“Ahí estaba la casa de mi abuela”, escuchó la ecóloga Camila Rezende en pleno bosque, en la región serrana del estado de Río de Janeiro. Sorprendida por no haber notado que se hallaba en un antiguo poblado, poco después, ella comenzó a entrever los restos del pasado. “En medio del Bosque Atlántico, de repente había un limonero, por ejemplo, y piedras que constituyeron los pilares de una casa”, relata la investigadora, doctoranda en la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ), bajo la dirección del ecólogo Fabio Scarano. Este hallazgo fortuito la condujo a investigar la reconstitución espontánea de esa selva que otrora ocupó más de un millón de kilómetros cuadrados (km2), extendiéndose por 17 estados brasileños, y actualmente se encuentra acotada a poco menos del 12% de esa superficie, la mayor parte en parches boscosos de 50 hectáreas o menos. Si ese panorama se revirtiera, podría resultar crucial para combatir los efectos de los cambios climáticos globales sobre la población humana, tal como lo demuestran los trabajos que integran el fascículo especial sobre el Bosque Atlántico de la revista científica Biodiversity and Conservation que se publicó en septiembre de este año.
La ecóloga analizó lo sucedido desde 1978 en adelante en el municipio de Trajano de Moraes, un área de 600 km2 en el norte de la sierra fluminense. La región estuvo ocupada (y fue talada) durante los siglos XVIII y XIX, particularmente para la instalación de cafetales. Con todo, a raíz de la crisis del café provocada por la quiebra de la bolsa de valores en 1929, las plantaciones fueron abandonadas y poco a poco la selva volvió a colonizar su espacio. En las fotografías aéreas y satelitales de 1978, 1988, 1999, 2006 y 2014, Rezende observó que allí había muchas áreas de selva regenerándose. El panorama, sin embargo, se hallaba lejos de mostrarse homogéneo. “Empleamos un modelo espacial para entender por qué algunas áreas se reconstituyen y otras no”, explica. En esos 36 años, la cobertura forestal de allí se incrementó en más de tres mil hectáreas, un crecimiento del 15%.
En el modelo estadístico que diagramó, ella calculó la probabilidad de regeneración de la selva para cada unidad de muestra dadas las condiciones ecológicas. Entre las variables más importantes, Rezende destaca el tipo de relieve: cuanto más accidentado, más difícil es la ocupación y más acentuada la regeneración, mientras que las zonas planas siguen siendo ocupadas y utilizadas. A continuación, otros de los factores relevantes fueron la incidencia solar, la distancia en relación con las áreas urbanas (las zonas más cercanas a las ciudades ofrecen menos posibilidades de resultar abandonadas), la calidad del suelo y la separación con otros fragmentos forestales que sirven como fuente de semillas.
Un proyecto de restauración de esa misma área mediante técnicas tradicionales de plantación directa, se calcula que costaría alrededor de 15 millones de dólares. Para Rezende, ese costo y el contexto del cambio climático se tornan importantes para un cambio de enfoque al respecto de los bosques recientes, a los que históricamente se los clasifica como de segunda categoría. “Las selvas regeneradoras son cada vez más valoradas por los servicios ambientales que proporcionan, tales como la reserva de carbono, la producción de agua y la multiplicación de la biodiversidad asociada”, explica.
La investigadora opina que la comprensión del funcionamiento de la regeneración espontánea puede ayudar a planificar la reforestación, encauzando recursos para las áreas que, de hecho, carecen de plantío. En la práctica, se trata de darle una mano a la naturaleza en virtud de su capacidad para recuperar territorio ni bien la gente se aleja. Esa colaboración, que debe analizarse caso por caso, podría consistir en corredores o islas de vegetación que sirvan como fuente de semillas para la regeneración, o bien, aguardar a que la selva se instale para proceder posteriormente a un enriquecimiento de la biodiversidad.
Esa desconocida
Si se tienen en cuenta las reglas de funcionamiento de la selva, ello podría resultar de utilidad cuando se contempla su ampliación de escala para otras regiones brasileñas. Y algunas de ellas son muy poco conocidas, según revela el estudio del ecólogo Renato Lima, del Instituto de Biociencias de la Universidad de São Paulo (IB-USP). El investigador develó que los inventarios forestales efectuados en el Bosque Atlántico se circunscribieron a un área que corresponde al 0,01% de lo que queda de ese tipo de vegetación. Para arribar a ese cálculo, Lima y sus colaboradores reunieron todos los estudios que ya se llevaron a cabo en el Bosque Atlántico lato sensu, en el cual se basa la definición legal de esa selva.
En el mosaico que compone esa definición amplia del Bosque Atlántico, que incluye fisonomías disímiles, tales como la arenosa restinga y el peculiar bosque de araucarias de la sierra gaúcha, algunas regiones se estudiaron más que otras, siendo escaso lo realizado en los estados de Bahía y Mato Grosso do Sul. “Las implicaciones de un conocimiento tan limitado resultan importantes para las decisiones de conservación”, analiza Lima. “Cuando se habla de proteger especies amenazadas, se necesita saber en cuál conocimiento se basan tales decisiones”.
El área registrada en esos estudios se sumó y se comparó a las de los cálculos de la organización no gubernamental (ONG) SOS Mata Atlântica sobre el área de los remanentes. Según el ecólogo, no sorprende que se haya estudiado una proporción tan pequeña del Bosque Atlántico. “Si hiciéramos lo mismo con otros biomas, el resultado sería similar; pocos biomas cuentan con un gran porcentaje registrado”.
Pese a que no es sorprendente, esta estimación resulta alarmante cuando se la observa en el contexto del desmonte que se sigue practicando, a razón de 200 mil km2 por año, según el informe de 2014 de SOS Mata Atlântica. “La tasa de desmonte es cuatro veces mayor que los índices de registro de las selvas remanentes”, compara el investigador. “A largo plazo, si ese panorama se mantiene, la selva desaparecerá antes de que podamos estudiar lo poco que quedó”.
Por eso, Lima resalta la importancia de encauzar los trabajos futuros hacia las áreas menos conocidas, además de reducir el desmonte. Y comenta incluso que el gobierno federal está estimulando a los estados para que realicen inventarios forestales. El estado de Santa Catarina ya lo ha hecho, registrando el 60% de lo que allí se conoce de Bosque Atlántico. El problema, a juicio del investigador, radica en que el Registro Nacional Federal emplea una metodología algo diferente a la del resto de los estudios realizados, donde registra árboles cuyos troncos tengan como mínimo 10 centímetros de diámetro a la altura del pecho. “Eso tiene sentido para la Amazonia, pero los estudios en el Bosque Atlántico contemplan a los árboles jóvenes e incluyen diámetros a partir de los cinco centímetros”, explica. “Será difícil unificar los datos nuevos con los que ya existen”.
Para racionalizar los estudios y economizar recursos, Lima está coordinando, en un trabajo conjunto con Alexandre Adalardo y Paulo Inácio Prado, profesores del IB-USP, la construcción de una base de datos cooperativa online que unificará los inventarios forestales en Brasil y estará disponible para el uso de la comunidad científica. El proyecto, bautizado con el nombre de TreeCo (abreviatura de Neotropical Tree Communities Database), es una extensión natural del diagnóstico trazado para el Bosque Atlántico y ya cuenta con datos sobre dos millones de árboles.
El futuro
El trabajo de Lima no representa el mero romanticismo de un apasionado por la flora, la fauna y la red de interconexiones entre ellas. “Quizá la especie más amenazada sea la nuestra”, advierte Fabio Scarano, de la Fundación Brasileña para el Desarrollo Sostenible (FBDS) y de la UFRJ. En los dominios del Bosque Atlántico habitan más de 100 millones de brasileños y allí reside el motor económico del país. Aunque el 90% de la población residente en el bioma está conglomerada en centros urbanos, tales como São Paulo y Río de Janeiro, más de la mitad de la tierra dedicada a la agricultura del país se encuentra también en este bioma. En un artículo de revisión, Scarano y Paula Ceotto, de la ONG Conservación Internacional, analizaron los efectos de la alteración en el uso de la tierra y de los cambios climáticos locales en la selva y en la población humana. “Los ecosistemas que perdieron gran parte de su capacidad para el soporte de sistemas vivos son mucho más vulnerables”, sostiene. “Y la gente pobre es todavía más vulnerable”.
Para Scarano, quien forma parte del grupo de autores del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), aún se necesitan realizar muchos estudios al respecto de escenarios futuros. “Se especula que habrá especies que migrarán hacia el sur a medida que la temperatura se eleve, pero el problema es que ya hay gente viviendo en esa área, no queda mucho espacio de sobra”, advierte.
De cualquier modo, él es optimista en cuanto a la posibilidad de una adaptación basada en ecosistemas, que incluye el pago de servicios ambientales, la recuperación de la selva y el fortalecimiento y ampliación de las áreas protegidas. Para ello, Scarano promueve una integración cada vez mayor entre investigadores, tomadores de decisión, administradores de políticas públicas y la población, a la cual debe informársela y convencérsela de que debe cambiar para beneficio de todos. “La optimización de recursos y la preservación del ecosistema conlleva a la generación de ingresos a partir del turismo, a una agricultura más productiva y al descubrimiento de posibles fármacos, por ejemplo”.
Ese enfoque optimista de Scarano se fundamenta en la resiliencia natural de la selva, que se revela en el trabajo de Rezende, y en la noción de que los intereses de la población humana convergen con la preservación de la naturaleza. Él piensa que Brasil posee capacidad para dar ese paso, haciendo uso de los ecosistemas como parte de una solución ante los impactos del calentamiento global sobre el bienestar social. Pero es necesario que sea más rápido de lo que ha sido. “Tenemos plazo hasta 2030: si para entonces no modificamos nuestros patrones de consumo y del uso de la tierra, llegaremos a 2050 con dos grados Celsius de aumento en la temperatura, cuyos efectos serán perjudiciales para la vida tal como la conocemos”, advierte. Mucho de ello depende de lo que surja de la Conferencia del Clima en París, la COP 21, a realizarse en el mes de diciembre. “Si las metas propuestas por el gobierno brasileño se concretan, nos hallamos a 15 años de un paraíso ambiental”, exagera el investigador.
Proyecto
El rol de la diversidad funcional en la constitución de comunidades arbóreas tropicales: un abordaje basado en modelos (nº 2013/08722-5); Modalidad Beca en el País – Regular – Posdoctorado; Investigador responsable Paulo Inácio Prado (IB-USP); Becario Renato Augusto Ferreira de Lima (IB-USP); Inversión R$ 131.224,64
Artículos científicos
LIMA, R. A. F. de. et al. How much do we know about the endangered Atlantic Forest? Reviewing nearly 70 years of information on tree community surveys. Biodiversity and Conservation. v. 24, n. 9, p. 2135-48. sept. 2015.
REZENDE, C. L. de. et al. Atlantic Forest spontaneous regeneration at landscape scale. Biodiversity and Conservation. v. 24, n. 9, p. 2255-72. sept. 2015.
SCARANO, F. R. & CEOTTO, P. Brazilian Atlantic Forest: impact, vulnerability, and adaptation to climate change. Biodiversity and Conservation. v. 24, n. 9, p. 2319-31. sept. 2015.