La matriz energética brasileña se destaca por ser más limpia que el promedio. En 2019, el 46 % provino de fuentes con bajas emisiones de carbono, en comparación con el 16 % mundial (y el 26 % en Europa). Las más de 200 centrales hidroeléctricas instaladas en territorio nacional son las grandes responsables de proveer energía renovable y no contaminante, produciendo las dos terceras partes de la electricidad que se consume en el país.
La crisis hídrica de 2021 puso de manifiesto la dependencia de Brasil de un modelo que sufre desgastes en diversos frentes. A medida que fue ampliando el uso de su potencial hidroeléctrico, el Estado brasileño fue construyendo centrales en lugares más alejados, cuyos impactos ambientales y sociales comenzaron a medirse mediante métodos más rigurosos y elevaron sus costos políticos. Las cuencas hídricas están padeciendo los efectos del cambio climático, agravado a su vez por la deforestación en el país. Los embalses que conforman el subsistema sudeste/centro-oeste, donde se encuentran las principales usinas, han visto disminuir sus reservas al 20 %.
Si bien la capacidad eléctrica instalada se ha duplicado con creces desde la última gran crisis, en 2001, con una expansión significativa de otras fuentes renovables, tales como la eólica, la solar y la biomasa, el gobierno optó por las centrales termoeléctricas para mitigar los impactos de la falta de energía, una fuente cara y contaminante. El artículo estampado en la portada de esta edición expone un panorama de las vulnerabilidades del sistema eléctrico nacional (página 30) y las perspectivas de diversificación de la matriz, donde despuntan la generación solar y la eólica.
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Para elaborar una interpretación de Brasil, no basta con trabajar en los grandes panoramas, dice el sociólogo Gabriel Cohn. Es necesario captar las sutilezas. Inicialmente dedicado a las investigaciones sobre la comunicación y luego a los estudios centrados en la teoría de la justicia, Cohn se refiere de las dificultades inherentes al análisis del país, cuyo modelo de civilización estaría determinado por un movimiento pendular entre el castigo y la impunidad. “No basta con repetir cientos de veces el horror de la esclavitud, un fenómeno que, obviamente, resulta fundamental para comprender al país. Cuanto más bruta es la sociedad, más fino debe ser su análisis”.
Un posible ejemplo de este punto de vista más agudo aflora precisamente en los estudios sobre la violencia en la sociedad brasileña. Hay investigadores que llevan décadas abocados a estudiar esta amplia área, pero solo recientemente han comenzado a poner la mira en las organizaciones policiales, que forman agentes y ejecutan las políticas de seguridad pública. Estos agentes, que han sido formados y se desempeñan en estructuras que hacen hincapié en los aspectos represivos y punitivos del derecho penal, y se caracterizan por una postura de combate propia de la cultura militar, mueren o resultan heridos por armas de fuego, y padecen depresión e insomnio, cuadros que se ven agravados por la falta de asistencia psicológica y social.
En un movimiento convergente, estas organizaciones han comenzado a abrirse al diálogo con el universo académico a partir de las investigaciones que incluyen a los agentes de la policía entre las víctimas de esta violencia. Y algunos profesionales de la seguridad pública han recurrido a la formación académica para ampliar la búsqueda de soluciones concernientes a los problemas que enfrentan sus corporaciones. El artículo de la página 76 presenta algunos puentes que se están generando para afrontar retos tales como la violencia urbana, la letalidad policial y la muerte de agentes, mediante políticas que priorizan la mediación en los conflictos y la preservación de la vida.
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