se ha elaborado un plan de salvaguardia que establezca, por ejemplo, cómo se van a utilizar las edificaciones. Ellas están alejadas del centro, no hay un movimiento diario en el lugar. Como homenaje a quienes estuvieron allí, es necesario generar actividades para relatar lo vivido”, culmina.
Libros
MARTINS, R. A. P. Das santas almas da barragem à caminhada da seca: Projetos de patrimonialização da memória no sertão central cearense (1982-2008). Fortaleza: Museu do Ceará/ Edições IFCE, Coleção Outras Histórias, v. 71, 2017.
RIOS, K. S. Isolamento e poder – Fortaleza e os campos de concentração na seca de 1932. Fortaleza: Museu do Ceará, 2014.