JAIME PRADESHa adquirido nuevos contornos el debate sobre la “fuga de cerebros”, una expresión utilizada desde la década de 1950 para describir el éxodo hacia las naciones ricas de los talentos formados a duras penas en los países pobres. En los últimos años, con la profundización de la integración económica entre los países y el abaratamiento de los medios de transporte y de comunicación ligados al proceso de globalización, se ha acentuado de tal modo la movilidad internacional de profesionales bien formados que la academia ha pasado a comprender este fenómeno como algo mucho más complejo y multifacetado, capaz eventualmente de aportar compensaciones y beneficios para los países implicados. El término original se ha desplegado en otros, tales como “intercambio de cerebros” (brain exchange), para designar a aquello que sucede en países como Inglaterra, Alemania y Canadá, capaces de atraer personal cualificado pero también de perderlo, sobre todo a manos de Estados Unidos. O también “ganancia de cerebros” (brain gain), vinculado a los países que tuvieron éxito al atraer nuevamente a los profesionales perdidos a manos de otras naciones. En tanto, el concepto de “fuga de cerebros óptima” (optimal brain drain) se refiere a naciones que lograron mantener la salida de talentos en niveles tolerables y, a largo plazo, también extrajeron algún beneficio de la habilidad obtenida en el exterior por sus ciudadanos descarriados.
La lista de expresiones derivadas es extensa. En un informe producido a pedido de la Organización Internacional del Trabajo, el estadounidense Briant Lindsay Lowell, docente de la Universidad Georgetown, y el escocés Allan Findlay, de la Universidad de Dundee, describieron una colección de subfenómenos. Uno sería el brain waste (“desperdicio de cerebros”), la exportación de profesionales para trabajar en ocupaciones bien remuneradas, pero poco cualificadas, que no explotan o no valoran la formación obtenida en el país de origen. En tanto, la “exportación de cerebros” (brain export) serviría para calificar al éxodo de talentos que logran compensar su ausencia de maneras variadas, ya sea haciendo giros de dinero a la familia, o promoviendo la transferencia de tecnología a su país de origen, como en el caso de la India, que creó una pujante industria de software gracias en buena medida a las legiones de estudiantes de computación que fueron a estudiar a Estados Unidos. Las expresiones “globalización de cerebros” (brain globalisation) y “circulación de cerebros” (brain circulation) serían precisas para definir la movilidad internacional de talentos que se volvió parte natural de la vida de las grandes corporaciones, en particular la rotación de ejecutivos destinada a garantizar ventajas competitivas en los mercados globales.
En tanto, la fuga de cerebros en su sentido tradicional afectaría a países en desarrollo del sur y del este de Asia, como Indonesia, Pakistán, Bangladesh y Sri Lanka, de África y de América Latina – Argentina es el caso más recordado –, que siguen perdiendo gente bien formada sin lograr recuperarla ni beneficiarse con su circulación internacional. “Como muchos procesos sociales, el impacto de la salida de talentos de los países en desarrollo depende de efectos directos e indirectos”, escribieron Lowell y Findlay. “Un efecto directo e inmediato es la reducción del número de trabajadores bien formados, una pérdida difícil de reparar en el corto plazo, pero también existen efectos indirectos con fuerza para incentivar el crecimiento económico.”
Varias estrategias fueron concebidas o probadas para enfrentar la fuga de cerebros. Curiosamente, éstas poco tienen en común además de sus nombres que, en inglés, comienzan con la letra R. Una de ellas, la “reparación”, fue abandonada. Consistía en la idea, planteada en la década de 1970 por el economista indiano Jagdish Bhagwati (1934- ), de crear un impuesto cobrado a los países ricos para compensar la predación de talentos del mundo en desarrollo. Otra que cayó en desuso es la que establece una “restricción” a la salida de personal calificado, por la incompatibilidad de este tipo de iniciativa con el respeto a los derechos civiles en los regímenes democráticos. Existen también las políticas de “reclutamiento”, en las cuales un país procura oxigenar su ambiente académico y productivo atrayendo talentos de afuera; y las de “retención”, volcada a desestimular la evasión mediante el fortalecimiento de los sectores científico y productivo o del desarrollo económico. Por último, existen las opciones de “regreso”, que apuntan a atraer de vuelta a parte de los profesionales perdidos, y la resourcing option, también conocida como “opción de diáspora”, que apunta a movilizar a los investigadores radicados en el exterior para que ayuden a fortalecer conexiones de la academia y de la industria de su país de origen con el mundo desarrollado.
Brasil, que en el pasado recurrió a la opción de reclutamiento para dar solidez a su comunidad científica – la fundación de la Universidad de São Paulo (USP), en 1934, es el principal ejemplo de esa estrategia –, siguió durante las últimas cuatro décadas una opción de retención, al patrocinar el desarrollo de un fuerte sistema nacional de posgrado. Las investigaciones sobre la movilidad internacional de talentos brasileños, aunque son escasas, muestran que el país no sufrió perjuicios significativos. Un estudio liderado por el sociólogo Simon Schwartzman en 1972 constató que Brasil tenía una fuga de cerebros pequeña: solamente el 5% de los brasileños de su muestra se quedó trabajando en el exterior después de completar sus estudios. Una investigación llevada a cabo en 2002 por Reinaldo Guimarães, docente del Instituto de Medicina Social de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ), llegó a resultados similares. Su análisis abarcó el período de 1993 a 1999 e implicó la consulta a 2.769 líderes de grupos de investigación en todo Brasil. Constató que 966 científicos brasileños migraron al exterior en esos años, siendo 443 para trabajar y 523 para estudiar. Ese resultado representa también un 5% del total de 18.180 doctores involucrados en actividades de investigación que se recibieron en el período.
El país también ostenta una capacidad apreciable de atraer científicos de otros países. Un estudio llevado a cabo por el Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (CNPq) en 2005 demostró que había 2.145 extranjeros con vínculos permanentes en las universidades brasileñas. Eso no significa, con todo, que la aparente inmunidad de Brasil al problema no pueda revertirse. Existe una tendencia del mundo desarrollado a recurrir crecientemente a los países del Sur y del Este Europeo para suplir sus carencias de profesionales de alto nivel. En 2000, Alemania ofreció 20 mil visas de permanencia para expertos en tecnología de información y en poco más de un año logró reclutar la mitad de ese contingente, principalmente del Este Europeo.
Una acentuada tendencia de regreso al país separa a los investigadores brasileños en el exterior de sus colegas de otras nacionalidades. Maria Luiza Lombas, que en 1999 defendió una tesina de maestría en la Universidad de Brasilia sobre las expectativas de regreso de doctorandos brasileños en cuatro países, recuerda que las agencias de fomento tienen políticas rigurosas tendientes a exigir el retorno de sus becarios a Brasil, so pena de devolver el dinero invertido en su formación. En su investigación, constató que el 84% de los 346 doctorandos entrevistados planeaba regresar a Brasil inmediatamente después de finalizar la carrera. De los 16% restantes, la inmensa mayoría deseaba quedarse solamente algunos meses, para complementar su capacitación en investigación. De ese conjunto, tan sólo el 2% declaró la intención de extender su permanencia en el exterior por más de un año, para ejercer incluso alguna actividad profesional. La investigadora, quien actualmente es coordinadora general de becas en el exterior de la Coordinación de Perfeccionamiento del Personal de Nivel Superior (Capes), sostiene también que la consolidación del posgrado brasileño hizo que las agencias repensasen la oferta de becas de doctorado en el exterior. Empezaron a priorizar modalidades tales como el doctorado sándwich o el posdoctorado, de permanencia mucho más corta, que exponen menos a los becarios a las invitaciones para permanecer en el exterior, aunque la intención de la estrategia no sea ésa. “Las becas estimulan la interacción de nuestros investigadores con el ambiente académico internacional. Y ellos, cuando vuelven a Brasil, retroalimentan nuestro sistema con su experiencia”, afirma.
JAIME PRADESLéa Velho, profesora del Departamento de Política Científica y Tecnológica del Instituto de Geociencias de la Unicamp, cree que otros factores influyen en la tendencia al regreso. “Brasil, pese a las dificultades, aún brinda posibilidades de trabajo en el área académica a estos investigadores. Ellos tienen adonde volver, y eso marca la diferencia”, afirma. Léa añade algunos datos culturales. Dice que los brasileños son reacios a la movilidad, incluso dentro del territorio nacional y, cuando dicen que quieren volver a Brasil, se refieren a los grandes centros, como São Paulo y Río de Janeiro. Y agrega: “Los becarios en el exterior pertenecen a un estrato social que dispone acá en Brasil de regalías inexistentes en los países desarrollados, tales como la posibilidad de tener empleados o familias que ayudan en la educación de los hijos. El choque cultural es fuerte y creo que es natural que muchos de ellos no quieran quedarse en el exterior definitivamente”, afirma. La bióloga Marcia Triunfol, quien regresó a Brasil hace dos años después de trabajar por más de una década en Estados Unidos, coincide con el análisis de Léa Velho. “La cultura es muy diferente. Sentí que aquel compromiso con el trabajo que los brasileños tienen en el exterior se hace más relajado cuando regresan a Brasil, a lo mejor por las condiciones no siempre favorables o por vivir bajo el ala del financiamiento público”, dice.
Marcia había trabajado en la revista Science y en los Institutos Nacionales de Salud. Una razón personal signó su decisión: ella, que se casara en Estados Unidos, se quedó viuda. “Tenía un buen empleo y podía seguir allá durante muchos años, pues probablemente nadie me iba a despedir. Pero quería hacer cosas que no estaban a mi alcance en Estados Unidos”. Actualmente ella vive en Itaipava, región serrana del estado de Río de Janeiro, donde abrió una empresa de comunicación científica, y peregrina por el país haciendo workshops que orientan a los investigadores a escribir trabajos científicos – en inglés.
Para Elizabeth Balbachevsky, docente del Departamento de Ciencia Política de la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias Humanas (FFLCH) de la USP, la opción brasileña de invertir en el fortalecimiento de su sistema de posgrado, aunque ha sido exitosa, produjo un efecto colateral importante, que es la baja inserción internacional de la investigación brasileña. Ella participa en una red que estudia la profesión académica en 19 países. Según los datos que recabó en Brasil, solamente el 21,8% de los profesionales brasileños entrevistados declaró haber participado de colaboraciones en investigaciones internacionales durante los últimos tres años, un índice considerado bajo. Dicho índice se eleva al 37,6% entre los profesores ligados a las grandes universidades de investigación, donde el posgrado es fuerte, pero responde por tan sólo por 18 instituciones en Brasil. “Si bien un número creciente de artículos de investigadores brasileños es publicado en revistas indexadas internacionalmente, el trabajo en red es todavía restringido. Si hubiera una movilidad de talentos más acentuada, probablemente eso sería distinto”, afirma.
Uno de esos efectos benéficos registrados en algunos países tradicionalmente afectados por la fuga de cerebros es la ampliación de la inversión de las familias en la educación. Existen indicios de que la perspectiva de la obtención de una visa de permanencia en un país desarrollado estimula a más personas en países pobres a invertir en educación. Como no todos los aspirantes efectivamente se van, el saldo final es positivo para el país. En un artículo publicado en 2006 en una revista de la británica Royal Economic Society, el trío de economistas Michel Beine, Frederic Docquier y Hillel Rapoport presentó los resultados de un modelo matemático abastecido por tasas de inmigración y por el nivel educativo de varios países. Hicieron las cuentas y llegaron a la conclusión de que, cuando se duplica la propensión de migración de personas bien formadas en un determinado país, se observa un incremento del 5% en la proporción con elevado nivel de escolaridad entre la población nativa. En el caso de la India, de acuerdo con un artículo publicado en 2007 por los economistas Chengze Fan, de la Universidad Lingnan, en Hong Kong, y Oded Stark, la posibilidad de migrar a Estados Unidos para estudiar ingeniería de computación habría llevado a muchos jóvenes indios a aprender programación, creando una plataforma de aptitudes que permitió al país desarrollar un fuerte sector de software. Pero ese efecto dependería de un nivel de inmigración “óptimo”, más allá del cual las pérdidas causan perjuicios difíciles de compensar y por debajo del cual no se generaría el estímulo a ampliar la formación general de la población.
La idea de que la fuga de cerebros sería inapelablemente perjudicial partía de la premisa de que cada talento representa un activo de capital humano, cuya formación y calificaciones son el resultado de las inversiones hechas por un país. La migración, desde dicha perspectiva, aborta irremediablemente la expectativa de recuperación de la inversión realizada. De acuerdo con el sociólogo francés Jean-Baptiste Meyer, un destacado especialista en movilidad de talentos, el abordaje del capital humano comete un equívoco al contemplar tan sólo una de las variables del fenómeno. Recuerda que la sociología de la ciencia desarrolló una concepción de los procesos de creación, transmisión y aplicación del conocimiento que es calcada en el trabajo colectivo, con énfasis en el papel de las redes y de las comunidades científicas. “Las actividades y habilidades individuales tienen sentido o generan resultados solamente cuando están vinculadas a las comunidades a las cuales se relacionan”, dice Meyer. De acuerdo con él, eso es fácilmente observado en los ejemplos de científicos que vuelven a los países de origen para sufrir la subutilización de sus competencias, pues sus habilidades están desconectadas del ambiente en el que obtuvieron su desempeño máximo. Cálculos llevados a cabo por Meyer y por la socióloga sudafricana Mercy Brown muestran que la productividad del sector de investigación y desarrollo de la llamada Tríada (Estados Unidos, Europa Occidental y Japón) era 4,5 veces mayor en términos de artículos publicados y diez veces mayor en términos de patentes que la del mismo sector en el mundo en desarrollo. “Ése es un grande problema del concepto de fuga de cerebros”, dice Elizabeth Balbachevsky, de la USP. “El mismo parte del principio de que la formación de un doctor es una adquisición estática, que el profesional conquistó un paquete fijo de conocimientos y de competencias. A decir verdad, ese patrimonio es dinámico. Para mantenerlo y perfeccionarlo, es preciso estar en un ambiente de investigación favorable, de lo contrario dicha competencia se perderá”, afirma.
Jean-Baptiste Meyer se convirtió en uno de los principales defensores de las potencialidades de las opciones de retorno, que busca atraer de regreso a profesionales emigrados, y de diáspora, que intenta comprometer a distancia a los investigadores dispersos en el exterior con el sistema de ciencia y tecnología de su país de origen. “Como la capacidad de los emigrados es privilegiada, ellos representan un enorme potencial de aportar recursos al país de origen”, concluye Meyer. “Eso en caso de que se logre traerlos de regreso en condiciones favorables o aprovecharlos de alguna otra manera. En dichos casos, la pérdida de cerebros se convertiría en ganancia, pues el país en desarrollo se apropiaría de un capital humano cuya capacitación se hizo y se financió en otro país, que sería capaz, eventualmente, de convertirse en un multiplicador del conocimiento de punta que obtuvo en el exterior”, afirma.
JAIME PRADESPaíses como Singapur, Corea del Sur e India lograron atraer nuevamente a una parte de los cerebros perdidos. Programas de repatriación de talentos fueron puestos en marcha desde los años 1980, que crearon redes locales en las cuales los egresados pudieron efectivamente encontrar un lugar y volverse operativos. Los ejemplos de mayor éxito son de naciones que invierten sumas significativas en ciencia y tecnología y disponen de una infraestructura capaz de dar cabida a los egresados. El problema es que tales requisitos no se reproducen en los países más pobres. Para éstos, quedaría la opción de la diáspora, basada en la estrategia de comprometer a investigadores radicados en el exterior en redes volcadas a ayudar en el desarrollo de la ciencia y de la economía de su tierra natal.
Las redes de diáspora se basan en la premisa según la cual es posible aprovechar, aunque en forma remota, el capital humano de los profesionales que emigraron. La ventaja es que éstas no dependen de una inversión en infraestructura, sino de utilizar recursos ya existentes. Su objetivo es crear nexos a través de los cuales logren conectarse con el país de origen sin que precisen volver de modo temporal o permanente. Este tipo de asociación a distancia es hoy en día posible, tal como lo demuestra la proliferación de proyectos de investigación colaborativa transnacionales, que abarcan tanto a instituciones académicas como a corporaciones industriales. South African Network of Skills Abroad (Sansa), creada en 1998, es un ejemplo de red activa. Su objetivo es conectar a sudafricanos altamente calificados radicados en el exterior con sus coterráneos con el fin de crear un ambiente para la colaboración y la transferencia de conocimiento. Tiene más de 2,2 mil miembros dispersos por 60 países. La red fue creada por el Science and Technology Policy Centre en la Universidad de Cape Town y es actualmente gestionada por la National Research Foundation, organización de investigación solventada por el gobierno.
Existen diversos otros ejemplos, como la Chinese Scholars Abroad (Chisa), la Red Caldas, una red colombiana de científicos y profesionales de investigación, la Arab Scientists and Technologists Abroad (Asta) y la Silicon Valley Indian Professionals Association (Sipa). Si bien generalmente se presentan como independientes, muchas de ellas tienen ligaciones con instituciones del gobierno. Pero Meyer y Brown advierten que existen pocos ejemplos de redes remotas creadas por países en desarrollo que hayan logrado su consolidación. La hipótesis más probable es que los investigadores y científicos, ya sea actuando lado a lado en un mismo laboratorio o trabajando remotamente por medio de una red internacional, precisan ver relevancia en la investigación colaborativa para comenzar a interactuar, cosa que no siempre sucede con las heterogéneas redes de diáspora. Por eso, los países en desarrollo deben ser realistas con relación a su impacto y valerse de esta opción de diáspora en forma combinada con otras políticas.
En la práctica, la distinción entre las opciones de regreso y de diáspora no siempre respeta los límites trazados por la teoría y aparecen en formas combinadas. En el marco de un artículo publicado a comienzos de este año, Anna Lee Saxenian, profesora de la Universidad de California, Berkeley, explora el ejemplo de los investigadores formados en el Valle del Silicio, en Estados Unidos, y muestra que es posible, a través de la movilidad de talentos, transferir know how técnico e institucional entre economías distantes de manera rápida y flexible. En 2000, alrededor de la mitad de los científicos e ingenieros del Valle del Silicio estaba constituida por extranjeros – juntos, sumaban 40 mil profesionales en 2000, según el censo norteamericano de ese año.
Según Anna, existen ejemplos de investigadores formados en el Valle del Silicio que fueron responsables de contribuciones notables para el estrechamiento de lazos tecnológicos entre sus países y las economías más avanzadas. Muchos de esos talentos viajan regularmente de Estados Unidos a su tierra natal y están incluso aquéllos que se volvieron “transnacionales”, y mantienen direcciones en más de un lugar. A comienzos de los años 1980, israelíes y taiwaneses que se formaron en el Valle del Silicio regresaron a sus países y comenzaron a transferir el modelo norteamericano de inversión de riesgo en empresas nacientes. Ellos tenían experiencia técnica, conocimiento en modelos de negocios y redes de contactos – que se sumaron a la ventaja de conocer la cultura de esos mercados.
Israel se volvió conocido por crear empresas de software y de internet. Taiwán se transformó en un centro de producción de computadoras personales y de circuitos integrados. No por casualidad, ese proceso fue más rápido en países pequeños que en economías más complejas como las de China e India. Con todo, según la investigadora, a partir de 2004, los fondos de venture capital y private equity comenzaron a invertir más de mil millones de dólares anualmente en empresas ubicadas en los dos grandes países emergentes. “Aunque sea solamente una fracción del capital de riesgo invertido anualmente en EE.UU., esto fomenta el emprendedorismo local y ha venido diseñando una trayectoria competitiva para empresas domésticas y corporaciones multinacionales”, dice la profesora.
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