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Entrevista

Roberto Araújo Oliveira Santos Junior: Los límites de un sueño amazónico

El antropólogo del Museo Goeldi dice que la carretera Transamazónica se basó en supuestos erróneos, pero permitió el establecimiento de comunidades de pequeños agricultores

Santos, delante de una ceiba del Museo Goeldi

Irene Almeida

En un artículo publicado en 1966 en el periódico Jornal do Brasil, el ingeniero civil Eliseu Resende (1929-2011), por entonces director del Departamento Nacional de Carreteras (DNER, por sus siglas en portugués) de Brasil, expuso los lineamientos generales del plan de la BR-230, la carretera Transamazónica, que comenzó a construirse en 1970. Al año siguiente, el recientemente creado Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria (Incra) asignó los primeros lotes para pequeños agricultores entre las ciudades de Altamira e Itaituba, en el estado de Pará, y en agosto de 1972, el presidente Emílio Garrastazu Médici (1969-1974) inauguró el primer tramo, de 1.253 kilómetros (km), que conectaba la localidad de Estreito, en el estado de Maranhão, con Itaituba, en Pará. El proyecto de la carretera había sido de 5.662 km, pero finalmente quedó en 4.260 km, siendo sus extremos los municipios de Cabedelo, en el estado de Paraíba, y Lábrea, en Amazonas.

El historiador y antropólogo Roberto Araújo Oliveira Santos Junior, del Museo Paraense Emílio Goeldi, dice que la carretera Transamazónica no unió el norte y el nordeste brasileño con otras regiones del país, que era lo que anhelaba el gobierno. Pero permitió el asentamiento de cultivos agrícolas sostenibles desde el punto de vista ambiental, como el del cacao, con una deforestación menor a la que se observa en el sudeste del estado de Pará, donde predominan los grandes establecimientos ganaderos. Él arribó a la región en 1986, proveniente de París, para estudiar las formas de organización social de las comunidades agrícolas, y regresó varias veces.

De 2009 a 2014, coordinó proyectos en el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales (Inpe), en el marco del Programa Geoma (Geoprocesamiento y Modelado Ambiental de la Amazonia), una red temática de investigación que vinculó la pérdida de la vegetación nativa a los mecanismos de apropiación ilegal de las tierras, una nueva conclusión que hizo hincapié en un proceso económico reiterado, la ocupación ilegal o acaparamiento de tierras, y no solo por parte de actores aislados. Natural de Belém, la capital del estado de Pará, de 61 años, divorciado, padre de tres hijos (dos en Francia y uno en Uruguay) y con una nieta, Araújo Oliveira Santos Junior habló de sus estudios sobre la región y dio su parecer sobre los 50 años de la Transamazónica en esta entrevista concedida por video.

¿Cómo calificaría a las transformaciones e impactos de la Transamazónica? ¿Cuáles han sido los aciertos y en qué se ha fracasado?
La Transamazónica no logró la integración del nordeste y el norte con otras regiones del país, ni tampoco llegó hasta el estado de Acre, como era el plan inicial. Tampoco convirtió a la Amazonia en el granero del mundo, como pretendían los militares. Ellos desconocían por completo las características de la producción agrícola de la región. Pero se transformó en uno de los ejes principales de integración regional, que se completó con la BR-316 [la carretera que une Belém (Pará) con Maceió (Alagoas)]. La Transamazónica también permitió que se crearan comunidades organizadas de pequeños agricultores, principalmente en el tramo de casi 500 km situado entre Altamira e Itaituba.

¿Cómo sucedió esto?
En gran parte se debe a la vivacidad de la gente que se instaló allí y se dedicó a construir un espacio de vida. En esa zona nacieron los hijos de los productores familiares, que estudiaron en las escuelas rurales fundadas por los movimientos sociales. Muchos de ellos se convirtieron en docentes o técnicos que ayudaron a poner en práctica buenas experiencias con la agricultura llamada perenne o de ciclo muy largo, como el cacao, un cultivo que necesita al menos una parte del bosque primario en pie para garantizarle sombra a los árboles de cacao. Los pequeños agricultores de esa región producen cacao de alta calidad, que se utiliza para elaborar chocolates en Belém o en Bélgica. Las experiencias agroforestales podrían avanzar mucho más si estuvieran respaldadas por políticas de desarrollo sostenible.

Por lo que dice, todo parece marchar bien en la región…
Por supuesto que no. Todavía hay mucho en disputa. A comienzos de la década de 1990 elaboré con mi equipo un mapa de los focos de conflicto por las tierras, y los había en todos los municipios que atraviesa la Transamazónica. Luego publiqué un análisis de algunos casos junto al geógrafo francés Philippe Léna en el libro intitulado Desenvolvimento sustentável e sociedades na Amazonia [Desarrollo sostenible y sociedades en la Amazonia / editorial Museo Paraense Emílio Goeldi, 2010]. También existen zonas de extracción ilegal de maderas, extremadamente peligrosas y violentas. La deforestación va siempre de la mano con la apertura de caminos, como ha demostrado en varios trabajos Diógenes Alves, ingeniero de computación del Inpe. Pero en el tramo en que se asentaron las pequeñas economías de agricultura familiar entre Altamira e Itaituba, la deforestación fue mucho menor que en las haciendas ganaderas del sudeste de Pará o en los bordes de la Amazonia. Incluso en otro segmento de la Transamazónica, entre Altamira y Marabá, hay deforestación, explotación ilegal de oro, contrabando de carbón y mucha violencia.

La dependencia social [de los colonos] perpetúa el uso de la imagen del patrón-padre como forma de dominación política

¿Por qué la cosa fue diferente en el tramo entre Altamira e Itaituba?
Porque era una zona en la que el gobierno federal permitió la instalación de pequeños propietarios, y no grandes haciendas. En ese tramo existían y aún perduran los pequeños agricultores, como resultado del Programa de Integración Nacional, que [el sociólogo] Octavio Ianni [1926-2004] analizó en el libro Colonização e contra-reforma agrária na Amazônia [Petrópolis, 1979]. A partir de la Ley nº 1.106, de 1970, que creaba el programa y tras la apertura de la carretera Transamazónica, en 1971, el gobierno llevó a cabo una contrarreforma agraria. En aquella época, la cuestión de la propiedad de la tierra era igual a como es hoy, uno de los problemas más grandes de Brasil. En el sur, el problema era el minifundio: los colonos descendientes de alemanes o italianos debían repartirse las tierras entre los hijos, cada uno se quedaba con partes cada vez menores y ya no era viable trabajar de esa manera. En el nordeste, era el latifundio. A partir de la década de 1950 se produjo un desplazamiento migratorio de los pobladores del nordeste que pugnaban por escapar del latifundio y hallar tierras para trabajarlas, y que poco a poco fueron atravesando los grandes afluentes del río Amazonas. El [antropólogo] Otávio Velho, habla de esto en su libro Capitalismo autoritário e campesinato. Muchos de estos inmigrantes trabajaron en la construcción de la autopista Belém-Brasilia y posteriormente intentaron establecerse a la vera de esta carretera. En aquella época, al pequeño propietario se lo denominaba posseiro [ocupante]. Eran campesinos sin tierras que ocupaban un lugar para trabajarlo y pronto tuvieron que enfrentarse a la apropiación y privatización de las tierras por personas que poseían el dinero de los incentivos fiscales para la cría de ganado.

Era una situación que potenciaba los conflictos.
Esa fue la causa de muchos de los conflictos territoriales desde finales de los años 1960. Los conflictos y la postura de la Iglesia Católica, que había lanzado la campaña “La tierra para el que la trabaja”, se radicalizaron. Para resolver el problema sin cambiar nada de la estructura agraria, el gobierno creó el programa de integración nacional, comenzando por el Proyecto Integrado de Colonización (PIC), que adoptó un modelo de propiedad de la tierra diferente al del sudeste de Pará, con sus grandes haciendas. En la zona del PIC-Altamira se crearon lotes de colonización desde 1972 hasta 1987. El gobierno había decretado que una franja de tierras de hasta 100 km a cada lado de las carreteras federales planificadas o construidas pasarían a ser propiedad federal del Estado, que las distribuiría en programas de colonización. En 1970 se había creado el Incra, justamente para implementar el primer plan nacional de reforma agraria, definido por el Decreto nº 59.456, de 1966, pero eso nunca ocurrió.

¿Qué opina del papel del Incra?
Al instituto se le había encomendado la instalación de cien mil familias en una primera etapa del proyecto de colonización de Altamira. Había cupos: el 75 % de colonos procedentes del nordeste y el 25 %, de los estados del sur. También había un plan de instauración y diversificación de núcleos urbanos: cada 5 km habría caminos locales, transversales a la carretera principal, y cada 15 km habría una villa agrícola, con algunos servicios y ferias para que los productores pudieran vender sus productos; cada 50 km una agrópolis, con un centro médico y escuela secundaria [enseñanza media]; y cada 100 km, una ciudad con hospitales y estructuras urbanas más desarrolladas. Esta jerarquía de centros urbanos haría posible la vida social, pero no funcionó, porque los colonos evitaban circular, para no abandonar sus propiedades.

¿Y qué sucedió con las cien mil familias?
En la región se establecieron bastante menos de cien mil familias, que recibieron parcelas desde 100 hectáreas, la mayoría hasta 500 hectáreas, lo que es poco si se tiene en cuenta el tamaño de las grandes fincas rurales de la región. La implementación de estos lotes consistía en la entrega de una casa, canastas básicas y semillas de arroz. Pero las dificultades eran muchas: las semillas no eran adecuadas para el clima de la región, los caminos eran malas… La Comisión Pastoral de la Tierra (CPT), pudo constatar que, en los tramos comprendidos entre Altamira e Itaituba y entre Marabá y Altamira, el 48 % de los primeros 1.187 lotes habían sido abandonados por sus ocupantes a comienzos de la década de 1980. En el PIC-Altamira, el Incra registró en 1971 una deserción de un 12,69 %, que llegó a un 32,97 % en 1977. Posteriormente, entre 1988 y 1995, se crearon nuevos proyectos de asentamientos, con base en lotes individuales de 100 hectáreas repartidos entre las familias. Por los años 1990 comenzaron a emerger otros tipos de unidades agrarias, como las de conservación de uso directo, que están habitadas. A partir de 2006, fueron puestos en marcha los Proyectos de Desarrollo Sostenible (PDS), inspirados en las Resex, las reservas extractivas de Acre. Ahora ya no se asignan parcelas de 100 hectáreas a familias individuales, sino una superficie total destinada a una comunidad de residentes, de la que cada familia posee un terreno. Los PDS se conceden a través de una Concesión de Derecho Real de Uso (CDRU), para evitar la concentración de tierras que se producía al entregar lotes individuales.

¿Cuándo fue la primera vez que estuvo en la Transamazónica?
En 1986. Desde 1981 estaba viviendo en París, cursaba una maestría en antropología en la Universidad de París X y había realizado un trabajo bibliográfico sobre las comunidades eclesiásticas de base para la revista Braise, como parte de un dosier temático sobre las religiones en Brasil. A uno de mis supervisores, Patrick Menguet [1942-2019], le agradó el trabajo al leerlo y me dijo: “Necesitamos alguien que estudie las comunidades de base en la Transamazónica”. Esas comunidades, apoyadas por la Iglesia Católica desde la creación de la CNBB [Confederación Nacional de Obispos de Brasil] en la década de 1950, eran muy sólidas. Se reunían en grupos luego de la misa y en las escuelas para debatir problemas tales como la falta de asistencia a la salud, de puentes y de buenas carreteras. La Transamazónica ya tenía 16 años, pero las condiciones de la carretera principal todavía eran malas y, en los cruces que la atravesaban perpendicularmente, aún peores. Los coches, autobuses y camiones se empantanaban en el barro cuando llovía mucho. Los conductores y los pasajeros tenían que cavar pozos para sacar a los autobuses y también se empantanaban, se hundían las piernas en el barro y se perdían las botas en los agujeros…

¿Cómo fue la experiencia de llegar hasta allí, luego de pasar años viviendo en París?
Yo soy de Belém, pero nunca había estado en el oeste del estado de Pará. En una ocasión me perdí en la selva, pasé el día entero dando vueltas hasta hallar el camino. Me caí a un barranco, un machete que llevaba en la cintura se me clavó en el pie. Luego, el dueño de la casa donde me hospedaba se burló de mí: “Eres un ignorante, no sabes andar por el monte”. Cuando fui a bañarme en el arroyo cercano me saqué la bota y descubrí que tenía el pie lleno de sangre. Lo froté con el aceite de copaiba que había llevado conmigo y la herida cicatrizó. Viajé a Altamira, una localidad antigua, de la época del caucho, diferente a las ciudades que surgieron tras la inauguración de ese tramo de la Transamazónica. Me dirigía a la sede del Incra en Brasil Novo, a 40 km de Altamira. Al llegar allá, les expliqué que quería ir lo más lejos posible para trabajar con alguien que hubiera llegado hacía poco, para poder comprobar cómo organizaban la vida social, cómo se apropiaban del espacio y constituían las comunidades eclesiásticas de base. Uno de los empleados del Incra me respondió lo siguiente: “¿Pero qué vas a ir a hacer allá? ¿Vas a ir a ver a esos bichos del monte en su entorno?”. Se refería a los pobladores ribereños y a los colonos. “¡Esos tipos son unos haraganes! Solo pescan algunos peces de vez en cuando, no son capaces de producir nada”, decía. Después me di cuenta que esa no era solo la opinión de los empleados prejuiciosos. En enero de 1977, la Sudam (Superintendencia de Desarrollo de la Amazonia) organizó en Belém el primer seminario de desarrollo rural integral para evaluar la experiencia de la Transamazónica y se determinó que era necesario, lo cito ahora, leyendo las actas del encuentro, “trasladar a la región gente del sur del país”, donde hubo una mayor afluencia de inmigrantes europeos, “que puedan insuflarle a la colonia un alma singular”. Esta “alma singular” era el espíritu emprendedor, que era lo que hacía falta. Es lo que se ha denominado ideología de frontera, que analizo junto con la ecóloga Ima Vieira, también del Museo Goeldi, en un capítulo de un libro compilado por el geógrafo Wagner Ribeiro y el economista Pedro Jacobi, que será publicado próximamente. Hoy en día sigo reflexionando sobre las consecuencias de esa perspectiva. Es como si en un momento dado, dijéramos que lo importante es la capacidad de producir bienes a gran escala y, por lo tanto, quienes no tienen esta capacidad deben dejar lugar a quienes sí la tienen. Actualmente, el Proyecto de Ley nº 490 que se debate en la Cámara de Diputados, permite, en caso de interés del Estado, reducir las unidades de conservación y los territorios indígenas, ribereños y remanentes de palenques con miras a la explotación económica de esas regiones. La ideología de frontera sigue vigente, sobre todo en los últimos años.

Colección personal Araújo Oliveira Santos Junior (a la der., de gorra y camiseta blanca) en una reunión del programa Geoma en la región de Santarém, en 2007Colección personal

Según lo que pudo constatar in situ, ¿tenía algún sentido el tildarlos de “bichos del monte”?
No tenía el menor sentido. El antropólogo Emílio Moran [de la Universidad Estadual de Michigan, en Estados Unidos] fue uno de los primeros investigadores que trabajó en la Transamazónica y analizó muy bien esta situación [lea en Pesquisa FAPESP, ediciones nº 125 y 249). Él y su prima, la médica Millicent Fleming-Moran, experta en salud pública, son autores del artículo “El surgimiento de las clases sociales en una comunidad pensada para ser igualitaria”, publicado en 1978 por la editorial del Museo Goeldi, que fue una de las primeras cosas que leí sobre los asentamientos de la Transamazónica. Ellos demostraron que la gente del nordeste poseía la misma capacidad que los colonos de otras regiones o incluso más, porque se valían de su círculo de parientes y, a veces, conocían mejor el medio, lo que les permitía hallar buenas tierras para plantar.

¿Sus supuestos teóricos funcionaron en el trabajo de campo?
Menguet, de quien me hice muy amigo, siempre me decía: “El trabajo de campo es decisivo. Debes emplear la teoría para explicar lo que encuentres y no amoldar lo que ves a la teoría”. No obstante, al llegar cargaba demasiado estructuralismo en la cabeza. Acabé adoptando mucho de la teoría de Max Weber [1864-1920] sobre el carisma, y de las representaciones sociales en el imaginario de las personas, como propone Jacques Lacan [1901-1981]. En 1996, junto a colegas franceses, organicé una edición especial de la revista Lusotopie alusiva al paternalismo en Brasil. Demostré que en la Transamazónica y en el estado de Acre, donde también llevé a cabo trabajos de campo, las relaciones de patronazgo estaban fuertemente significante por el uso de un significante paternal, es decir, el patrón se presenta como un padre para sus dependientes. El rol del patrón bueno sigue siendo fuerte y ambiguo hoy en día, incluso dentro de las unidades de conservación y de los PDS, creados precisamente para evitar el dominio del mercado. Pero como los sistemas de producción agroforestales son poco valorados, las madereras siguen avanzando. Cuando una empresa abre un camino para la extracción ilegal de madera, el colono se beneficia, porque consigue un empleo y puede pedir que le lleven a un familiar enfermo a un hospital de la ciudad. Esta dependencia social perpetúa el uso de la imagen del patrón-padre, entre otras analogías domésticas, como forma de dominación política.

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