Eduardo CesarPublicado en mayo de 2011
“La historia requiere imaginación y un gran esfuerzo, mucho rigor. Es como si fuese una puesta en escena: sube el telón, todo parece estar en su lugar, tan armonioso y fluido, aunque pasaron meses o años hasta llegar ahí. Por eso me fascinan las bailarinas: cuánto esfuerzo puesto detrás de un gesto de aparente naturalidad”. La definición pertenece a la historiadora Laura de Mello e Souza, docente titular de historia moderna de la Universidad de São Paulo (USP) que acaba de publicar la biografía del poeta Cláudio Manuel da Costa (colección Perfis Brasileiros de editorial Companhia das Letras), un hermoso entrechat histórico de la investigadora, quien, partiendo de una casi total ausencia de información al respecto del personaje, construyó un retrato del hombre y de la época. Un jeté que exigió largas búsquedas en archivos históricos, una marca característica del trabajo de Laura, pero que, como en el ballet, no revela el esfuerzo, sino la belleza del texto. “Provengo de una familia de contadores de historias”, explica. Empero, no le significó una carga oír siempre de sus profesores: “Ah, ¿tú eres la hija de Antonio Candido y de doña Gilda de Mello e Souza?”. La familia de intelectuales era, por encima de todo, una familia, aunque rodeada de libros. “Mi relación con mis padres siempre fue buena. Ellos son personas especiales, tienen una noción precisa acerca de su rol, pero son modestos y tienen una muy linda relación con el conocimiento”.
Antes que llegar a la historia, Laura coqueteó con la arquitectura, la psicología y la medicina. Unificó todas esas pasiones en la historia, sumando una buena dosis de preocupación social y conciencia política. Fue la primera en tratar la cuestión de los “desclasados” en el libro Desclassificados do ouro (editado en 1983) y sus libros siempre contienen una fuerte relación con una lectura más comprometida de Brasil, sin que la autora deje de lado el rigor de los documentos. De tal modo que aunque diga “vivir” entre los siglos XVI y XVIII, sus obras ayudan a explicar el país actual, en aspectos anteriormente desdeñados por los académicos, tales como la religiosidad y la hechicería, presentes en los libros O diabo e a Terra de Santa Cruz (de 1986) e Inferno atlântico (de 1993). Más recientemente, ha venido repensando la forma de escribir la historia de Brasil. “El historiador no puede tratar solamente lo particular. Resulta como la historia de la selva: si vemos un árbol, tenemos que ver la selva, sino se perjudica la comprensión”. De allí su dedicación para comprender los imperios, para resolver los dilemas de la colonia que un día fuimos, un gran temps levé. De ese esfuerzo surgió el proyecto que cuenta con apoyo de la FAPESP: Las dimensiones del Imperio portugués, que Laura coordinó, y libros tales como O sol e a sombra (2006), por ejemplo. Lean a continuación, algunos pasajes de su entrevista.
¿Cómo comenzó su viaje “al país extranjero que es el pasado”?
Me encanta esa frase del libro The Go-between, de Hartley (el escritor británico Leslie Poles Hartley), a la que considero como la gran definición de lo que es la historia. Desde pequeña me apasionaba la historia. La historia y las historias. Tuve el sueño de seguir medicina, que creo que no se encuentra muy alejada de la historia, debido a la fascinación por los fragmentos que nos permiten hacer una reconstitución. La medicina no me parece una ciencia exacta: acudimos al médico, y éste realiza una serie de preguntas para poder construir una hipótesis. Creo que el historiador hace lo mismo. Nunca contamos con acceso directo al pasado, por eso el pasado constituye un país extranjero. Sería excelente si pudiésemos contar con una línea que nos conectase en directo con el pasado, pero siempre debemos ponderar que el pasado debe explorarse con cuidado a través de los vestigios que ha dejado. El tiempo se ocupa de hacer que esas diferencias se vuelvan muy grandes. Nosotros nos diferenciamos entre generaciones, entre padres e hijos, imagínese cuando hay muchas generaciones, como con aquéllas con las que trabajo, períodos remotos de hasta 400 años.
¿De qué manera, su modo de escribir historia es diferente de otras formas de hacerlo?
Resulté muy influenciada por mis familiares contadores de historias. Mi padre es un gran contador de historias. Pero cuando ingresé en la facultad, ese tipo de historia se hallaba desacreditada, sobre todo en la USP, donde predominaba la historia estructural. Creo que antes de la televisión, de esa gran transformación en los medios de comunicación, las personas contaban muchas historias. Crecí en el interior, donde, en convivencia con mis abuelos y en el medio rural, las personas poseían muchas historias. Por eso la historia que siempre me gustó es la narrativa. Luego, en los años 1990, esa historia volvió a estar en boga. La historia más analítica es muy importante, se equivoca menos, pero para mí es menos atrayente. Considero que hay en eso una cuestión de temperamento. No me intereso únicamente por los historiadores. Me encanta la antropología, especialmente las monografías clásicas, que son narrativas. Me gusta mucho la historia del arte y la de la literatura. Y fueron estos gustos los que me condujeron hacia otro tipo de historia, quizá más pasible de errores, aunque más conectada con otras disciplinas.
¿De qué manera la influenciaron sus padres?
Creo que el ambiente familiar es determinante. Claro que el hecho de haber crecido en un hogar donde el ambiente intelectual era importante influyó, con las conversaciones y el hecho de contar con libros, considero que ésas son las cosas más importantes. No leemos todos los libros que tenemos, pero esa cosa del contacto con el libro, ir al estante a explorar, eso es muy importante. Mis padres eran gente de muy bajo perfil, por eso recién tomé conciencia de la influencia que ellos ejercían en el ámbito universitario cuando ingresé en la universidad. No tenía mucha idea. Como crecí durante la dictadura militar, era al contrario, era algo incómodo tener los padres que tenía. Durante 10 años oímos rumores de que mi padre sería cesanteado. Había un clima de inseguridad muy grande, lo cual no me generaba orgullo, sino que significaba algo marginal pertenecer a aquel medio. Más tarde, fui notando que ellos eran personas respetables, destacadas, etc. Tampoco creo que ellos tuvieran muchas expectativas en lo que a mí respecta, y siempre nos dieron el espacio para que mis hermanas y yo fuésemos lo que quisiéramos. En mi caso, incluso intenté abrirme, hacer otras cosas, tales como arquitectura y medicina, pero no lo logré. Tengo un trauma por no haber logrado ser médica.
Usted fue la primera investigadora que trabajó con los desclasados y en sus libros se detecta una visión políticamente comprometida.
Cuando ingresé en la facultad, la dictadura estaba en su apogeo. Eso repercutió en mi trabajo. Considero imposible ser diferente, a menos que viviese en las nubes: los historiadores viven un poco en la luna, en especial los que tratan de tiempos remotos. Yo misma creo que vivo más en la luna de lo que desearía, pero el compromiso fue ineludible proviniendo de un ambiente de izquierda. Incluso la gente como yo, que no tenía vocación para la militancia política, intentamos hacer un tipo de historia que de alguna manera plantease temas importantes para el país. Eso es lo que hice con una historia social sobre el problema de la desigualdad, que constituía una preocupación presente en los comienzos de mi carrera. Creo que es algo que marca a toda una generación, es un intento de acuerdo con el pasado que ya venía de Florestan Fernandes, en la época en que trabajó con Roger Bastide. Creo que actualmente la historiografía brasileña se está emancipando, de algún modo, está abriendo un abanico mayor de temas. Mi actual investigación, financiada por la FAPESP, es, por ejemplo, una investigación de la historia de Brasil, aunque desde una perspectiva muy europea, de intentar comprender la historia de nuestro país dentro de la historia de Europa. Hoy en día, cada vez tienen menor sentido las historias nacionales. Ya no me interesa demasiado la historia nacional. Uno de los buenos aspectos de la globalización es la posibilidad de construir una historia total. ¿Qué entiendo por historia total? No se trata solamente de la historia de Brasil, sino de ella, en relación con otras historias, otros procesos y correlatos históricos contemporáneos. Hacemos historia nacional o regional para construir tesis. Sucede como con la niña, que para estudiar ballet, tiene que empezar por el ballet clásico, debe aprender punta, barra, y recién después puede deconstruir eso, y hacer ballet moderno, danza contemporánea.
¿Cómo tomó la denominada “fiebre de los documentos”?
Comencé a trabajar con documentos porque elegí un tema sobre el cual no existía nada. Por cierto, tengo inclinación al abismo, a trabajar con temáticas que son prácticamente imposibles de trabajar. Como es el caso del libro sobre Cláudio Manuel da Costa. Yo no hice una biografía, pero acabé haciendo algo que ofrece esa noción. Sin embargo, en el caso de los descastados, decían que yo no podría hacerlo porque no contaba con documentación. Y realmente no la tenía. Trabajé con documentos publicados, pero lo sustancial fue documentación manuscrita. De esa manera, me introduje en los archivos para ver qué había y entonces, descubrí esa documentación extraordinaria, que anteriormente había sido poco trabajada y que me otorgó una visión posible de esa generación socialmente desclasada. En el caso de la hechicería sucedió lo mismo, no tenía alternativa porque no existían trabajos al respecto, por eso debía leer los procesos de la Inquisición. Era como pescar con línea: se hacía sin saber si venía un pescado o no. Cuando me di cuenta, me había convertido en una historiadora de archivo. Soy una historiadora de archivo, lo sigo siendo y no me aparto de ello. No sé trabajar si no es con una investigación de manuscritos, es lo que me produce placer.
¿Es en ese sentido que usted expresa que la función del historiador es más bien comprender y no explicar?
Creo que la comprensión surge de aquello que planteaste al comienzo, el pasado es un país extraño, entonces difícilmente podemos explicarlo. Debemos entenderlo. Por otra parte, es necesario buscar una explicación. Existe un margen de explicación del cual no nos podemos apartar, si no ni siquiera se entiende. Y existe también un margen de generalidad, que debemos establecer, si no, no se logra transmitir el mensaje.
¿Cómo funciona esa generalidad para el caso de Brasil?
Si somos optimistas, creo que Brasil es un país del futuro realmente, porque, bien o mal, ya estamos operando con una cuestión que está planteándose sólo actualmente en Europa, que es la cuestión del mestizaje. El problema de los negros en Brasil aún es gravísimo, hay una exclusión social enorme de las personas afrodescendientes. Pero, de cualquier modo, Brasil es un país que no hubiera existido sin la inmigración, o sin la esclavitud, y que expolió la mano de obra indígena de una manera atroz. Aun así, ahí están los indígenas, que intentan alzar una voz cada vez más activa. De tal forma que Brasil constituye un fenómeno que fue tejiendo la diversidad cultural desde la colonización. No podría haber mantenido esa unidad que mantuvo si no hubiera entretejido esa diversidad cultural. Somos el único país de América que posee una multiplicidad cultural auténtica, en la medida en que es vivenciada: no se trata de supervivencia, es la vivencia. No ocurre acá una supervivencia indígena, o africana, todo eso es vivencia. Forma parte de nuestra experiencia, de nuestro ADN, que básicamente, es indígena. Por otra parte, considero falso negar la tradición europea, ya que también somos europeos. Entonces, creo que el nacionalismo precisamente, y la necesidad de crear un cuerpo de intelectuales y un pensamiento original para un país joven, construyeron una serie de explicaciones a contrapelo de esa idea de continuidad, que siempre se vendió como una idea reaccionaria. Pero bien puede no serlo. Creo que la historia que construí, incluso esa biografía de Cláudio, está siempre ante ese dilema que expresó con felicidad Sérgio Buarque de Holanda cuando dijo “nosotros somos unos desterrados en nuestra propia tierra”, en el libro Raízes do Brasil.
Popularmente se atribuyen los males de Brasil a nuestra colonización, como “herencia de los desterrados” ¿Cuál es su visión?
Todo eso es verdad y simultáneamente no lo es. Es verdad porque, de hecho, todo eso sucedió. Y lo más dramático no es ser una tierra de desterrados, ya que todas lo fueron: Estados Unidos, Australia, etc. Lo más terrible es haber mantenido la esclavitud hasta 1888, porque eso sí imprime una dinámica social que resulta casi imposible revertir. Por eso el problema no es la colonización, sino la esclavitud. ¿Fuimos el único país que practicó la esclavitud? No. Pero somos el que lidió de una manera más perversa con esa cuestión. Cuando un niño, actualmente, entra en su cuarto, se desviste y deja su ropa amontonada en el suelo, así nomás, yo digo “esto representa una sociedad esclavista”. Esa descalificación del trabajo menos calificado, por ejemplo, menos considerado, como sucede hasta hoy en Brasil. Todo trabajador es básicamente igual: tenemos que creer en eso. En Brasil no sucede así. Ahora bien, atribuir todos los males a la colonización tiene relación con la afirmación de la independencia. En la medida en que Brasil construyó un proceso independentista diferente, con un Imperio esclavista, cuando luego vino la República, esas primeras generaciones republicanas tuvieron la necesidad de atribuir los males de Brasil a la colonización portuguesa. Eso explica pocos hechos. Por eso, los historiadores siempre están estudiando la esclavitud, que no explica mejor.
Junto con la esclavitud, las elites, ¿también ayudan a entender Brasil?
Yo no se si las elites brasileñas son peores que otras. Se encuentran más aferradas a un determinado tipo de privilegio, dependiendo de la región de Brasil. Veamos: las elites de São Paulo son completamente diferentes que las del nordeste. Al menos, yo que soy paulista veo que las elites de São Paulo hoy en día no son lo que eran en tiempos de mis abuelos. Son otras, que van reproduciendo los vicios de las antiguas elites. En el nordeste y en el norte de Brasil me parece que son las mismas. Es decir, son los mismos nombres los que encontramos en ambas regiones. En el sur, eso no sucede. ¿Quiénes conforman las elites de São Paulo hoy en día? No son más Paes Leme, etc. ¿Dónde está esa gente? No existe más. Entonces hay una circulación de las elites mucho más veloz en São Paulo y en el sur en general, debido al desarrollo capitalista, está claro. Porque es la idea de que la sociedad está abierta a quien tiene dinero y al que sabe hacer, al que tiene talento, por eso circulan de una manera mucho más intensa. Y en Estados Unidos creo que las elites son igualmente terribles, tales como las brasileñas. Creo que lo que caracteriza a las elites brasileñas es un gran rechazo a perder sus privilegios. Eso tiene que ver con el tipo de relación que establecieron con los aparatos del Estado en el transcurso de la historia. Y al hecho de que el Estado portugués sea un Estado tan antiguo y que a partir del siglo XVII empezó a mantener efectivamente a sus elites. Es decir, la nobleza portuguesa, particularmente en el siglo XVIII, es una nobleza que depende, del servicio del Imperio, o bien, del dinero que sale del bolsillo del rey para poder mantenerse. Existe una atención mucho más inmediato del Estado a las necesidades de los estratos dominantes, me parece. Aunque creo que es un tanto arriesgado decir lo que estoy diciendo.
Hemos tenido grandes intelectuales, que pensaban la historia como un todo. ¿Y actualmente?
Eso es algo que me preocupa mucho, y cada vez más. Porque, si alguien me preguntase, “Laura, quiero leer una historia general de Brasil, ¿qué leo?”, no sé qué contestarle. La última gran historia de Brasil es la História geral da civilização brasileira, de Sérgio Buarque de Holanda. Eso redunda, a mi entender, en un problema gravísimo, pues constituye un fenómeno global, pero existen determinadas tradiciones historiográficas que siguen manteniendo las historias generales. Creo que se necesitan. Cuando queremos contar con una determinada perspectiva general de Brasil, volvemos a Caio Prado Júnior o a Sérgio Buarque de Holanda, o a Capistrano de Abreu. Ningún libro escrito ahora ni en los próximos años sobre la llegada de la familia real será mejor que Dom João VI no Brasil, de Oliveira Lima. Creo que quemamos etapas, salteamos una determinada etapa del conocimiento histórico, que en Europa constituyó una base, que es el historismo, la publicación masiva de colecciones de documentos, la descripción exhaustiva de determinadas épocas. Nosotros nos salteamos una etapa, y pasamos directo al ensayismo, a la historia universitaria, que requiere un recorte. Actualmente, la producción historiográfica brasileña es buena, en las ciencias humanísticas constituye, según la FAPESP, la más numerosa, con algunos libros absolutamente extraordinarios, aunque todavía muy recortados. Eso tiene que ver con la crisis de los paradigmas, de que resulta imposible explicar, construir explicaciones generales, de que para entender un fenómeno general hay que partir siempre de un recorte específico; al impacto de la microhistoria, y del posmodernismo… Considero deseable que se supere esa fase, que sea posible realizar estudios monográficos, pero también explicaciones generales. Recortes que sean más abarcadores. Y lo que vemos hoy en día es que existe un público muy sediento de libros de historia, no siempre atendido por historiadores profesionales, sino por individuos que realizan investigaciones sin contar con una especialización. Aquéllos que cuentan con una formación más específica, pero optaron por vender mucho, en general reproducen, no innovan. Hacen algo correcto, pero no innovan. Aquéllos que están innovando no escriben para el público masivo. Ése es el próximo paso que deben dar aquéllos que están realizando investigaciones originales: deben comenzar a escribir para el gran público.
Usted suele criticar a los jóvenes historiadores que descartan a los clásicos sólo por la búsqueda de novedades ¿De qué se trata eso?
A mí, cuando era joven, también me gustaba de lo novedoso. Creía que iba a inventar la rueda. Ahora bien, existen determinados problemas que son falsos problemas y que resultan atractivos solamente porque representan una novedad. Algunos vienen y me dicen “he leído todo, son puras tonterías, nadie habla de lo que quiero hablar”. Les digo “entonces me explica porqué son tonterías”. Y entonces, en última instancia, lo que queda de tontería no es tanto, y aquella gran novedad que se quiere decir no es tan novedosa.
Otro punto importante resulta la ausencia de actuación del intelectual en el ámbito público.
Observo eso con mucha tristeza. Creo que ése es un problema muy grave. Es uno de los indicios más serios de la mentada crisis de los paradigmas. Creo que debe haber sido muy bueno para las generaciones que contaban con certezas y verdades absolutas. Yo no cuento con ninguna. Resulta muy desalentador. Por otro lado, es instigador, otorga un ámbito de libertad creativa. Nuestra producción universitaria es muy buena, pero ya no existen los grandes intelectuales de antaño, y eso constituye una pérdida. Creo que es una pérdida muy grande. En 1998, cuando era profesora de la Universidad de Texas, en Estados Unidos, me impresionó sobremanera cuando leí el periódico The New York Times y la primera página completa era la foto del ataúd de Octavio Paz, y el titular rezaba: “Murió el mayor pensador de América”. Quizá él haya sido el último gran pensador latinoamericano. Ahora ya no hay. Y creo que eso tiene relación con el hecho de no tener más la valentía y el candor como para producir explicaciones. Me pasa con El laberinto de la soledad, que para mí es uno de los libros más extraordinarios que he leído, que cuando se lo recomiendo a mis alumnos, ellos se quejan, “no, por el amor de Dios, no me venga con Octavio Paz, es reaccionario, una ficción”. Se trata de lo mismo, si tomamos Raízes do Brasil. Caio Prado Júnior es uno de los autores más castigados por mi generación. Varios colegas refieren que no dan Caio Prado Júnior en sus clases porque es racista. La vida de un profesor universitario puede ser profundamente seca y carente de interés. Profundamente. Yo peleo desesperadamente para que la mía no lo sea. Aunque si yo fuera estrictamente una profesora universitaria como es debido, mi vida no tendría gracia, porque tengo que redactar montones de informes, elaborar un sinnúmero de dictámenes para la Capes, el CNPq, la FAPESP, debo representar a mi área en todos esos organismos, como ya lo he hecho, ya que tengo que tutelar iniciación científica, maestrías, doctorados, posdoctorados, porque debo asistir a ya no sé cuántos congresos por año para poder ser reconocida junto ante las agencias que financian la investigación, porque tengo que publicar una parva de artículos por año por la misma razón. Y se va creando una cierta distorsión. Ya he visto dictámenes mencionando que tal historiador, del más alto nivel, solamente publica libros, no publica artículos y que eso resulta indeseable. El hecho de habernos profesionalizado nos saca de la vida pública. Hoy en día, quien está en la universidad, salvo excepciones, no actúa en la vida pública. Los que más actúan en la vida pública terminan por hacer menos investigación.
¿Por qué un libro sobre Cláudio Manuel da Costa?
Fue un hombre dividido, un hombre desgarrado, que siente que lo que es, y lo que él hace no se hallaba en sintonía con el mundo del reino, aunque tampoco lograba dar un paso más allá. Por lo tanto creo que él es muy típico del mundo luso-brasileño anterior a la independencia, cuando no se era ni una cosa ni la otra. Tengo una frase en la confesión de él que dice, que pese a haber dicho todo lo que dijo, no cree que los delatores sean mejores que los que lucharon, que los que delatados. Es decir, dice: “yo delaté, pero soy más mezquino e insignificante que los que conspiraron contra el rey”. Constituye uno de los elementos que me permiten considerar que él se metó, que quedó con asco por lo que hizo. También fue importante revisar la “Inconfidência Mineira” y cómo, hacia el final, ellos estaban apretando el freno de mano. No querían más. Aunque el movimiento se estaba encaminando hacia una propagación más generalizada y girando hacia una posición más radical de lo que había sido en el comienzo. Durante años ellos iban a suplicarle al gobernador, “ay, mi Dios, podría ser mejor. ¿Y si tuviéramos mayor representatividad? ¿Si los luso-brasileños fuésemos más escuchados?”, y los gobernadores, “no, creo que ustedes tienen razón”. Acto seguido los gobernadores escribían al Consejo Ultramarino, “miren, las cosas son así, ustedes las ven de lejos, aquí, de cerca, no son como ustedes piensan allá, yo que estoy aquí lo estoy viendo, no es factible aplicar de la manera en que ustedes ordenan”. Entonces, esa cosa de intentar contemporizar para mantener la dominación colonial fue aliada de deseo de participación soft de las elites, y ahí, en una de esas coyunturas, que es cuando cambia el gobernador, en 1784, ese grupo diferenciado resuelve realmente optar por intentar el cambio, tal vez, hasta alcanzar la independencia. Creo que en mitad del proceso, el grupo se convierte en otro tipo de movimiento, más contestatario, con un carácter más popular, más vindicativo, y ahí es cuando los hombres de letras presionan el freno de mano.
¿Y la figura de Tiradentes?
Si hay alguien que merezca el título de héroe de la República, creo que ese es Tiradentes. Considero que era un agitador nato, un agitador político. Irresponsable, alucinado como todo agitador político. Era un agitador político que entonces, comenzó a creer que la ocasión era propicia para tornarse un movimiento emancipador, al menos, de la región. Hoy en día existen varios estudios que sugieren que existió un intento de organización entre São Paulo, Río de Janeiro y Minas Gerais, que las elites procuraban defender sus intereses económicos, que se hallaban vinculados, en esas tres regiones.
Usted refiere que vive entre los siglos XVI y XVIII. ¿Pero cuál es su visión del Brasil actual?
Yo tengo una visión muy positiva del Brasil de hoy y creo que contamos con todos los motivos para ello, ya que creo que somos el único país de América con un proyecto propio. Pese a lo que diga la prensa, que nos encontramos siempre al borde del abismo y que nadie tiene ningún proyecto, creo que Cardoso y Lula da Silva hicieron dos gobiernos importantes. Creo que todo comenzó en el gobierno de Cardoso, por ser él una persona respetada, un gran intelectual en un contexto de enorme mediocridad internacional. Si nos ponemos a pensar quiénes son los dirigentes políticos del mundo, ganamos por goleada, ya sea con Cardoso, con Lula o con Dilma. Pero los problemas de Brasil siguen siendo los mismos. En menor escala ahora, que hay distribución del ingreso y educación. El reto de la educación, educación de calidad, pública, para la enseñanza básica, creo que constituye el mayor desafío de Brasil. Porque actualmente, bien o mal, contamos con una red universitaria competente. El desafío de los próximos años es la educación. Porque creo que la salud, incluso, es consecuencia de la educación, y en la medida en que la educación engrane, la salud va aparejada. Está, no obstante, la cuestión de la distribución del ingreso. Y ahí volvemos a la cuestión de las elites brasileñas. Debe existir una motivación mayor, una mayor participación, y allí es donde faltan grandes figuras públicas, que, por desdicha, ya no las hay. Faltan grandes causas, las grandes banderas. Pero soy optimista en cuanto a Brasil y pesimista al respecto del mundo, porque creo que el mundo se va a acabar. En este mundo que está aquí, veo a Brasil con optimismo.