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Historia

Cálculos mortales

Estudios sobre la "diplomacia de los campos" y la "economía del Holocausto" revelan las sutilezas de la banalidad del mal

REPRODUCCIÓNLasar Segall, 1891 Vilna – 1957 São Paulo, Pogrom (1937, pintura al óleo sobre tela, 184 x 150 cm. – Archivo del Museo Lasar Segall – ibram/minc)REPRODUCCIÓN

Aun después de la “invención” de la banalidad del mal, propuesta por Hannah Arendt, resulta difícil pensar en campos de concentración, actuales o pasados, como espacios surgidos del pragmatismo. Sin embargo, recientes investigaciones, nacionales y extranjeras, revelan que los campos sirvieron, por encima de todo, para propósitos prácticos de gobiernos totalitarios, ya sea como fuente de trabajo forzado en nombre de la modernización de las sociedades, o como forma de aislar los elementos considerados “indeseables”. Desafortunadamente, ése no fue un “privilegio” alemán solamente y también sucedió en Brasil. “Con la práctica del genocidio en los campos de concentración, el término pasó a representar el ‘infierno’ que significaron los campos nazis y stalinistas. Esa representación quedó grabada en nuestro imaginario, impidiéndonos pensar en otros campos de concentración como limbos o purgatorios, niveles éstos anteriores, pero también pasajes al infierno”, advierte la historiadora Priscila Perazzo, cuya tesis doctoral, defendida  en la Universidad de São Paulo (USP), con apoyo de la FAPESP, denominada Prisioneiros da guerra: os “súditos do Eixo” nos campos de concentração brasileiros, acaba de salir en libro (Humanitas/ FAPESP, 384 páginas, 40 reales).

La investigadora revela que el encierro de inmigrantes alemanes y japoneses, en Brasil, durante la guerra, constituyó un pragmático “elemento de negociación de intereses entre Brasil y Estados Unidos en el campo de las relaciones internacionales” y también una oportunidad para el Estado Novo de reforzar su política de nacionalismo extremo, excluyendo “elementos indeseables” de razas que no fuesen blancas o se mantuvieran cerradas en sus comunidades extranjeras. Aunque reconozca la diferencia abismal entre los campos de exterminio europeos y los campos de concentración brasileños, Priscila alerta sobre lo que denomina “la trampa del imaginario”. “Nosotros, que militamos por los derechos humanos, muchas veces insistimos que los campos existieron solamente en las terribles experiencias de Hitler y Stalin. No podemos caer en ese engaño, porque, en esa lucha, no nos cabe dimensionar el sufrimiento humano, sino evitarlo, independientemente de su intensidad”, pondera. Al fin y al cabo, Brasil no sólo recurrió a los campos, sino que fue pionero en su utilización. Ya en 1915 se inauguraba el campo de concentración de Alagadiço, en Ceará, donde más de 10 mil migrantes por la gran sequía de aquel año fueron recluidos entre cercos de alambre de púa, recibiendo poca comida y bajo la vigilancia de soldados, un procedimiento que se repitió, en versión racionalizada, durante la sequía de 1932 y durante los años de la Segunda Guerra Mundial.

“La expresión campo de concentración quedó asociada con la ferocidad del Holocausto y la vehemencia de ese imaginario impidió la apreciación de las similitudes con las acciones del Estado brasileño realizadas en los campos de concentración de Ceará”, afirma el historiador Frederico de Castro Neves, de la Universidad Federal de Ceará, coordinador del grupo de investigación del proyecto La sequía y la ciudad, que pretende identificar los mecanismos de control social implementados para regular los comportamientos y la circulación de los migrantes durante el período de sequías, entre los cuales se encuentran los campos de concentración. Fue la fórmula utilizada para aislar a Fortaleza de los migrantes “indeseables”, así como, entre los años 1930 y 1940, también funcionó como una buena fuente de mano de obra forzada para el régimen varguista. “¿Y usted? ¿Ha visto mucho horror en el campo de concentración?”, pregunta el sertanejo Vicente, personaje de la novela O quinze (1930), de Rachel de Queiroz, sobre la sequía de 1915, donde el arribo de los migrantes a su confinamiento, saliendo de los trenes, evoca Auschwitz: “Se encontraron presurosos en la oleada de descenso, y se vieron transportados a través de la plaza de arena, y caminaron por una calleja pedregosa, y fueron encerrados en un corral cercado con alambre donde una infinidad de gente bullía”. En Alagadiço, los cadáveres se acumulaban a la espera de transporte y un testigo predijo: “El campo de concentración me dio la certeza de que en breves días tendríamos allí un campo santo”.

REPRODUCCIÓNLasar Segall, 1891 Vilna – 1957 São Paulo, Muerte (1917, pintura al óleo sobre tela, 92,5 x 104 cm. – Colección particular, sp)REPRODUCCIÓN

La economía del Holocausto
Los estudios nacionales, en cierto modo, se insertan en una tendencia académica internacional que desde hace algunos años comienza a discutir la denominada “economía del holocausto”, un modelo utilizado por los nazis para “modernizar” Alemania a partir de una estructura industrial compleja en el modelo de capitalismo nazi y a partir de los campos de concentración, como una buena manera de suplir la carencia de mano de obra para el esfuerzo de guerra. “Los beneficios económicos obtenidos mediante la apropiación de los bienes de la comunidad judía y la explotación con trabajos forzados de prisioneros por parte de varias empresas son factores que contribuyeron para que el colapso económico de Alemania en la Segunda Guerra Mundial fuese postergado”, escribe la historiadora Ania Cavalcante en su tesis de doctorado Holocausto y capitalismo, recientemente defendida en la USP. “La guerra modificó los objetivos de los campos de concentración. El Holocausto no resultó un proceso lineal, ya que no existía consenso en la cúpula nazi al respecto de si la política de exterminio de los prisioneros debería ser priorizada en detrimento de la utilización del trabajo forzado”.

El sistema de campos de trabajo, en Alemania y en los países ocupados, reunió 2.498 empresas, 20 mil “campos de trabajo civil” y entre 10 y 12 millones de personas que, bajo condiciones inhumanas, fueron obligadas a desempeñar trabajos forzados para la economía de guerra alemana. “De este modo, cuando en 1944 Alemania notó que estaba perdiendo la guerra, hubo una disminución del exterminio masivo en función de las necesidades del esfuerzo bélico”. Auschwitz fue el símbolo de la “economía del Holocausto”. “Ese campo de concentración y exterminio representaba, por un lado, un aspecto productivo de una estructura industrial y bancaria asociada con el tipo de capitalismo predicado por el nazismo. Su estructura industrial se basaba en el trabajo forzado de prisioneros para empresas alemanas (IG-Farben, Siemens y Krupp), sobre todo de caucho sintético producido por IG-Farben, la mayor industria química europea de la época, cuya firma asociada, Degesh, producía el gas Zykon B, utilizado en las cámaras de gas del campo”, nota Ania. “La estructura bancaria de Auschwitz, a su vez, se basaba en la financiación bancaria realizada por el Deutsche Bank para la construcción de las estructuras del campo, tales como la fábrica de Buna, los crematorios y galpones de las SS. Los crematorios del campo fueron provistos por Topf & Söhne, siendo planificados por los ingenieros de esa industria para una eficiencia máxima, una relación directa entre tecnología, modernidad y asesinato en escala industrial, el aspecto destructivo del cual Auschwitz también es símbolo”, dice la investigadora.

A fines de 1944, se estima que los campos de Himmler suministraron para la maquinaria de guerra nazi, por lo menos 500 mil trabajadores. “Para ello, igualmente también se controló la mortalidad en los campos que, hasta 1942, era abrumadora, a punto tal de impedir a las SS de lograr los objetivos exigidos por Himmler. El servicio médico de los campos fue reactivado y aumentaron las raciones para los prisioneros”. La industria privada alemana “invitó” a las SS a asociarse en la provisión de internos para los campos, en la medida en que la relación costo-beneficio del trabajo forzado, aún con los “impuestos” cobrados por las SS y la productividad de los reclusos, era muy favorable al empleador, aunque el Reich exigiera que los empresarios no se quedasen con toda la rentabilidad extra. Atentos a la demanda de mano de obra de las empresas, las SS aumentaban las deportaciones en masa desde los países ocupados para ofrecer cada vez mayor cantidad de trabajadores y para sustituir a los prisioneros muertos por agotamiento o enfermedades. “Es impresionante verificar esas concesiones pragmáticas realizadas por los nazis en detrimento de los imperativos ideológicos cuando las circunstancias así lo exigían, un compromiso entre trabajo y destrucción”, afirma el historiador Wolf Gruner, de la University of Southern California, autor del estudio Jewish forced labor under the nazis: economic needs and racial aims, recientemente editado por la Cambridge University Press.

REPRODUCCIÓNLasar Segall, 1891 Vilna – 1957 São Paulo, diseño original del suplemento Visiones de guerra (1940-1943, tinta negra a pluma y pincel y acuarela sobre papel, 15,6 x 19,5 cm. – Archivo del Museo Lasar Segall – ibram/minc)REPRODUCCIÓN

“La cúpula del Tercer Reich improvisó una nueva estrategia que combinaba el esfuerzo de expansión de la movilización industrial con algunos de los componentes más destructivos de la ideología nazi. Al mismo tiempo, en una terrible paradoja, el trabajo forzado de los prisioneros en los campos de concentración, que mató a miles por agotamiento, permitió que muchos sobreviviesen al exterminio, destino seguro de todos aquéllos que no fuesen considerados aptos para el trabajo forzado”, analiza Gruner. “Claramente encontraremos medios para reconciliar los impulsos genocidas ideológicos con el sistema racional de explotación, totalmente funcional desde el punto de vista del empleador individual, aunque no para la economía como un todo”. De ese esquema nació un sistema de campos de trabajo que benefició a 2.500 empresas alemanas mediante la esclavización de 12 millones de personas. Por eso, las preocupaciones estratégicas y económicas fueron importantes para la implementación de esa política e incluso tuvieron prioridad por sobre el asesinato racial en masa. “Hasta la primera mitad del siglo XX, la situación de los civiles durante los conflictos bélicos no era materia de discusión de los derechos humanos. Fueron los horrores de la Segunda Guerra Mundial los que dejaron para la posteridad la preocupación al respecto de las garantías individuales, aunque en el transcurso de los últimos 60 años continuemos enfrentando esas situaciones”, dice Priscila. El concepto de campo de concentración, aparte, nace de una prosaica necesidad pragmática. “La idea de recluir civiles tachados de ‘indeseables’, en campos de concentración, surgió durante la Guerra de los Bóers (entre 1899 y 1902), entre ingleses y afrikaners, en Sudáfrica, cuando por primera vez se adoptó la práctica de la custodia en modelos ‘industriales’ bajo la justificación de tratarse de personas ‘cuyas ofensas no se podían comprobar, y que no podían ser condenadas mediante un proceso legal común’, tal como afirmó Hannah Arendt”.

Casi 30 mil bóers, entre hombres, mujeres y niños, murieron por enfermedades y hambre en esos campos que Lord Kitchner, el comandante de las fuerzas británicas en Sudáfrica, justificaba como “necesidades prácticas”, lejos de condenarlos como acciones inhumanas. Los campos de concentración nacionales, definidos abiertamente por nuestras autoridades como tales, igualmente fueron creados por razones pragmáticas. “Oficialmente, los campos surgieron por causa de la imposibilidad de los gobiernos federal y estadual de acomodar todo el contingente de extranjeros presos a partir de 1942. El discurso oficial siempre los denominó como campos de concentración. Al fin y al cabo, luego de ser considerados por el Estado como prisioneros de guerra, los denominados ‘súbditos del Eje’, necesitaban ser recluidos como ‘enemigos’ en esos espacios, aunque las condiciones de esos lugares se hallaran lejos de las preconizadas por la Convención de Ginebra de 1929”, explica Priscila. Se produjo igualmente un gran esfuerzo, para brindar en Brasil y en el exterior, una imagen de humanitarismo que, contrariamente a lo que hacían los alemanes en sus campos, se proporcionaba a los prisioneros en Brasil, como forma de agradar a los norteamericanos, que eran una pieza fundamental, y muy práctica, en la creación de los campos. “El gobierno brasileño asumió la represión al nazi-fascismo para concordar con la dirección asumida mediante el alineamiento con los Aliados y el tratamiento a los ‘súbditos del Eje’ dejó de ser sólo una cuestión nacional para proyectarse como elemento de negociación internacional”, sostiene. El tratamiento de esos extranjeros como prisioneros de guerra era la fuerza que promovía el diálogo con los Aliados, un elemento de negociación de la inserción brasileña dentro del contexto mundial. “Lo que se deseaba era la posibilidad de que el país contara con apoyo estadounidense para conquistar una posición de hegemonía en América del Sur, una causa disputada también por Argentina, que rechazó la aproximación a Washington. Vargas era consciente de que podría obtener ventajas de las disputas en el continente para la construcción de un Estado nacional moderno con proyección internacional”, analiza.

REPRODUCCIÓNLasar Segall, 1891 Vilna – 1957 São Paulo, diseño original del suplemento Visiones de guerra (1940-1943, tinta roja, negra y amarilla aguada sobre papel, 19,5 x 15,6 cm. – Archivo del Museo Lasar Segall – ibram/minc)REPRODUCCIÓN

Al mismo tiempo, según la investigadora, para el nacionalismo al que apuntaba el gobierno de Vargas, esa reclusión fue igualmente interesante, ya que permitió la ejecución de las políticas nacionalistas, sacando de circulación a los elementos de los que el Estado recelaba, ya que, en general, se resistían a dejar de lado sus valores nacionales o no entraban en los planes varguistas de un Brasil “blanco”. “Así como la persecución de los alemanes fue parte integrante del proyecto étnico-político del gobierno de Vargas y, hasta 1942, poco tuvo que ver con la guerra en Europa, los japoneses fueron víctimas de la política interna que pretendía contener el ‘peligro amarillo’. Desde 1934 ellos no eran ya inmigrantes ‘deseables’, ya que se quería reconstituir la raza brasileña mediante su ‘blanqueamiento’. Eso también explica porqué los italianos fueron menos perseguidos, ya que, en la mayoría de los casos, se hallaban muy integrados al país y dentro de los cánones del Estado Novo”. Para Priscila, del mismo modo que resulta imposible contar con la certeza de que los inmigrantes japoneses confinados en campos norteamericanos (alrededor de 110 mil de ellos fueron apresados por los norteamericanos bajo el alegato de “necesidad militar”) hubieran cometido actos de traición si permanecían en libertad, internar a los “súbditos del Eje” tuvo un significado político pragmático, enfocado tanto en el campo de las negociaciones entre Brasil y Estados Unidos como también para conjugar las políticas perseguidas por el Estado Novo antes de 1942, que propiamente de una necesidad de reclusión de esos extranjeros en campos de concentración como práctica represiva.

Iniciativa del gobierno
“La creación de los campos de concentración brasileños, adaptando presidios y colonias penales ya existentes en São Paulo, Río de Janeiro, Pernambuco y Rio Grande do Sul, representa una iniciativa del gobierno brasileño para corresponder las ansias y presiones de los norteamericanos sobre América Latina”. Eso queda evidenciado en los recaudos legales tomados por el gobierno de Vargas. “Era necesario que no existiera incompatibilidad entre las medidas legales internas relacionadas con los extranjeros de los países en guerra con Brasil y las disposiciones internacionales de la Convención de Ginebra de 1929. Si el país quería conquistar el apoyo norteamericano como potencia en Sudamérica, era necesario respetar las instituciones y las normas”.

Por eso la necesidad, continúa Priscila, de lidiar con los “enemigos” como reclusos civiles y otorgarles, por extensión, el mismo tratamiento dado a los prisioneros de guerra, lo cual se constituye en una condición para que el país pudiese proyectarse con “dignidad” entre las grandes potencias. “Con ello, los extranjeros pasaron a recibir protección internacional, contradiciendo las intenciones brasileñas. Si la guerra, por un lado, perjudicó a esos extranjeros, por otro, aseguró que su encarcelamiento obedeciese a las normas internacionales que el gobierno de Vargas alegaba cumplir, protegiéndolos contra las decisiones arbitrarias de la política interna del Estado Novo”, dice. Una notable analogía con la supervivencia de prisioneros de los campos alemanes en función de su utilización como esclavos. También es necesario recordar que ese “cuidado” con los prisioneros era algo para que “vieran los norteamericanos”, muy diferente de la crueldad típica con que los prisioneros políticos brasileños eran tratados, por ejemplo, en Ilha Grande, la prisión adaptada para la reclusión de algunos “súbditos del Eje”; o, también, nada coherente con la cruel política antisemita de selección de extranjeros que podían o no refugiarse en Brasil, practicada por el Estado Novo. Aún el calificativo “súbditos del Eje”, deja entrever intereses más directos del nacionalismo varguista, ya que, aparte de un argot de la propaganda de guerra, evidenciaba que aquellas personas eran obedientes a otro poder que no era el del dictador brasileño y, por eso, necesitaban ser apartadas, por cuestiones políticas, de la sociedad totalmente brasileña que se pretendía reinventar. Los campos se convierten así en plataforma de un proyecto nacional e internacional.

La experiencia, tal como ya se dijo, no era nueva, habiendo sido empleada en Ceará durante los movimientos sociales devenidos de las sequías. “Pero en 1932, la primera intervención del Estado durante el período de sequía en el semiárido cearense ocurrió en forma ordenada y centralizada. Entre 1877 y 1932 se gestó una nueva estructura respecto de cómo lidiar con la pobreza a la que la sequía otorgaba visibilidad y se estableció una nueva relación entre migrantes, gobernantes y habitantes de las ciudades”, analiza Neves. De esta manera, sostiene, un amplio programa de creación de campos de concentración donde los emigrantes fuesen inducidos a ingresar e impedidos de salir fue implementado con el total apoyo de la Intervención Federal de Ceará. Para prevenir la “afluencia tumultuosa” de migrantes hambrientos a Fortaleza, se localizaban cinco campos en las proximidades de las principales vías de acceso a la capital, atrayendo a los agricultores que perdían sus cosechas. Dos campos menores se hallaban en sitios estratégicos de Fortaleza, conectados con las estaciones ferroviarias donde arribaban los hambrientos, impidiendo que circulasen libremente. “Una vez en el campo, el migrante era obligado a permanecer en él durante todo el período de sequía y a someterse a las condiciones de residencia, comportamiento y trabajo, dictados por los dirigentes”. El mayor campo, en la ciudad de Crato, llegó a albergar a 60 mil personas. La posibilidad de ingreso de Brasil en la Segunda Guerra Mundial agravó la forma de intervención directa del Estado. “Se trataba de un elemento que obraba de manera tal de favorecer una intervención directa en el mercado de trabajo y alimentos, tal como ocurrió en 1932. El clima bélico favorecía las soluciones autoritarias”, afirma Frederico. De manera similar al modelo europeo, los emigrantes se convirtieron en fuerza laboral, aunque, al contrario de la precisión germánica, hubo un exceso de trabajadores, provocando desordenes inesperados en la rutina laboral. “Era la confrontación entre una racionalidad técnica orientada para la alta productividad y el mejor aprovechamiento de los recursos con el menor costo posible y una necesidad de atender a la ‘intensificación de la asistencia'”.

Amazonia
Ingresan a la escena los técnicos. “Según su visión, los migrantes deberían ser distribuidos por el territorio para realizar obras y servicios que serían definidos exclusivamente por el organismo técnico competente”, afirma el investigador. De esa percepción, surgió el “ejército del caucho”, con el desarraigo de los migrantes nordestinos hacia las regiones productoras de caucho en la Amazonia en el marco del mejor espíritu del “esfuerzo de guerra” con mano de obra barata o gratuita. Los embarques sólo fueron suspendidos luego del torpedeo  a los buques brasileños como forma de transporte de ese trabajo cuasi forzado. “Al mismo tiempo, nuevos campos de concentración fueron organizados en la capital, intentando evitar el tránsito indeseable de los migrantes y, en octubre, el campo de Alagadiço fue reabierto”. Entre 1930 y 1945, según acota el investigador, el patrón de relación entre migrantes recluidos y las autoridades se pautó en los principios del liberalismo económico, según el “mercado libre”, combinando elementos del paternalismo autoritario (presencia de las autoridades en el lugar, control del mercado de trabajo, prácticas similares a la “protección de los pobres”) con el clásico abordaje liberal. En la diplomacia o en la economía, los campos de concentración cumplieron sus funciones prácticas y productivas. Para los prisioneros, el único consuelo por tener tamaña “utilidad forzada” tal vez se exprese  en los versos de la Balada de los muertos en los campos de concentración, de Vinicius de Moraes: “¡Cadáveres de Belsen y Buchenwald!/ Vosotros sois el humus de la tierra/ De donde el árbol del castigo/ Dará madera al patíbulo/ Y de donde los frutos de la paz/ Caerán al suelo de la guerra!”.

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