En Pneumotórax, Manuel Bandeira, al saberse enfermo y lamentar “la vida entera que podría haber sido y no fue”, le escucha al médico proferir la siguiente sentencia: “Lo único que se puede hacer es tocar un tango argentino”. El cine brasileño bien que podría no llorar en los días actuales, por “lo que podría haber sido” si hubiese apostado en los años 1930, al igual que los argentinos, menos a obtener prebendas del Estado y más a un símil local del “tango argentino”. “Entre 1933 y 1942, el cine argentino, con sus musicales populares basados en el tango y el melodrama, vivió su “época de oro”, no solamente por subsistir en su propio mercado, afrontando y diferenciándose de la competencia de Hollywood, sino porque además avanzó sin la interferencia del Estado. La misma década, en Brasil, tal como sostuvo el crítico Alex Viany, fue lisa y llanamente ‘ingrata’, pese a, o debido al proteccionismo estatal”, apunta Arthur Autran, docente del Departamento de Artes y Comunicación de la Universidad Federal de São Carlos (UFScar) y autor de la investigación intitulada Sueños industriales: el cine de estudio en Brasil y en Argentina (1930-1955).
Al principio, las oportunidades para la creación de una industria cinematográfica eran similares en ambos países, pero los resultados fueron muy distintos. “Brasil contaba con una producción numéricamente razonable, que se precipitó rápidamente hacia una decadencia que perduró hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Argentina, en tanto, experimentó un paulatino incremento de su producción y llegó a cifras significativas: entre 1930 y 1940, la cantidad de largometrajes trepó de 2 a 56, un récord inigualable en una industria que reunió a 4 mil técnicos y actores en 30 estudios”, dice Autran.
En Argentina, al igual que acá en Brasil, la llegada del cine sonoro entusiasmó a los productores, que apostaron por la existencia de un público para las películas nacionales. Al fin y al cabo, los talkies estadounidenses, proyectados en inglés, tardaron dos años para adaptarse al mercado internacional con subtitulados y doblajes, para llegar a un público mayor y que, hasta ese entonces, no entendía las películas, pues no dominaba el idioma en que éstas eran realizadas. Asimismo, la mayoría de los exhibidores no contaba con el capital suficiente como para invertir en aparatos sonoros.
“Era una oportunidad única y los productores brasileños y argentinos, luego de décadas de la quietud artesanal propia del cine mudo, se movieron para crear una industria nacional en los moldes de Hollywood, pero adaptada al gusto local”, dice el investigador. Se hacía mención incluso a que “era un deber patriótico” impedir la “desnacionalización” de las culturas nacionales, amenazadas por los talkies yanquis. En Brasil, esta “cruzada” derivó en la creación de Cinédia, a cargo de Adhemar Gonzaga; de Sonofilms, por parte de Alberto Byington, ambas en 1930, y de Brasil Vita Filmes, de Carmen Santos, en 1933. En Argentina, hizo posible la creación de Argentina Sono Film (1931), Lumiton (1933) y Río de la Plata (1934).
La Revolución de 1930, en su búsqueda de “medios modernos” para implementar el programa de creación de una identidad nacional, le abrió los brazos al cine, lo cual no hizo sino aumentar las esperanzas de los productores brasileños. Y con razón: en 1932, el nuevo gobierno promulgó el decreto 21.240, que reducía los aranceles de importación de películas vírgenes y obligaba a los cines a exhibir cortometrajes nacionales antes de los largometrajes extranjeros. “Los productores estaban exultantes de alegría. Pero la acción del Estado no solamente fue insuficiente, sino que posteriormente se mostró también deletérea para la industria, al quitarle al cine las posibilidades de regirse según las leyes del mercado y de no perder su libertad creativa”, explica Autran. La creación pasó a ser regulada por el Estado. Ese “favor” del gobierno exigía contrapartidas, entre las cuales se contaba la de poder orientar la temática y la estética de las producciones de acuerdo con los proyectos oficiales. No había manera de quejarse, pues se trataba de un pacto destinado a atender las demandas del medio profesional. Para los productores, el patronato estatal sería la única forma de convivir con la competencia extranjera.
Hollywood
Pero los argentinos probaron que existían otros caminos. “Para diferenciarse de Hollywood, que invertía fuerte en los musicales, y hacerse de una audiencia local masiva, también produjeron musicales. Pero tuvieron la sabiduría de llevar a la pantalla grande el ‘sabor porteño’, valiéndose de la experiencia exitosa de los ‘sainetes’, piezas teatrales con música y comedia, y de la pasión nacional por el tango, tenido como la quintaesencia argentina”, sostiene el historiador norteamericano Matthew Karush, autor del estudio The melodramatic nation (2007). Al lograr que las películas nacionales convocasen directamente a la población, de una manera que los norteamericanos jamás conseguirían, conquistaron a las masas obreras, al echar mano de los lugares familiares donde se desenvolvían temas que interesaban al público argentino.
Brasil también invirtió en producciones al ritmo de la música popular, especialmente samba, pero de manera tímida y no siempre exitosamente. El tango era efectivamente una expresión nacional, con un poder de integración que abarcaba incluso a la gran cantidad de inmigrantes que se sentían asimilados a Argentina en las pantallas. Pero los brasileños no necesariamente se reconocían en la expresión del samba una vez terminado el Carnaval. Al fin y al cabo, había sido el Estado el que impusiera el ritmo de los morros, convertido así en símbolo de la nacionalidad. “Aquí y allá, los críticos y la elite manifestaban desdén por lo popular, cosa que llevó a algunos productores a invertir en películas lo suficientemente ‘sofisticadas’ como para atraer a un público más rentable”, dice Autran.
Pero existía una diferencia crucial: la industria argentina era dirigida por productores con experiencia en el comercio cinematográfico, especialmente en la distribución, el termómetro más eficiente de las demandas del público. Los brasileños no solamente carecían de esa expertise, sino que también manifestaban prejuicios contra la “intromisión” del teatro y de la música popular en las salas de proyección, pese a la prueba en contrario del éxito de Alô, alô carnaval (1936), Bonequinha de seda (1936) o Favela dos meus amores (1938). Los argentinos, más sabios, enseguida empezaron a poner en escena, para deleite del público, películas con Gardel, comedias divertidas con Sandrini, un vago pobretón y digno, y los melodramas de Libertad Lamarque en papel de la pobre y honesta muchachita en un mundo de ricos atrevidos. “El público se identificaba con estos personajes y establecía una asociación directa entre ellos y la división de clases de la sociedad argentina, una visión que preconizaba la superioridad moral de los menos favorecidos ante el escarnio dos ricos”, sostiene Karush. Pese a ser conservadoras, debido a su temática conformista, las películas argentinas eran socialmente ambiguas: requerían y lograban una conciencia de clase por parte de los espectadores.
Al fin y al cabo, era la masa trabajadora la que frecuentaba en peso los cines, para ver películas en cuya trama se entrevía la oposición entre los ricos, que aparecían como hipócritas, elitistas y antinacionalistas, y los pobres, cuyos roles eran asignados a los personajes nobles, generosos y nacionalistas. “Eran películas que no propagaban únicamente imágenes de una identidad nacional, pues también planteaban una notoria polarización social. Al ver una de esas producciones era posible soñar con una nación no solamente unida, sino también capaz de contrarrestar el egoísmo de las elites modernas, celebrando la digna solidaridad de los pobres. Contando con la fuerza y el poder de las imágenes del cine, ese maniqueísmo populista se consolidó en el seno de la sociedad argentina y generó una atracción irresistible que el peronismo, posteriormente, canalizaría a su favor”, analiza Karush.
“La visión experimentada de los productores argentinos creó una producción cinematográfica que logró mantener un contacto estrecho con el público interno. Eso generó ingresos e hizo posible, con el crecimiento exponencial del número de películas, la exportación al mercado latinoamericano, el brasileño inclusive, en el cual los argentinos vislumbraban un interesante potencial”, comenta Autran. No sin motivos, en Brasil la situación era la inversa, con productores inmersos en dificultades para sobrevivir, merced a los tenues lazos que se establecieron entre el público y el cine nacional. Al fin y al cabo, ¿cómo hacerse de un mercado aún dominado por los largometrajes estadounidenses si se contaba únicamente con producciones nacionales modeladas según los parámetros “culturalistas” del Estado?
La nación
“El gobierno nunca se interesó en la industrialización del cine brasileño, sino tan sólo en su utilización como instrumento de la propaganda oficial para el programa de formación de la nacionalidad”, recuerda Autran. Les competía a las producciones nacionales solamente comunicar los valores culturales en pro de la unificación de la nación. El entretenimiento, por el cual el gobierno expresaba su desdén, podía llegar de la mano de las producciones extranjeras. “En Brasil, al contrario que en Argentina, a la hora de decidir entre el Estado y el público, los productores fueron cooptados y se decidieron por el primero.”
Los argentinos supieron evaluar el potencial del mercado y no se unieron al Estado. “La opción brasileña por el alineamiento con el gobierno cobró y sigue cobrando un alto precio, cuya impronta es una relación enviciada entre el cine y el Estado que no cesa de empeorar con el correr del tiempo”, dice Autran. Las posibilidades eran iguales, pero, “por una cabeza”, los argentinos lograron plasmar una industria cinematográfica. Recién con la ascensión del peronismo se le impondrá al cine una legislación proteccionista. “De todos modos, la intervención estatal se restringía a los documentales y noticiarios, con propaganda política. En las películas de ficción no había referencias a Perón. Le debemos eso al modelo de desarrollo que adoptó el cine argentino en los años 1930, que logró realizar una buena producción sin la necesidad de una regulación por parte del Estado”, evalúa la historiadora argentina Clara Krieger, autora de Cine y peronismo (2009). “Recién en 1942, la industria entra en crisis, fundamentalmente debido a la dudosa neutralidad del peronismo con respecto a los fascistas, lo que llevó a los americanos a suspender la exportación de film virgen para películas e inviabilizó la producción”, recuerda. “Durante años, el cine argentino llevó la imagen de los sectores populares a la pantalla grande.”
En lo que constituye una total inversión del proceso argentino, los brasileños, a partir de la década de 1950, invirtieron al fin con entusiasmo en las llamadas chanchadas, burlescos musicales en los cuales sí podían verse reflejados. Esa unión de temas populares con artistas de la radio, el circo y las revistas teatrales, por tanto tiempo estigmatizados por los productores, por ironía del destino, erigió uno de los períodos rentables de la industria cinematográfica nacional. “Con la chanchada, las manifestaciones de las clases populares pasaron a constituir la base del repertorio de la industria cultural, expresión de clase que canalizaba su insatisfacción ante la estatización de la vida festiva, la restricción de la plaza pública y la supresión de la risa que dejaban lugar a la seriedad oficial”, sostiene Autran. Brasil asumía el cambalache, aunque tardíamente. Pero el “pecado original” no tenía retorno. “En todo el mundo, a excepción de EE.UU. y la India, el Estado apoya al cine, pero solamente en Brasil eso se lleva a cabo de manera incondicional, sin necesidad de ninguna contrapartida de mercado por parte de los cineastas, y esto hace posible que contemos con producciones carísimas sin justificación alguna, a no ser la rentabilidad de unos pocos”, dice el investigador. Como antes, no se incentiva al cine a caminar con sus propias piernas, solamente se lo convoca a seguir “bailando” con el Estado. ¿Qué hacer entonces, si la hora de “tocar un tango argentino” ya ha pasado?
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