HÉLIO DE ALMEIDAUna sesión de aconsejamiento [counselling], seguida de un llamado telefónico a intervalos de algunas semanas durante un año y medio, bastó para reducir diez veces el índice de suicidio entre las personas que ya habían intentado en otra ocasión poner fin a su vida. Este resultado llama la atención por demostrar que una estrategia simple y prácticamente sin costo puede salvar vidas al crear lazos entre un profesional de la salud dispuesto a escuchar, de un lado de la línea, y, del otro, alguien con la necesidad de hablar sobre un sufrimiento psíquico tan intenso que no le permite ver otra alternativa que no sea la extinción de su propia vida.
“Luego del contacto inicial, realizado aún en el hospital, sólo fue necesario contar con un psicólogo y una línea telefónica a disposición”, comenta el psiquiatra Neury Botega, docente de la Universidad Estadual de Campinas (Unicamp). Botega coordinó el grupo que verificó en Brasil la eficacia de esta estrategia de intervención, como parte de una iniciativa de la Organización Mundial de la Salud (OMS) destinada a disminuir la mortalidad por suicidio, en especial en los países más pobres, que concentran un 85% de los casos de muerte autoinfligida.
Desde enero de 2000 hasta abril de 2004, expertos en salud mental de cinco países recabaron información sobre 1.867 personas que habían intentado suicidarse y fueron atendidas en ocho hospitales de Brasil, India, Irán, China y Sri Lanka. Luego de tratar las eventuales heridas causadas por el intento de suicidio, cada individuo pasó por una entrevista con un profesional de salud mental (psiquiatra, psicólogo y enfermero psiquiátrico) y fue invitado para participar del estudio.
Aquél que aceptó ingresó en uno de los dos grupos. Los 945 integrantes del primer grupo fueron evaluados y derivados a un servicio apropiado de la red de salud. En el segundo grupo, aparte de eso cada persona era informada al respecto de los factores psicológicos y sociales que llevan a alguien a intentar el suicidio y sobre aquellos factores que lo protegen. También aprendieron sobre los índices de suicidio en la población y sobre la posibilidad de que quien ya intentó matarse vuelva a repetir el acto, además de ser orientados al respecto de la disponibilidad de servicios públicos de salud mental.
Una semana después de dejar el hospital, cada uno de los 922 pacientes del segundo grupo recibió una primera comunicación telefónica por parte de un miembro del equipo que lo atendió. Cuando no se contaba con teléfono, los investigadores visitaban a las personas en sus casas -en Vietnam, por ejemplo, tuvieron que utilizar bicicletas para llegar hasta los pacientes. Los contactos, en un total de nueve, se sucedieron a intervalos cada vez mayores y funcionaban en modo similar al trabajo realizado por el Centro de Valoración de la Vida (CVV), entidad filantrópica creada en 1962 en São Paulo, en la cual los voluntarios escuchaban a las personas que marcaban un número telefónico -una de las diferencias es que el equipo del CVV no realiza aconsejamiento. En cada conversación el investigador de la OMS inquiría cómo la persona se estaba sintiendo e intentaba estimularla para realizar un tratamiento médico y encontrar fuerzas para superar las adversidades.
Dieciocho meses después de su internación, los investigadores volvieron a llamar a las personas que habían atendido. De los 827 integrantes del primer grupo que pudieron ser localizados, 18 (el 2,2%) fallecieron debido a suicidio, mientras que sólo 2 de las 872 personas del segundo grupo (el 0,2%) se mataron, informan los investigadores en un artículo publicado a finales de 2008 en el Bulletin of the World Health Organization. “Los contactos regulares indicaban a los pacientes que alguien se preocupaba por ellos”, explica Botega. “El mecanismo de acción de esa estrategia es similar al de una consejería psicosocial: funciona como una red de apoyo emocional de emergencia para quien no cuenta con un sostén eficiente”, escribieron los investigadores en el artículo en el cual detallan el trabajo.
El impresionante resultado de esta iniciativa, conocida por la sigla en inglés: Supre-Miss (Estudio de Intervención sobre el Comportamiento Suicida en Múltiples Lugares), pone en evidencia que, con un mínimo de estructura y preparación técnica, es posible evitar la muerte de quien de hecho no desea morir. Incluso antes de la conclusión de la etapa brasileña del trabajo, en el que fueron tratadas alrededor de 120 personas que habían intentado suicidarse en Campinas, la segunda mayor ciudad del estado de São Paulo, Botega venía demostrando la factibilidad de implantar esa estrategia, aunque con adaptaciones, en la red de salud pública.
En 2003, con la invitación de la jefatura de gobierno de la ciudad de São Paulo, Botega y su equipo capacitaron durante seis meses a 90 profesionales de la salud que trabajaban en la subdistrito Sé, en la región central de la capital paulista, donde residen 415 mil personas, y en el subdistrito Jabaquara, en la zona sur, con una población de 210 mil habitantes. “Quienes eran atendidos en los hospitales de esos dos subdistritos municipales se retiraban con un horario prefijado para su regreso y el nombre del profesional que los atendería”, cuenta Botega. Los psicólogos llamaban a la casa de quien no comparecía a la consulta y, si no lo encontraban, solicitaban a un agente del Programa de Salud Familiar que fuese a visitarlo en su domicilio.
Meses después de la capacitación, el psiquiatra de la Unicamp, quien hace casi dos décadas investiga las razones que conducen a las personas a intentar la auto-aniquilación, se sorprendió al conocer que el grupo capacitado por él seguía reuniéndose para acompañar a las personas en riesgo de suicidio. Desde 2008, Botega y su equipo preparan alrededor de 300 profesionales de la red de salud de Campinas para detectar, atender y prevenir los intentos de suicidio. Él aguarda ahora la concesión de becas del Ministerio de Salud para dar inicio a un proyecto aprobado en 2008: instruir a 700 profesionales de salud de diferentes municipios, quienes deberán propagar el conocimiento sobre cómo lidiar con las personas en riesgo de suicidio.
HÉLIO DE ALMEIDADurante el curso se informa sobre los índices de suicidios y los grupos considerados de mayor riesgo. Se enseñan técnicas para lidiar con quien se encuentra en estado de depresión profunda a punto tal de pensar en matarse y también a prestar atención a las señales de alerta que emiten esas personas. “Pueden proporcionar indicios más concretos y decir. ‘No quiero vivir más’, ‘Un día voy a desaparecer’ o ‘Ya van a extrañarme ustedes’, o bien dar pistas indirectas, tales como alterar hábitos, comenzar a repartir objetos personales o visitar amigos y familiares que hace mucho tiempo no ven”, cuenta la psicóloga Blanca Guevara Werlang, de la Pontificia Universidad Católica de Río Grande do Sul (PUC-RS), quien junto a Botega integra el grupo del Ministerio de Salud que desarrolla una estrategia nacional de prevención del suicidio.
Uno de los desafíos del psiquiatra de la Unicamp es desterrar los prejuicios y las ideas erróneas que tienen muchos profesionales de la salud al respecto del suicidio. Según él, resulta común imaginarse que quien amenaza matarse no lo hace o que hablar del tema con quien se encuentra deprimido o profundamente desamparado puede inducir al autoexterminio. Es probable que esa creencia provenga de un caso histórico: una secuencia de suicidios ocurrida en Europa a finales del siglo XVIII luego de la publicación de la novela Los padecimientos del joven Werther, del escritor alemán Johann von Goethe, en la cual el protagonista se suicida por causa de un amor no correspondido. Para Botega, no obstante, hablar sobre los planes de suicidio puede ayudar al paciente a intentar otras salidas para terminar con su sufrimiento.
“Por eso trabajamos para modificar la manera en que los profesionales de la salud enfocan el problema, para que pierdan el miedo de aproximarse a la persona que se halla en riesgo”, cuenta Botega. “Cuanto más abiertamente habla la persona acerca de la pérdida, la soledad y la desvalorización, menos confusas se tornan sus emociones. La persona entonces se vuelve reflexiva, lo cual es crucial, porque nadie, si no es el propio individuo, puede revocar la decisión de morir”, explica el investigador de la Unicamp, quien ayudó al Ministerio de Salud a elaborar la Estrategia Nacional de Prevención del Suicidio, lanzada en 2006, y un manual sobre el tema para profesionales de salud mental.
Aun cuando no sean imposibles, algunos raros casos de suicidio son el fruto de una decisión racional o de convicción política, ideológica o moral -como es el caso de los atentados cometidos por ataques suicidas, la auto-inmolación de monjes budistas o el acto voluntario de clavarse una espada en el abdomen (harakiri o seppuku) adoptado por los samuráis en el Japón feudal como forma de rescatar el propio honor. “El suicidio racional o filosófico, fruto de un acto de libre pensamiento y sin influencia exagerada de algún trastorno mental, resulta raro”, dice Botega.
Tolerado por algunas sociedades y condenado por otras, el suicidio se considera un problema de salud pública mundial, responsable de la muerte de casi un millón de personas por año. Actualmente, 17 personas se matan en cada grupo de 100 mil, según datos de la OMS. Desde 1950 a la actualidad, el índice de suicidios en los varones creció un 49%, llegando a casi 30 casos por cada 100 mil habitantes, y entre las mujeres aumentó un 33%, siendo de 7 cada 100 mil. Durante este período, el perfil de la población que atenta contra su vida también sufrió alteraciones. Disminuyó el número de ancianos que se matan y aumentó el de los jóvenes. Hasta mediados del siglo pasado, el 60% de las personas que cometían suicidio tenía más de 45 años. Ahora, el 55% tiene menos de 45.
Debido a razones que aún no se comprenden completamente, Brasil y la mayor parte de los países de América Latina registran lo que se considera un bajo índice de suicidios. Pero no existen motivos para quedarse tranquilos. En tan sólo una década, la proporción de brasileños que se matan creció en promedio un 15%: subió de 3,9 casos por cada 100 mil habitantes en 1994 hasta 4,5 por cada 100 mil en 2004 -los hombres suelen buscar formas más violentas, tales como ahorcamiento o armas de fuego, mientras que las mujeres se intoxican. También aquí esa actitud se viene tornando más común entre los más jóvenes, en especial, en la franja que comprende de los 20 a los 40 años, que generalmente consumen medicamentos y drogas en el intento por suicidarse.
Los índices brasileños siguen lejos de los observados en países del Este Europeo tales como Lituania (38,6 por cada 100 mil), Rusia (32,2 por cada 100 mil) o Hungría (26 por cada 100 mil), o incluso de los de países con tasas moderadas, tales como Estados Unidos y Canadá, donde 11 de cada 100 mil personas se suicidan. Pero el tamaño de nuestra población ubica a Brasil entre los diez países con mayor cantidad de suicidas. Según el Ministerio de Salud, 8.550 personas se suicidaron en el país durante 2005 -una por cada hora.
Pero esos son sólo los casos conocidos. Por cada persona que muere, muchas otras lo intentan y no lo logran -o no lo llegan a intentar, pero pensaron seriamente en el asunto. En 2003, el equipo de Botega entrevistó a 515 habitantes en Campinas mayores de 14 años que habían sido sorteados en forma aleatoria como representantes de la población del municipio. Descubrieron que, de cada 100 personas, 17 pensaron alguna vez en matarse, 5 llegaron a elaborar un plan y 3 lo intentaron de hecho. Según un artículo publicado en 2005 en la Revista Brasileira de Psiquiatria, por cada tres personas que ponen el plan en acción, una es atendida en la emergencia médica.
Aunque los intentos son menos comunes entre los adolescentes, existen señales de que una proporción bastante elevada de ellos ya pensó en el suicidio. Hace alrededor de cinco años Blanca Werlang y la psicóloga Viviane Roxo Borges entrevistaron a 730 adolescentes de Porto Alegre, la capital de Rio Grande do Sul, y de Erechim, una ciudad de porte mediano en el norte de dicho estado, con edades entre 13 y 19 años. Descubrieron que el 35% ya había meditado sobre el suicidio. La mayoría chicas, muchas de las cuales presentaban síntomas de depresión.
Curiosamente, los estados del sur del país concentran los índices más elevados de suicidios, en especial Rio Grande do Sul, donde la tasa es de 11 por cada 100 mil, un número dos veces y medio superior al promedio nacional. Buscando respuestas para esa cifra, tan elevado, la médica Stela Meneghel, de la Universidad de Vale do Rio dos Sinos (Unisinos), con sede en localidad de São Leopoldo, evaluó los índices de mortalidad debida a suicidio en Rio Grande do Sul entre 1980 y 1999, notando que durante esos 20 años, la tasa de suicidio creció un 50% entre los hombres, alcanzando 20 por cada 100 mil. Es el doble del promedio de suicidios registrados en el estado, que también creció, describe Stela en un estudio publicado en 2004 en la Revista de Saúde Pública. En números absolutos, los casos de muerte provocada -generalmente por ahorcamiento- pasaron de 642 a 1.093 por año.
Inicialmente, Stela adjudicó la mayor incidencia de suicidios en Rio Grande do Sul a la crisis económica del país, que entre el comienzos de la década de 1980 y mediados de la de 1990, supuso índices crecientes de desempleo y, en ese estado, esencialmente agrícola, la pérdida de tierras de los pequeños productores rurales; al endeudamiento y la disgregación social, cuando padres e hijos se separan, normalmente migrando hacia las grandes capitales en un intento por sobrevivir. “Hubo un empobrecimiento del estado de Rio Grande do Sul”, comenta Stela, quien trabajó con investigadores de la Universidad Federal de Rio Grande do Sul, de la Universidad Federal de Pelotas y de la Agencia Nacional de Control Sanitario.
Profundizando en los análisis en busca de explicaciones más consistentes, empero, ese equipo verificó que no se trataba de las regiones más pobres dónde vivían los “gaúchos” desesperanzados a punto tal de ponerse al cuello el lazo que antes usaran para trabajar. Los suicidios se concentraban en áreas de pequeñas propiedades, al sur, este y norte del estado, ocupadas por descendientes de alemanes adeptos a religiones notorias por su rigor moral. Donde residían mayor cantidad de protestantes, especialmente luteranos y evangelistas adventistas, como en Santa Cruz, Três Passos, Gramado, Canela, Lageado y Estrela, los índices de suicidio eran hasta dos veces más altos que en las ciudades ocupadas por católicos, espiritistas o de religiones de origen africano.
En un estudio clásico de 1897, el sociólogo francés Émile Durkheim ya verificaba que el índice de suicidio era mucho mayor en los países protestantes que en los de mayoría católica. Varios estudios confirmaron esa idea, hallando un bajo índice de suicidas también entre musulmanes y judíos, aunque otros estudios, realizados principalmente en Estados Unidos, no consideran al catolicismo un factor de protección contra el suicidio. Con base en un censo de 1999 de la OMS, la tradición religiosa aparentemente ayuda a detener los ímpetus suicidas. El índice de suicidio es cercano a cero en países musulmanes como Kuwait, ya que el islamismo prohíbe el suicidio. Es mayor en países católicos como Italia (11,2 por cada 100 mil habitantes) o budistas como en el caso de Japón (17,9 por cada 100 mil habitantes). Y mucho mayor en los países conformados por mayoría de ciudadanos ateos, tal como sucede en Rusia.
A la formación protestante, marcada por la extrema valorización del esfuerzo individual y del trabajo, el grupo coordinado por Stela le sumó la rigidez de la cultura alemana. Entonces quedó claro que el empobrecimiento podría ser el detonante para llevar adelante la idea de matarse, pero en esa decisión había también una fuerte influencia de la religión y de la etnia. “Para un brasileño de cualquier otro origen, perder todo no representa el fin del mundo”, dice Stela, cuyas conclusiones contaron con el apoyo de la Federación de Parroquias Luteranas. “Pero los alemanes o sus descendientes no resisten, porque tienen un código moral bastante rígido. Para ellos, verse desempleados u obligados a hipotecar la tierra para saldar deudas es extremadamente doloroso”.
Los especialistas no dudan de que los factores sociales, culturales y hasta económicos influyen en los índices de suicidio. Pero saben que esos factores se hallan lejos de explicarlos completamente. “El suicidio es un problema de causas múltiples y complejas”, expresa Botega.
En los últimos tiempos ha crecido la evidencia de que detrás del suicidio reside casi siempre un problema de salud mental -muchas veces no tratado. Hace algunos años, el psiquiatra brasileño José Manoel Bertolote, del Departamento de Salud Mental de la OMS, analizó informaciones sobre 15.629 casos de suicidio ocurridos en diferentes regiones, principalmente en Europa y Estados Unidos. En el 97% de los casos en que se disponía de datos completos, quien se suicidó presentaba alguna clase de trastorno psiquiátrico. “Las enfermedades psiquiátricas conforman un importante factor de riesgo que aumenta las posibilidades de que una persona cometa suicidio”, explica Botega.
La más común de esas enfermedades es la depresión, marcada por una tristeza profunda y continua y que aparece asociada con la pérdida del interés en actividades anteriormente placenteras. A lo largo de la vida, entre el 5% y 12% de los hombres y de 10% a 25% de las mujeres desarrollan depresión y, entre los gravemente deprimidos, el 15% se mata. El segundo problema más frecuente es el consumo de alcohol y de drogas. En casi un 23% de los casos, quien se suicidó se hallaba alcoholizado o bajo los efectos de otras sustancias. Otros dos problemas comunes entre los que cometen suicidio, son la esquizofrenia, que afecta al 1% de la población y provoca síntomas graves tales como delirios y alucinaciones, y el trastorno bipolar del humor, dónde oscilan períodos de euforia y depresión. En un trabajo publicado en 2003 en el British Journal of Psychiatry, Bertolote calculó que aunque los medicamentos no funcionen en todos los casos, si esos trastornos psiquiátricos fuesen debidamente tratados evitarían 165 mil muertes por suicidio cada año.
Aparte de los problemas psiquiátricos, otro factor que aumenta la probabilidad de desistir de seguir batallando son las características de la personalidad. Durante su doctorado en la Unicamp, bajo la orientación de Neury Botega, Blanca Werlang trazó el perfil psicológico de quienes cometen suicidio, utilizando una estrategia denominada autopsia psicológica. Desarrollada en la década de 1950 por el psicólogo estadounidense Edwin Schneideman, consiste en un verdadero trabajo de detective: reconstruir la personalidad del muerto a partir de pistas que dejó y de informaciones obtenidas de sus amigos y parientes vivos.
Entre 1999 y 2001, Blanca identificó 100 casos de suicidio en el departamento médico legal de Porto Alegre e investigó las circunstancias en que habían sido registrados. Siguiendo el reglamento instituido para averiguar las muertes, logró contactarse con parientes y amigos de 21 personas que se habían suicidado. La lectura de cartas y notas, así como la conversación con familiares y personas cercanas a quien cometiera suicidio llevaron a Blanca a concluir que el hecho inmediato que lo había inducido variaba mucho -desde la pérdida del empleo hasta una disputa familiar. Detrás de ese acto existía un historial de trastornos psiquiátricos (uso abusivo de alcohol, inclusive) y de relaciones complicadas entre los miembros de la familia que alimentaban el desarrollo de una personalidad con dificultades para enfrentar los problemas corrientes de la vida. “Esas personas, en general, incorporan características de la familia y presentan una debilidad psicológica que no les permite percibir soluciones para determinados problemas”, dice Blanca. “Sintiéndose incapaces de reaccionar, optan por la muerte como forma de librarse del sufrimiento intolerable por el que están pasando”.
Quien se suicida suele ser más agresivo y actuar de manera irreflexiva, impulsiva. “La decisión de decir ‘basta’ la toman más fácilmente las personas impulsivas”, afirma el psiquiatra brasileño Gustavo Turecki, coordinador del grupo multidisciplinario de estudios sobre el suicidio de la Universidad McGill, en Canadá, quien considera que el desarrollo de ese rasgo de la personalidad depende de las condiciones vividas en la infancia.
Luego de analizar alrededor de 200 trabajos sobre el suicidio, Turecki y Alexander McGirr sugieren en un estudio detallado en 2007 en la revista Current Psychiatry Reports que el rechazo de los padres y los abusos físicos o sexuales en la infancia funcionarían como un aliciente, favoreciendo el desarrollo de la personalidad impulsiva. “Aunque la personalidad se consolide luego de la adolescencia, las intervenciones en períodos sensibles de su desarrollo podrían producir efectos duraderos y disminuir la vulnerabilidad al suicidio”, comentan en el artículo.
El estudio de un grupo de 4.488 canadienses, desde su infancia hasta el fin de la adolescencia permitió al equipo de Turecki constatar que el comportamiento impulsivo aparece asociado al mayor riesgo de suicidio, independientemente de la aparición de trastornos psiquiátricos. Comparando el nivel de actividad de los genes en el cerebro de las personas que cometieron suicidio con el de las personas que fallecieron en accidentes, los investigadores de McGill identificaron algunas rutas bioquímicas del cerebro que podrían encontrarse alteradas, reduciendo la actividad en la región frontal, responsable del control de la impulsividad. Parte de las personas que se suicidaron presentaban una versión alterada de un gen fundamental para la actividad de los astrocitos, que son las células cerebrales responsables de la nutrición de las neuronas, según un artículo publicado en enero en los Archives of General Psychiatry. El resultado más reciente, anunciado en la edición de marzo de la revista Nature Neuroscience, refuerza la idea de que la propensión al suicidio es determinada durante el desarrollo, al revelar que los suicidas víctimas de abusos en su infancia presentaban una reducción de la actividad del sistema que regula la respuesta al estrés.
Mientras que los equipos de todo el mundo trabajan para comprender lo que motiva a algunas personas a renunciar a la vida, la solución posible reside en la preparación de profesionales de la salud y de otras áreas para identificar a quienes se hallan en riesgo y orientarlos en la búsqueda de ayuda. Blanca defiende incluso que la discusión sobre el suicidio sea un tema abierto para la población. “Hablar de la muerte es difícil, y aún más cuando es autoinfligida”, afirma. “Pero, si no se habla, ¿cómo es que las personas sabrán donde solicitar ayuda?”.
El Proyecto
1. Estudio multicéntrico de intervención en el comportamiento suicida (SUPRE-MISS), de la Organización Mundial de la Salud (nº 02/08288-9); Modalidad Apoyo Regular al Proyecto de Investigación; Coordinador Neury José Botega – Unicamp; Inversión R$ 44.260,55 (FAPESP)
2. Plan de prevención del comportamiento suicida (nº 03/07173-6); Modalidad Programa de Políticas Públicas 1; Coordinador Neury José Botega – Unicamp; Inversión R$ 16.038,82 (FAPESP)