Desde el final de la dictadura militar (1964-1985), el estado brasileño implementó políticas para las comunidades indígenas, de atención a los ancianos y de reconocimiento y protección de la población LGBTI, con la participación de actores de esos propios grupos en su formulación. Según el politólogo Adrián Gurza Lavalle, investigador del Centro de Estudios de la Metrópolis (CEM), uno de los Centros de Investigación, Innovación y Difusión (Cepid) financiados por la FAPESP, los ejemplos constituyen un indicativo de cómo fue capaz la transición democrática de crear canales aptos para asegurar la participación, más allá de los partidos políticos, de los múltiples actores sociales en la elaboración de políticas públicas. Y no solo eso.
“La sociedad civil organizada en una función de control constituye un rasgo distintivo de Brasil”, informa el también docente del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de São Paulo (FFLCH-USP). Este hallazgo forma parte de los resultados de un estudio que abarca a cinco países, que se describen en el libro intitulado Controles democráticos no electorales y regímenes de rendición de cuentas en el sur global, compilado por Lavalle en colaboración con el sociólogo Ernesto Isunza Vera, del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (Ciesas), de México, de reciente lanzamiento por la editorial suiza Peter Lang.
En esta entrevista que Gurza Lavalle concedió en la USP, el investigador explica cómo se dio eso y por qué, desde el punto de vista de la innovación democrática, Brasil se encuentra un paso al frente de otras experiencias del hemisferio sur.
¿Qué son los controles democráticos no electorales (CDNE)?
Son las formas por las cuales los ciudadanos, tanto directa como indirectamente, por intermedio de instituciones que forman parte del andamiaje del Estado, inciden en el curso de determinada acción de política pública. Esta incidencia puede ser definitoria o como control. En el caso de Brasil, predominan componentes de definición y control. En México, su injerencia es, sobre todo, consultiva.
¿Quién ejerce esos controles? ¿Y quién está sujeto a ellos?
Quienes lo ejercen son los ciudadanos. En Brasil, en la mayoría de las oportunidades esto se plasma por medio de asociaciones o grupos tales como sindicatos y cooperativas, cuyos representantes forman parte de consejos e inciden sobre el funcionamiento cabal de la política. Lo hacen controlando a políticos elegidos democráticamente, o a los ocupantes de altos cargos en el Poder Ejecutivo, en tema específicos como, por ejemplo, la prestación de cuenta en el área de la salud. Aquí el énfasis está orientado hacia el Ejecutivo. Sobre el Poder Judicial prácticamente no hay control. En el Poder Legislativo, a su vez, se puede interferir en el proceso de elaboración de las leyes o en el destino de las enmiendas.
¿Cuál es el objetivo principal del estudio?
El propósito inicial consistía en entender las características de la articulación de los mecanismos de control social en México. Cuando comenzamos el trabajo, en 2012, la literatura era proclive a asociar esos mecanismos con la democracia y a concentrar el control en experiencias verticales, de naturaleza electoral. Pero estábamos pensando en otras formas de accountability [rendición de cuentas] más allá del voto y notamos que sería necesario ampliar el alcance. Lo que no estaba claro, porque tendemos a asumir que el control social sobre la política es una característica típica de los países democráticos, era pensar que esas formas de accountability social no estaban restringidas a tales contextos.
En Brasil, las experiencias más importantes poseen capilaridad social y transcurren a lo largo de la estructura federativa
¿No lo están?
Ni los mecanismos de producción de coordinación y consenso, entre los niveles inferiores del poder central, ni el control social, son retos exclusivos de los regímenes democráticos. Los gobiernos autoritarios también deben lidiar con problemas de coordinación, legitimidad y control de las respectivas burocracias. Para entender a México, decidimos incluir en el estudio a otros cuatro casos limítrofes. China nos pareció un buen caso porque posee un partido de Estado, es decir, que está organizado a partir del Estado. También México fue un país con un partido del Estado, con el PRI [partido Revolucionario Institucional], y posee aquello que parte de la literatura denomina transición inconclusa. Del mismo modo, Sudáfrica hizo un tránsito hacia la democracia, pero progresivamente venía asumiendo las características de un partido dominante.
¿Qué tienen en común los escenarios de las transiciones de México, Sudáfrica, Brasil, Colombia y China?
El recorte temporal se hizo a partir de las transiciones. Los cinco países atravesaron períodos de transición, pero ellas son de naturalezas distintas. La de China es fundamentalmente económica, y está forzando cierta liberalización política. En todos los casos hay un proceso de descentralización importante, con la devolución de poder a nivel local. En Brasil, los municipios crecieron extraordinariamente a partir de 1988. En México, eso comenzó en la década de 1980 y se profundizó en la década de 2000. En Colombia también. La segunda característica común es el diagnóstico de que a nivel local es posible establecer un mejor gobierno, y para eso se necesita ampliar el protagonismo de la sociedad. En todos los países hubo un conjunto de reformas orientadas hacia la participación social.
En el ámbito de la investigación, ¿a qué se considera participación social?
En rigor, la participación supondría un tipo de implicación directa del ciudadano, expresando como tal sus preferencias. Por eso denominamos controles a los canales institucionalizados de mediación entre la sociedad y el Estado. En el caso de Brasil, la Constitución incluye la participación como principio rector, para un control democrático del Estado. Los consejos y las conferencias son ejemplos paradigmáticos del modo a través del cual la sociedad debe contribuir, más allá del ciclo electoral. Algunos consejos están presentes en el 98% de los municipios brasileños. Hasta hace poco teníamos entre 60 y 65 mil consejos. Hay más consejeros de la sociedad civil que concejales, por ejemplo.
¿Y han sido estudiados?
En la década de 1990, esa participación fue objeto de estudio en Brasil en forma muy crítica: los ciudadanos y la sociedad civil no estarían decidiendo la política, sino que harían meras contribuciones específicas y controles puntuales. Una porción importante de la literatura estaba signada por el déficit y su enfoque era mayoritariamente normativo. Para entender ese aporte, se necesita dejar de lado las expectativas y ajustar el enfoque. Hubo que entender qué es lo que hacen los consejos y qué diferencia marca lo que ellos hacen.
¿Y qué merece destacarse en Brasil?
Lo que nos llamó la atención fue la consistencia de las características de una lista amplia de posibles experiencias por investigarse. Comenzamos por los consejos, que podían ser gestores de políticas de seguridad o de equipamientos, por ejemplo; pasamos por conferencias, como son las nacionales sectoriales; por audiencias; referendos públicos; hasta experiencias de activismo cibernético y movilización. En Brasil, analizamos esas experiencias y constatamos que todas se agrupaban en familias. Los consejos locales constituyen una familia de instituciones participativas de naturalezas diversas, un rasgo que complica el análisis. También verificamos que las experiencias más importantes, en Brasil, poseen capilaridad social y transcurren a lo largo de la estructura federativa. Por ejemplo: un determinado consejo funciona dentro del marco de la estructura del Estado, está contemplado en la legislación sectorial y detenta atribuciones específicas, pero su operación y su vitalidad dependen de la participación y del compromiso de los actores de la sociedad. La sociedad civil organizada en una función de control es un rasgo singular de Brasil, que se reveló como el más institucionalizado de los países que conformaron la muestra. Ese dato es indicativo de cuánto fue capaz la transición de producir canales para garantizar la presencia de otros actores sociales más allá de los partidos políticos, con incidencia sobre lo que hace el Estado.
¿Por lo tanto se trata de una característica importante de la presencia democrática?
En efecto. La mayor diversidad y potencia de los mecanismos de control social y, en general, de mecanismos de accountability son indicadores de una democracia mejor. Desde el punto de vista de la innovación democrática Brasil está por delante de otras experiencias. El hecho de que el país esté altamente institucionalizado en comparación con esas otras experiencias significa que existe un conjunto de canales de control previstos en la ley, con atribuciones y con actores sociales a los cuales les incumben funciones específicas, que desempeñan en un campo limitado. Si por ejemplo, quisiéramos asignar recursos de asistencia social para determinada organización de la sociedad civil con un público vulnerable específico –y el área asistencial trabaja con entidades sociales para realizar buena parte de esas funciones–, esas entidades deben estar registradas en el consejo, al cual le deben rendir cuentas. Así, los consejeros de la sociedad civil amplían la capacidad de control democrático sobre las entidades sociales, las cuales a su vez, amplifican el alcance de la política de asistencia social en el territorio. Eso es importante porque todo proceso de implementación de políticas públicas, en la práctica es un proceso de redefinición de dichas políticas.
Es mejor que aquellos que resultan afectados por determinada política sean capaces de ejercer algún tipo de control o rechazar las decisiones del poder
¿Eso qué significa en términos de accountability?
Tenemos más accountability de lo que cabría suponer. Hay estudios cuantitativos, con total rigor metodológico, que demuestran que los consejos marcan la diferencia. Los politólogos Lorena Barberia y George Avelino demostraron, por ejemplo, que donde existe un consejo de salud con suficiente tiempo para desarrollar su rutina y funcionamiento, se registra un descenso en las probabilidades de corrupción. Ese modelo no es el usual en otros lugares, donde las experiencias son informales o el alcance de la institucionalización está muy acotado. Dentro del universo investigado, Brasil es el país que cuenta con la configuración más potente y con mayor diversidad.
En términos de ordenamientos democráticos, ¿estamos asistiendo al delineamiento de una nueva era?
La concepción de la democracia como un ordenamiento institucional estructurado en una división de poderes, partidos y elecciones es fundamental, pero muy limitada. Está en curso un proceso patente de pluralización institucional de la democracia. Las instituciones evolucionaron de manera firme en contextos en los que lograron producir una asociación virtuosa, o de sinergia con el sistema político. En el caso de Brasil, la transición produjo partidos políticos comprometidos con la participación, que emergieron en la vida democrática sin un electorado cautivo. No necesariamente desde un punto de vista programático, sino porque desde un enfoque electoral, esa apuesta a la inclusión y participación ciudadana tenía sentido. Del MDB [Movimiento Democrático Brasileño] al PSDB [Partido de la Social Democracia Brasileña], pasando por el PT [Partido de los Trabajadores], todos se arriesgaron a promover e implementar instituciones participativas.
¿De qué manera ocurrió eso en los otros países de la muestra?
En Sudáfrica, por ejemplo, las instituciones cobraron impulso durante el proceso de transición, pero no hay una competencia electoral fuerte porque el Partido del Congreso Africano ocupó el poder, se instaló y nunca salió de ahí. Allá, todas las formas de inclusión fueron controladas progresivamente por el partido, asemejándose al caso mexicano. Para que la participación exista como expresión de la sociedad civil, la competencia electoral es fundamental. En Brasil, esa asociación se produjo de una manera virtuosa.
¿Se parte del supuesto de que la participación siempre es positiva?
No necesariamente. Podría ser inútil. O peor, una participación mal definida, mal conducida o mal implementada puede generar consecuencias desastrosas. Empero, desde un punto de vista general, es mejor que aquellos que son afectados por determinada política estén en condiciones de incidir sobre la misma, sean capaces de ejercer algún tipo de control o rechazarlas y modificar las decisiones del poder. Los ciudadanos tienen intereses, preferencias y preocupaciones muy diversas. Si no existen instancias que tornen al Estado permeable a las demandas de esos grupos, se las desestima.
En este sentido, ¿las elecciones de 2018 fueron un punto de inflexión?
Desgraciadamente sí. En los últimos 30 años, Brasil vivió un período de expansión. Si lo observamos con detenimiento, notaremos que el mismo registró una intensidad diferente, pero señales similares, con la inclusión de múltiples actores. Este período se está terminando. Se acabó la ola democratizadora. Nuestra agenda de investigación tiene varios desafíos por delante. Uno de ellos consiste en ser capaz de diagnosticar cuáles de esos canales tendrán las condiciones para resistir. Sabemos que los más institucionalizados tienen mayor capacidad porque disponen de mayores recursos y, dentro de ellos los actores tienen más posibilidades de contener los retrocesos. Pero se podría desactivar incluso a los más institucionalizados, denegándoles sostén, por ejemplo. Eso es algo que ya comenzó a hacerse. Para la calidad de nuestra democracia esto configura un retroceso; para la producción de conocimiento, estamos asistiendo a un experimento natural y, en este sentido, el caso brasileño constituye un laboratorio único. Podremos testear algunos supuestos del área, verificar lo que sucede con los sectores que estaban institucionalizados y con aquellos que no lo estaban.