A principios de junio, la psiquiatra y epidemióloga Cleusa Ferri, de la Universidad Federal de São Paulo (Unifesp), se apresuraba a concluir un extenso e importante informe que presentará en septiembre al Ministerio de Salud de Brasil. El documento, elaborado con la participación de especialistas en neurología, geriatría y salud mental, recopila las estimaciones más recientes, calculadas por primera vez para todo el país, de un problema que en las próximas décadas impactará de pleno en el sistema sanitario: el aumento de los casos de demencia. Mediante este informe, los expertos apuntan a movilizar al gobierno y brindar su aporte al diseño de un plan de acción nacional para afrontar el tema, algo que viene recomendando desde 2015 la Organización Panamericana de la Salud (Opas).
Hay razones para tal premura. Al menos 1,76 millones de brasileños mayores de 60 años conviven con alguna forma de demencia, un conjunto de enfermedades sin cura que, por diversos mecanismos, causan una pérdida progresiva de células cerebrales y conducen a la incapacitación y a la muerte. En su mayoría estas personas – en una proporción que aún no se conoce fehacientemente y que, según los expertos, puede suprar el 70 % del total – ni siquiera han sido diagnosticadas, lo que impide que reciban un tratamiento adecuado para ayudar a controlar las alteraciones de la memoria, el raciocinio, el estado de ánimo y la conducta que van apareciendo a medida que la enfermedad avanza.
Ferri y la neuropsicóloga Laiss Bertola arribaron a esa cifra estimativa de casos tras haber determinado, mediante pruebas neuropsicológicas y de aptitud funcional en la vida cotidiana, el porcentaje de personas que presentaban demencia en un grupo de 5.249 individuos, una muestra representativa de la población brasileña con 60 años o más. Las investigadoras proyectaron el porcentaje obtenido (5,8 %) para el resto de la población brasileña de esa misma franja etaria medida por el Censo Demográfico de 2010, el último de alcance nacional disponible a la fecha. Por último, la cifra fue corregida para ajustarla al aumento de la cantidad de ancianos en la población durante los años posteriores al referido censo. Los datos fueron publicados originalmente el 22 de enero como artículo en la revista científica Journal of Gerontology.
Según el trabajo, el total de casos en 2019 es alrededor de un 20 % mayor que cuatro años antes, cuando se estimaba que habría 1,48 millones de personas con demencia en Brasil. Y la cifra seguirá aumentando. Se presume que para el final de esta década llegará a 2,78 millones y, para 2050, serán 5,5 millones. El porcentaje de individuos con la enfermedad se eleva bastante con la edad, aunque los expertos y la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) sostienen que la afección no es una característica del envejecimiento normal. Los datos brasileños indican que el 3 % de los individuos de 65 a 69 años desarrolla demencia. Esta incidencia se incrementa a un 9 % entre los 75 y 79 años, a un 21 % entre los 85 y 89, y llega a un 43 % después de los 90 años.
“El conocimiento de esta información es crucial para que el país pueda prepararse para afrontar la situación y crear servicios adecuados con miras a atender las necesidades de estas personas”, dijo Ferri, quien en el mes de junio también procuraba finalizar los cálculos de cuánto tiempo demora, en promedio, en surgir un nuevo caso entre los brasileños. “El documento incluirá recomendaciones al ministerio y a otros organismos para que realicen un seguimiento de la evolución de la cantidad de casos. También indicará qué medidas deben tomarse para disminuir el riesgo de que las personas desarrollen demencia”, afirma la investigadora, cuyo padre falleció hace unos 15 años a causa de una de las formas de esta enfermedad.
El aumento de los casos de demencia no es exclusivo de Brasil. En gran parte del mundo, la mejora de las condiciones de vida durante el último siglo ha hecho posible que la gente viva más. En 2005, había en todo el mundo unos 670 millones de personas mayores de 60 años, el equivalente al 10 % del total. En 2050, según las proyecciones de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), serán casi 2.000 millones, es decir, el 22 % de la humanidad.
Con el crecimiento de la población mundial y el aumento de la expectativa de vida, se espera que se multipliquen los casos de demencia. En un artículo publicado en febrero de 2022 en la revista The Lancet Public Health, un equipo internacional de investigadores estimó que, en 2019, 57,4 millones de personas en todo el mundo vivían con alguna forma de esta enfermedad. Esta cifra, según los cálculos, se incrementará 2,7 veces para llegar a 152,8 millones de personas hacia mediados de este siglo.
Se trata de un problema de grandes proporciones que no afectará a todos los países por igual y al que deberá hacerse frente pronto. Los casos aumentarán proporcionalmente más en los países de ingresos bajos y medianos – en Latinoamérica se triplicarán – lo que supondrá una sobrecarga para los sistemas de salud y las familias. La demencia es una de las causas principales de discapacidad entre ancianos y genera un impacto físico, psicológico, social y económico, tanto para las personas enfermas como para quienes las asisten. Según la OMS, en 2019 se gastaron en todo el mundo 1,3 billones de dólares para atender a las personas con demencia.
“Tres factores explican el mayor aumento en estos países”, dice el neurólogo Paulo Caramelli, de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG), coautor de un estudio reciente en el cual se analizó la evolución de los casos de demencia en América Latina. El primero es que la población de los países de ingresos medianos y bajos está envejeciendo muy rápidamente. Tuvieron que pasar casi 150 años para que el porcentaje de ancianos pasara de un 10 % a un 20 % de la población en Francia, una de las naciones con mayor proporción de personas de edad avanzada del mundo, mientras que, en países como Brasil, esta transición se producirá en poco más de dos décadas. Los otros dos motivos son la mejora del diagnóstico de las distintas formas de demencia y el empeoramiento del control de los problemas de salud – especialmente la diabetes, la hipertensión y la obesidad –, que contribuyen a su desarrollo. “En Estados Unidos y Europa, donde la población ya ha alcanzado el techo de la expectativa de vida y el control de los factores de riesgo es mejor, su prevalencia descendería durante las próximas décadas”, dice el investigador, experto en demencia.
Enajenación, locura y senilidad
Posiblemente tan antigua como la humanidad, la demencia – o algunos de sus síntomas característicos – ha recibido distintos nombres a lo largo de la historia. Enajenación, amencia, estupidez, idiotez, imbecilidad, locura y senilidad se enumeran en la lista elaborada por los neurólogos François Boller y Margaret M. Forbes en un artículo publicado en 1998 en la revista Journal of the Neurological Sciences.
La carga despreciativa de algunos de estos términos suministra pistas sobre cómo se trató durante mucho tiempo a las personas con demencia, a quienes se consideraba una molestia y cuando mostraban signos de delirio y agitación, se las confinaba en asilos para pobres o en prisiones, antes del surgimiento de los hospitales psiquiátricos. Incluso en las instituciones médicas, a menudo eran atadas, privadas de alimento y vestimenta o se les propinaban palizas, según relata la psiquiatra estadounidense Tia Powell, de la Facultad de Medicina Albert Einstein de Nueva York (EE. UU.), hija y nieta de mujeres que padecieron la enfermedad, en un capítulo del libro Repensando a demência: Construa uma vida alegre do começo ao fim [Dementia reimagined: building a life of joy and dignity from beginning to end] (nVersos Editora, 2020). La situación recién empezó a cambiar a finales del siglo XIX, cuando algunas corrientes de la medicina comenzaron a ver a las personas con demencia una mirada más compasiva.
Lo que los médicos entienden ahora como demencia es un conjunto amplio de enfermedades que pueden manifestarse antes o después en la vida de una persona, con mayor frecuencia a partir de los 60 años, pero que inevitablemente llevan a un deterioro progresivo de su capacidad intelectual.
La más conocida y común es la enfermedad de Alzheimer, descrita en 1906 por el psiquiatra y neuropatólogo alemán Alois Alzheimer (1864-1915) y, casi simultáneamente, por su colega checo Oskar Fischer (1876-1942), que representa hasta el 70 % de los casos de demencia en los países ricos y entre el 50 % y el 60 % en Brasil, de acuerdo con los estudios realizados en el país. Sus primeros signos, fallos recurrentes en el recuerdo de hechos recientes, aparecen con mayor frecuencia a partir de los 65 años.
Otros dos tipos, cada uno responsable de menos de un 5 % de los casos, suelen manifestarse más tempranamente: la demencia frontotemporal y la demencia con cuerpos de Lewy. La primera se denomina así porque sus lesiones se concentran en las áreas anterior y lateral del cerebro – el lóbulo frontal y el temporal, respectivamente – y afectan la capacidad de planificación y concentración, además del control de las conductas impulsivas. Puede hacerse evidente a partir de los 45 años, un poco antes de la demencia con cuerpos de Lewy, que se caracteriza por las dificultades de concentración y razonamiento lógico, además de alteraciones en el control de los movimientos, producto de un tipo de lesión identificada en 1912 por el neurólogo alemán Fritz Heinrich Lewy (1885-1950).
Las tres presentan una característica en común. Según las hipótesis más aceptadas en la actualidad, todas parecen estar causadas por la acumulación de proteínas deformadas en el cerebro. Lo que cambia entre una y otra es la proteína implicada y la localización de los depósitos.
Hasta la fecha, no existe cura para ninguna de ellas. Los medicamentos más utilizados en las fases iniciales son los inhibidores de la enzima acetilcolinesterasa. Estos compuestos, entre los que se cuentan el donepezilo, la galantamina y la rivastigmina, atenúan la pérdida de memoria y la dificultad para aprender nuevas funciones al elevar la disponibilidad en el cerebro del neurotransmisor acetilcolina, importante para la cognición. Una opción que por lo general se utiliza en los estadios más avanzados es la memantina, un fármaco que modula los niveles de otro neurotransmisor, el glutamato, que en altas concentraciones es tóxico para las neuronas, las células que funcionan como unidades de procesamiento de la información en el cerebro.
En los últimos dos años han salido al mercado dos nuevos compuestos específicos para retrasar el progreso del alzhéimer: los anticuerpos monoclonales aducanumab y lecanemab. El primero, desarrollado por la empresa de biotecnología estadounidense Biogen, fue aprobado en 2021 por la FDA, la agencia reguladora de medicamentos y drogas de Estados Unidos, donde se lo comercializa bajo el nombre de Aduhelm. El segundo, producido por la empresa farmacéutica japonesa Eisai, fue aprobado este año por la FDA y lleva el nombre comercial de Lequembi. Ambos intentan eliminar los conglomerados de proteína beta-amiloide [ß-amiloide], típicos del alzhéimer. Pero son medicamentos caros, cuyo costo anual supera los 25.000 dólares por paciente y sus resultados son modestos: tan solo disminuyen moderadamente el ritmo de declive cognitivo; en otras palabras, el deterioro, como mucho, se hace un poco más lento.
Una explicación para los resultados que dejan mucho que desear posiblemente sea que las pruebas se concretaron en personas con la enfermedad en una fase intermedia, cuando la cantidad de placas de la proteína ya es alta. “En esta etapa, ya existen cúmulos muy grandes y más difíciles de romper”, dice el bioquímico Sérgio Teixeira Ferreira, de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ), estudioso de las causas del alzhéimer. Por esta razón, actualmente se están realizando estudios en individuos con la enfermedad en sus fases iniciales. Pero no hay que alentar grandes expectativas: “Ni los estudios en animales ni en humanos han aportado indicios de que una reducción de la cantidad de placas ß-amiloides mejore la capacidad cognitiva y la calidad de vida de los afectados por la enfermedad. Quizá el blanco más adecuado lo constituyan las formas solubles, y también tóxicas, de los oligómeros beta-amiloides”, dice el bioquímico.
Si no hay cura para estas formas de la enfermedad, ¿vale la pena buscar un diagnóstico? La respuesta de los expertos es afirmativa. “Existen algunos tipos de demencia más raros que son reversibles, como los causados por trastornos de la glándula tiroides o la carencia de vitamina B12. Una vez tratada la causa, el problema desaparece”, explica Caramelli.
Qué puede hacerse
Si bien no existe una cura para los tipos más comunes de demencia, y quizá nunca la haya, hay mucho por hacerse a nivel individual y en el ámbito de la salud pública. En muchos países, la segunda forma más frecuente de la enfermedad es la demencia vascular, causada por la obstrucción o rotura de delicados vasos sanguíneos que irrigan el tejido cerebral y provocan una rápida mortandad celular, responsable de hasta un 35 % de los casos de demencia en Brasil. Lo más importante es que puede evitarse. “La demencia vascular es sustancialmente prevenible con un control adecuado de los problemas que afectan la salud del sistema vascular, tales como la diabetes, la hipertensión y la obesidad”, dice la geriatra Claudia Suemoto, de la Universidad de São Paulo (USP).
Experta en salud mental de ancianos, la psiquiatra británica Gill Livingston, del University College de Londres, coordina desde hace varios años el comité permanente de la revista The Lancet para la prevención, intervención y cuidado de la demencia, que busca estrategias tendientes a mitigar el problema. En dos extensos informes, uno publicado en 2017 y otro en 2020, el grupo enumeró 12 factores asociados al riesgo de desarrollar demencia que pueden manejarse a lo largo de la vida. Se trata de aspectos tales como el bajo nivel educativo, la obesidad, la diabetes, la hipertensión, el consumo de alcohol y la falta de actividad física, todos ellos de consabida influencia sobre la salud cerebral. Cada uno de ellos tiene distinta incidencia, que puede calcularse con base en la importancia de su asociación con la enfermedad, su prevalencia en la población y su impacto puntual sobre la demencia. Si todos pudieran mantenerse bajo control, teóricamente sería posible evitar o aplazar el surgimiento de hasta el 40 % de los casos. “Ahora se sabe que muchas de las manifestaciones de la demencia son manejables y, aunque la enfermedad subyacente generalmente no es curable, puede llegar a enmendarse con buenos cuidados”, escribieron los autores en el documento de 2017.
Sin embargo, el efecto observado por la comisión internacional fue estimado con base en información referente a la salud poblacional de países ricos. En Brasil, el potencial de prevención es aún mayor.
Belisa Bagiani
En colaboración con Livingston e investigadores de Minas Gerais y Río de Janeiro, Suemoto, de la USP, y Ferri, de la Unifesp, recalcularon el impacto que el control de los 12 factores podría tener en la realidad brasileña. Si fuese posible eliminarlos por completo, los casos de demencia podrían reducirse hasta un 48,2 %. La disminución sería de hasta un 54 % en las zonas más pobres del país, según los datos, publicados en noviembre de 2022 en la revista Alzheimer’s & Dementia y formarán parte del dosier que será entregado al Ministerio de Salud.
“La demencia ya es un problema de salud pública en Brasil. Para mitigar su impacto en el futuro, es necesario establecer políticas que ayuden a disminuir los factores de riesgo, sobre todo los del inicio de la vida y los de mediana edad”, dice Suemoto. “Si el país no lo asume así, tendremos un tsunami de casos, porque la población está viviendo más”, advierte el neurólogo Ricardo Nitrini, de la USP, coautor del artículo en Alzheimer’s & Dementia y pionero en los estudios de epidemiología de la demencia en Brasil.
Los resultados no serán inmediatos. Por ello es necesario actuar lo más pronto que se pueda. “El problema es acuciante y las medidas para paliarlo solo surtirán efecto a mediano y largo plazo”, analiza el psiquiatra Paulo Mattos, profesor jubilado de la UFRJ y coordinador de Neurociencias del Instituto D’Or de Pesquisa e Ensino, quien estudia las causas biológicas del alzhéimer. “De lograr alterarse los factores de riesgo, aún llevaría décadas observar su impacto a nivel poblacional. Incluso a nivel individual, la mejora del cuadro cognitivo proporcionada por medidas tales como el control de la hipercolesterolemia, la diabetes y la práctica de ejercicio físico tardará años en hacerse evidente”, explica.
Acá en Brasil, más que en el resto del mundo, el factor con mayor potencial para reducir el índice de demencia es el aumento del nivel educativo de la población, principalmente en las regiones más pobres. No fue sino hacia finales de la década de 1990 que el país universalizó el acceso a la enseñanza fundamental, pero según datos de 2019 del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), menos de la mitad de las personas menores de 25 años consiguen egresar de la enseñanza media. Si fuera posible eliminar por completo el efecto de la baja escolaridad, es decir, que no hay nadie con menos de ocho años de educación formal, podría prevenirse el 7,7 % de los casos de demencia. Entre la población más pobre, esta disminución sería de un 9,6 %.
El aumento del nivel educativo, la práctica de actividad física y el control de la obesidad, la diabetes y la hipertensión pueden disminuir el riesgo de padecer demencia
Estudios realizados en Brasil y en el exterior sugieren que el alfabetismo y otras actividades aprendidas en la escuela promueven alteraciones anatómicas y funcionales en el cerebro. Estimularían la formación de conexiones entre las neuronas y aumentarían la densidad de las fibras que transmiten la información entre las regiones cerebrales. El neurocientífico Yakov Stern, de la Universidad Columbia, en Estados Unidos, denominó reserva cognitiva a este incremento de la conectividad cerebral, que explicaría por qué algunas personas no presentan signos de demencia a pesar de tener gran cantidad de placas de proteínas. Un individuo con alta reserva cognitiva dispone de múltiples redes cerebrales y otros mecanismos compensadores que le permitirían esquivar por un buen tiempo los efectos de la enfermedad, que a menudo solo se hace evidente en sus fases más avanzadas.
Al menos en Brasil, podría alcanzarse un impacto similar al que proporciona el aumento del nivel educativo con el tratamiento de la pérdida de audición, el control de la hipertensión y la disminución de los índices de obesidad. “No basta con aumentar la escolaridad”, afirma Nitrini. “Debemos fomentar la actividad física y la adopción de una dieta sana. Muchas de estas precauciones deben tomarse durante el embarazo y desde los primeros años de vida del niño, para que el cerebro se desarrolle con una buena reserva cognitiva que permita superar las adversidades que van a presentarse en el transcurso de la vida”, recomienda el neurólogo, fundador del Grupo de Neurología Cognitiva y Conductual (GNCC) de la USP.