Imprimir Republish

Entrevista

Gabriel Cohn: La racionalidad y la justicia como brújula

El sociólogo reflexiona sobre su casi medio siglo de carrera y los retos que el momento político actual les impone a las ciencias humanas

Léo Ramos Chaves

En la historia de las ciencias sociales brasileñas, Gabriel Cohn puede ser considerado doblemente pionero. A principios de la década de 1970 fue quien inauguró las investigaciones sobre comunicación en el campo de la sociología. Casi dos décadas después, cuando migró a la ciencia política, se dedicó a la teoría política normativa, en estudios orientados hacia la teoría de la justicia. Además de la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias Humanas de la Universidad de São Paulo (FFLCH-USP), donde fue profesor titular desde 1985 y luego llegó a ser director en 2006, su trayectoria incluye también las presidencias de la Asociación de Sociólogos del Estado de São Paulo, de la Sociedad Brasileña de Sociología y de la Asociación Nacional de Posgrado e Investigación en Ciencias Sociales (Anpocs).

En 2011, tres años después de jubilarse, también le llegó el reconocimiento por partida doble: recibió los títulos de profesor emérito de la FFLCH y de investigador emérito del Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (CNPq). Como broche de oro, en 2018 recibió el Premio Anpocs a la Excelencia Académica en Sociología. Antes y después de eso fue homenajeado en obras tales como A ousadia crítica. Ensaios para Gabriel Cohn [La audacia crítica. Ensayos para Gabriel Cohn] (editorial Azougue), con compilación de Leopoldo Waizbort, del Departamento de Sociología de la FFLCH, y Leituras críticas sobre Gabriel Cohn [Lecturas críticas sobre Gabriel Cohn], publicada por Leonardo Avritzer, del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG), en la colección Intelectuales de Brasil, de editorial UFMG/Perseu Abramo.

Poseedor de un humor peculiar, a Cohn le gusta bromear diciendo que, al igual que Castelo, un personaje del cuento O homem que sabia javanês [El hombre que sabía javanés], de Lima Barreto (1881-1922), acabó por destacarse en dos oportunidades por sus conocimientos hasta entonces poco habituales entre sus colegas: el dominio del idioma alemán, que le permitió dedicarse al estudio de Max Weber (1864-1920) y de la obra de Theodor W. Adorno (1903-1969), y la investigación que concierne a los medios de comunicación masivos.

En la siguiente entrevista, concedida por videoconferencia, relata cómo su carrera profesional estuvo signada por un episodio ocurrido en su infancia, habla de la influencia de Weber y de Adorno, para cuya presencia en las ciencias sociales brasileñas cumplió un papel destacado, y hace referencia a los desafíos que el momento político actual impone a los científicos sociales.

Edad 83 años
Especialidad
Teoría sociológica clásica y contemporánea, teoría política clásica y contemporánea, pensamiento social
Institución
Universidad de São Paulo (USP)
Estudios
Título de grado (1964) y maestría (1967) en ciencias sociales y doctorado en sociología (1971) obtenidos en la Universidad de São Paulo
Producción
Tres libros, cuatro antologías de diversos autores y temas, tres recopilaciones de artículos propios, 45 artículos y capítulos

Usted es el segundo hijo de una familia de refugiados judíos alemanes que llegaron a Brasil en 1936. ¿Cómo fue su infancia?
Durante la Segunda Guerra Mundial, mis padres se radicaron en el interior del estado de São Paulo. Vinieron aquí con un bebé de 2 años, mi único hermano. Pero ni bien llegaron se espantaron. Luego de haberlo dejado todo atrás para atravesar el océano en un camarote de tercera clase rumbo a lo desconocido, lo primero que divisaron en el puerto de Río de Janeiro –que para ellos significaba esperanza y libertad–, fue una bandera ondeando con la esvástica nazi. Pertenecía a la empresa Hamburg Süd. Fue un shock tremendo, que contrastó con la sensación que experimentaron luego al recorrer las calles de la ciudad, cuando pudieron sentir algo impensable en Alemania: el cariño de la gente, congraciándose con el niño e intentando comunicarse con ellos en forma amable. Nunca habían visto gente de piel negra, y fue justamente entre ellas que se toparon con las sonrisas más cálidas. Yo nací dos años después y diría que lo más significativo de una infancia en aquella época para quien no vivía en un centro urbano era el aislamiento. Me crié en un ambiente de grandes dificultades, pero no viví nada malo en mi infancia.

¿Así que se educó en la zona rural entonces?
Mis padres solo tenían cursado el gymnasium. Pero eso en la Alemania de comienzos del siglo pasado era algo que probablemente iba más allá de lo que nuestra enseñanza media ofrece en la actualidad. Ellos valoraban mucho el conocimiento. Pero mi educación fue completamente caótica. Comenzó por lo que entonces era la escuela rural mixta, denominada así porque los alumnos de los tres primeros años estaban juntos en una misma aula y la maestra, una virtuosa, debía realizar un esfuerzo enorme para mantener el orden en las tres divisiones. Un buen día alguien hizo una macana y la maestrita dijo: “Hoy no va nadie al recreo”. Eso me dejó azorado. Cuando salíamos, no sé de dónde saqué coraje y le pregunté: “Si una sola persona hizo algo malo, ¿por qué fue castigado todo el mundo?”. Ella me respondió: “Pagan justos por pecadores”. Eso para mí fue como un rayo. Tenía 7 años y nunca pude recuperarme.

¿Hasta qué punto ese incidente marcó su vida?
Me marco en forma indeleble. Lo que más se me impregnó fue eso que lo dijo con una dulzura infinita una persona maravillosa, alguien que no se dio cuenta –y nunca lo haría– de lo que realmente estaba diciendo. Eso se quedó dando vueltas en lo profundo de mi mente y aún sigo tratando de entender qué sociedad es esta en la que algo de esa índole puede decirse con tanta naturalidad. En Brasil, hoy en día, podemos pensarlo en términos de un estándar de civilización, signada por el movimiento pendular entre el castigo y la impunidad. ¿Cómo fue posible erigir una sociedad de este tipo? No hay una interpretación satisfactoria para Brasil. No basta con repetir cientos de veces el horror de la esclavitud, un fenómeno que obviamente resulta fundamental para la comprensión del país. Es necesario captar aspectos más sutiles. En los últimos años he insistido vehementemente en esto: uno no puede trabajar simplemente con los grandes panoramas. Hay que tener en cuenta una especie de lema fundamental: cuanto más brutal es la sociedad, más sutil debe ser su análisis.

¿Eso quiere decir que, en el caso de Brasil, el análisis de los principales procesos históricos sería insuficiente como para poder explicar adónde hemos llegado?
Es evidente que los grandes procesos históricos son muy importantes, pero, para entender su significado, cómo ellos plasman todo un modo de vida y una manera de plantarse en el mundo público, en la política, se necesitan filtros cada vez más específicos. Al respecto, podemos hallar referencias –yo casi las llamaría iluminaciones– en lo pequeño, en lo diminuto. De la misma manera que el niño Gabriel quedó impactado por un incidente que podría considerarse mínimo y, en mi caso, lo suscitó todo. Incluso mi elección por las ciencias sociales.

Hay que tener en cuenta un lema fundamental: cuanto más bruta es la sociedad, más sutil debe ser su análisis

¿Cómo llegó a ingresar a la USP?
En realidad, no entré a la universidad equipado formalmente. Si hubiera existido una fracción de los requisitos que hay ahora no hubiera pasado de la puerta. Yo era pésimo, nunca logré ser un buen estudiante, ni siquiera en la USP.

¿No está exagerando?
Tiene razón, esa definición es demasiado. De hecho, si nos atenemos al registro de las calificaciones que obtuve, no me fue nada bien. No obstante, tuve la suerte de tener docentes que apostaron por mí en el momento justo. Eso me sucedió en el examen de ingreso, cuando un profesor de renombre me reprobó en el examen oral y no se tuvo en cuenta, y también al final de la carrera, cuando Florestan Fernandes [1920-1995], quien no prestaba atención a las formalidades, hizo la segunda y decisiva apuesta. El lado bueno de todo esto es que me permitió cultivar el gusto por la autonomía intelectual y pensar por mi cuenta.

¿A qué atribuye esas dificultades?
En parte, a los descompases de la vida. Viví en el interior casi hasta los 10 años, medio aislado. Después sobrevino el impacto brutal de dejar aquella acogedora escuelita para toparme de frente con lo que serían los grados superiores, en un ambiente competitivo en lo que para mí era una metrópolis: Jacareí. No lo pude tolerar demasiado y comencé a apartarme. Tan es así que el diploma para ingresar a la universidad no lo obtuve por las vías habituales, sino por medio de un examen para estudiantes que no habían terminado el segundo ciclo.

¿E ingresó en la carrera de ciencias sociales?
Así es, y eso tuvo que ver, en parte, con el estímulo de amigos, especialmente Michael Löwy. La alternativa más cercana hubiera sido la filosofía. Cuando lo veo en retrospectiva, acaso hubiera tenido más afinidad con la filosofía que con las ciencias sociales, porque en el fondo, lo que me entusiasma es el mundo de las ideas, el mundo de las relaciones traducido en ideas. No es, por decirlo así, el mundo del manipuleo de objetos, ni mucho menos de las personas. Pero fue bueno haberme decantado por las ciencias sociales. Una hermosa carrera, la USP es algo muy serio. Lo que hay ahí es un real ambiente de reflexión, de enseñanza, de investigación. Es preciso decirlo una vez más: la universidad pública es absolutamente indispensable. En ningún lado podría encontrarse un ambiente como ese, donde permanentemente cunde la inquietud, la búsqueda del conocimiento, la búsqueda de entender lo que ocurre en el mundo. Esto es muy propio de la USP, y definitivamente también de la FFLCH. Una facultad dentro de la USP que, digámoslo, siempre es vista con una “amistosa desconfianza”.

Lo que me atormenta es cómo nuestro lado oscuro y nuestro lado luminoso están tan asociados, tan impregnados el uno en el otro

En el mejor de los casos, ¿no es así?
Eso mismo, en el mejor de los casos, porque ella es el patito feo, pese a ser la base de todo. Ni siquiera se han podido completar sus instalaciones físicas, porque siempre surge algo más urgente en alguna otra unidad. Cuando fui director de la facultad, a menudo oía lo siguiente en las reuniones del Consejo Universitario: “Esa escuela suya es algo imposible. Solo genera problemas, ¿qué clase de facultad es esa?” Yo respondía: “Es muy sencillo. Solo en la carrera de grado tenemos más de 10.000 alumnos, distribuidos en siete áreas básicas: filosofía, letras, historia, geografía, antropología, sociología y ciencia política. Ustedes están acostumbrados a lidiar con escenarios menos complejos”. Solía bromear con que la FFLCH era mayor que toda la Unicamp, solo que no tenía el mismo presupuesto. En la FFLCH se trabaja mucho. La cantidad de tesis que se producen anualmente, en su mayoría de buena calidad, es del orden de las centenas.

Su trayectoria académica está marcada por la reflexión referente a pensadores de habla alemana. ¿Usted aprendió el idioma en casa?
Así es. En casa yo hablaba en alemán y en la calle en portugués. Mi hermano, que llegó aquí siendo niño, adquirió enseguida el dominio de la lengua portuguesa y durante un buen tiempo fue una especie de intermediario entre mis padres y la comunidad local, que siempre lo trató bien. Eso es algo que destaco siempre, porque da un poco de idea del tipo de sociedad que tenemos… o teníamos. Mis padres se establecieron en un paraje remoto de Vale do Paraíba, donde no había extranjeros, pero siempre se acordaban de la gran comprensión, gentileza y solidaridad que hallaron entre los caipiras –los interioranos– que acogieron a estas personas que no conocían su lengua, no sabían nada de las hormigas cortadoras de hojas –las saúvas, como se las denomina localmente– y querían cultivar la tierra. Fue algo muy hermoso, porque sin ello, casi que literalmente no habrían podido sobrevivir. Este es realmente el aspecto luminoso de nuestra sociedad y fue una lección extraordinaria. Por eso brego tanto por que al menos este rasgo de nuestro mundo brasileño no se vea afectado por los tiempos de horror que estamos viviendo. A mi juicio, creo que se necesitarán al menos 30 años –una generación– para reconstruir el país tras este desastre. Lo que me atormenta, y es menester enfrentarlo, es entender cómo es que están tan asociados nuestro lado luminoso y nuestro lado sombrío, tan impregnados el uno en el otro.

Pero volviendo al tema del idioma. ¿Cuándo se reconoció, según usted mismo lo expresa, como “el hombre heroico”, capaz de leer a Weber en alemán?
Ya lo leía al ingresar a la universidad, cuando empecé a visitar asiduamente las excelentes librerías extranjeras que había en São Paulo. En una de ellas, la librera alemana me introdujo en la obra fundamental de Max Weber: Economía y sociedad. “Toma, esto te interesará”. Una vez más, una sola frase de una mujer me cambió la vida.

¿Cómo fue su maestría?
En 1964 ingresé en el Cesit [Centro de Sociología Industrial y del Trabajo]. Como en aquella época no existía precisamente una selección formal para el posgrado, el centro fundado por Florestan Fernandes y Fernando Henrique Cardoso funcionaba como puerta de ingreso. El modelo era diferente al actual. No había créditos ni tampoco obligación de asistir a un curso. Básicamente, nos convocaban para que realicemos nuestra investigación. En el marco del proyecto del Cesit se llevaron a cabo varios estudios sobre importantes campos de la economía, a escala nacional. A mí me tocó investigar sobre el petróleo. Bajo la dirección de Octavio Ianni [1926-2004], fui a investigar a Petrobras. La idea inicial era entender su organización y su funcionamiento, pero entonces ocurrió algo muy habitual en nuestra disciplina: la cola sacudió al perro. En ese entonces, para hablar de la organización de Petrobras había que contar cómo surgió la empresa estatal y ese tema acabó siendo el eje central de la investigación.

Hay que hacer cosas que pueda hacer cualquier ser racional, con una validez defendible

¿Cuál fue la conclusión principal de su maestría?
El trabajo se orientó a analizar el papel de los diversos grupos y sectores económicos en la formulación de lo que sería el proyecto final de Petrobras. Sacando provecho de la coyuntura de posguerra, Getúlio Vargas [1882-1954] se dedicó con ahínco a la instalación de la industria siderúrgica. En el ámbito del petróleo, fue llevado a concluir que no valía la pena sostener la propuesta de un monopolio estatal. Con eso en mente, adoptó la idea de una empresa mixta. Y entonces se suscitó una de esas paradojas que ocurren en la política. Además de las fuerzas de izquierda, que defendían fuertemente el monopolio, la UDN [Unión Democrática Nacional], que era una importante fuerza liberal conservadora, en su afán de oponerse al presidente de la República, decidió, en contra de Vargas, apoyar el monopolio estatal, lo que contribuyó a inclinar la balanza a favor de esta postura.

O sea, a contramano del movimiento de la ciencia política en Brasil, ¿usted dio inicio a su reflexión académica con una investigación en el campo de las instituciones y luego se volcó a la reflexión teórica?
En efecto, se trata de un estudio fundamentalmente institucional que, según Fernando Henrique Cardoso y Bolivar Lamounier, en un balance de la bibliografía de la época, se anticipaba en cierto modo a la tendencia a la adopción en el país de los estudios sobre la toma de decisiones.

En ese sentido, su maestría constituye una contribución a la ciencia política brasileña, aunque en aquel entonces, usted pertenecía a la rama de la sociología.
Es algo realmente curioso. Yo estudiaba sociología y el carácter del trabajo tiene más de análisis político que sociológico. Eso cambió luego en el doctorado, eminentemente teórico.

¿Cómo se dio ese vuelco, que en muchos aspectos podría considerarse radical?
Fue otra vez gracias a Ianni, quien en la segunda mitad del decenio de 1960 se dio cuenta del importante rol que desempeñaban los medios de comunicación masivos en los cambios que afectaban a nuestra sociedad. Con su estimuló, despegué. Y me convertí por segunda vez en el hombre que sabía javanés, porque pasé a ser el tipo que estudiaba la comunicación, cosa que nadie estaba haciendo en materia de sociología en Brasil.

¿Qué fue exactamente lo que investigó en su doctorado?
La investigación se inscribió en el campo de la sociología de la comunicación, pero en lugar de detenerme en la cuestión de la prensa, la televisión o la radio, decidí investigar sus fundamentos, aquello que está en juego cuando se habla del análisis sociológico de la comunicación, es decir, cómo se organiza y se distribuye la comunicación en la sociedad. Exploté el concepto de industria cultural, desarrollado por Adorno. Los medios de comunicación masivos conforman un sistema del cual surge la noción de industria cultural. En mi tesis, sostuve que uno capta mejor este fenómeno desde su especificidad analizando el producto, es decir, los mensajes difundidos, antes que directamente en la forma en la cual se ha constituido y difundido. En aquel entonces, solía decirse que los medios de comunicación masivos eran intrínsecamente conservadores, que querían mantener a la sociedad en el lugar en que estaba. Pero esto choca con el concepto de industria cultural. Lo que ocurre es que las formas más modernas de comunicación, como en el caso de cadena Globo en la época, no solo operan con la mira puesta en la audiencia del momento, sino también atentas a las tendencias presentes en el seno de la sociedad. Cuando comienzan a surgir nuevos públicos –es decir, los consumidores–, se realizan ajustes. En la década de 1980, cuando se acentuó la participación femenina en la sociedad, se crearon programas como la serie televisiva Malu mulher, que reflejaban eso, si bien no estaban dirigidos a un público masivo. La industria cultural está atenta. Lo fundamental es mantener la iniciativa. En broma, citando a Lenin [Vladimir Ilich Uliánov, 1870-1924], digo que ella está siempre un paso, pero nunca más que eso, por delante de las masas.

¿Cómo podemos convivir con tal nivel de insensibilidad, violencia, injusticia, prepotencia e indiferencia?

También suele bromear diciendo que Adorno es su gurú. ¿Por qué?
Siento una enorme simpatía por él y por Weber, pero más que nada por Adorno, un hombre que intentó mantener vivo y hacer avanzar el pensamiento y el análisis de la izquierda en el mundo contemporáneo. De inclinación fuertemente marxista, él tenía ese compromiso, aunque no fuera para nada ortodoxo. Se preocupaba más por las posibilidades de cambiar la sociedad capitalista, mientras que Weber se dedicó a elaborar un diagnóstico de dónde estaba parada la sociedad y hacia dónde podía dirigirse.

Uno era más una persona de acción y el otro era más de reflexión.
Exactamente. El hombre de acción era Weber, que incluso intentó ser político, y era de un realismo total. Su afán intelectual consistía en buscar toda la claridad posible sobre el estado de las cosas, cuáles tendencias podían percibirse y seguirse. No tenía gran simpatía por las múltiples corrientes de inspiración marxista, a las cuales consideraba fuera de la realidad. En cambio, Adorno es alguien que intenta, a su manera, trazar un diagnóstico. Pero al no hacer gala de un gran optimismo o esperanza, apuesta siempre a la posibilidad de hallar el modo de cambiar el tipo de sociedad plasmada por el capitalismo. No fue un militante, en el sentido convencional del término, sino un fuerte intelectual comprometido públicamente con, por ejemplo, el tema de los derechos humanos en la Alemania de la posguerra. Buen pianista y compositor, Adorno no era simplemente un hombre de reflexión estética. Se dedicó con ahínco a luchar contra la dureza del mundo. Además de Weber y Adorno, hay otra figura que está siempre presente en un segundo plano, como una especie de “outsider de honor”: Rosa Luxemburgo. Ella es mi santa patrona. La admiro como intelectual, como militante de las buenas causas y por lo maravillosa que era como ser humano. Acabó siendo asesinada en 1919 por las milicias de la época: una especie de Supermarielle [por Marielle Franco, 1979-2018].

Su tesis de libre docencia “Crítica y resignación, fundamentos de la sociología de Max Weber”, ha sido considerada una de las obras más sofisticadas de la teoría sociológica brasileña. A pesar de ello, un tiempo después de haberla defendido, usted migró hacia la ciencia política. ¿Cómo ocurrió eso?
Este cambio forma parte de las pequeñas cosas de la vida profesional. En determinado momento me quedó claro que mis colegas sociólogos ya no estaban a gusto conmigo ahí. Eso fue en el período en que se crearon los departamentos en la facultad. Y a instancias de colegas del campo de la política, acabé mudándome. Pero hasta el día de hoy nadie me ve como un politólogo, sigo siendo un sociólogo. Intelectualmente me identifico con la sociología, pero la que me aportó más fue la política, incluso la enorme alegría de convertirme en profesor emérito.

Al analizar su producción intelectual, se advierte que fue desde la ciencia política que usted retomó aquella cuestión de la racionalidad y la justicia que marcó su infancia en la escuela rural.
Tiene razón, eso volvió con fuerza tras aquel cambio y por eso mismo me tocó sumar un nuevo campo de investigación en la carrera, la teoría política normativa, centrada en el tema de la justicia y las formas de democracia.

¿Podría hablarnos un poco del papel que desempeñan las ideas de racionalidad y justicia en su quehacer científico?
Yo diría que ellas son el norte. Se trata de esas ideas básicas que siempre aparecen como una exigencia, aunque sepamos que nunca será posible alcanzarlas plenamente. No podría hacer nada sin estas dos referencias. El problema es: ¿cómo hacer posible que esto se traduzca en las relaciones cotidianas y en la organización social, de manera tal que sean justas y se sostengan sobre la base de la razón?

¿De qué razón estamos hablando? ¿Y cuál es el concepto de justicia al que alude?
No soy un entusiasta incondicional de [Jürgen] Habermas, pero él tiene una buena concepción de lo que sería un mundo democrático, organizado racionalmente. Habermas concibe a la racionalidad en términos de la capacidad de alcanzar consensos con buenos fundamentos, es decir, posturas compartidas a través de un diálogo racional. Aunque sean provisionales, acuerdos que puedan sostenerse ante los cuestionamientos. La racionalidad sería la capacidad de ofrecer razones para justificar actos y posturas. Esta es una manera muy ingeniosa de ver el tema de la razón, no como una especie de cualidad abstracta, sino como parte integrante de una sociedad libre de toda y cualquier actitud dogmática. En tanto, la concepción de justicia es tributaria de la gran herencia kantiana. Es necesario pensar universalmente, uno debe hacer cosas que puedan ser hechas por cualquier otro ser racional, y esas acciones deben tener una validez que pueda defenderse. Debe buscarse una solución que tienda a ser válida para todos. El componente democrático reside en el hecho de que uno actúe en forma igualitaria y para el conjunto, para que todos puedan integrarse de manera bien fundamentada al mundo común.

¿En qué está trabajando actualmente?
En este momento estoy preparando el tercer tomo de una compilación de artículos míos ya publicados o inéditos, con el título general “Weber, Fráncfort”, el primero subtitulado “Teoría y pensamiento social” y el segundo, que está por publicarse, “Modos de pensar”. El tercero estará subtitulado “Brasil como problema”. El primero consta de cinco textos sobre autores, específicamente Weber y Adorno, y ocho sobre temas tales como civilización y desarrollo. El segundo, con 13 artículos sobre 10 autores, se concentra en cada uno de sus “modos de pensar”. En el tercero están previstos 12 artículos, cinco de los cuales son temáticos, abarcando desde cultura hasta industrialización, y siete son interpretaciones de autores brasileños. La motivación para todo esto son mis inquietudes básicas sobre la actualidad brasileña, que nos encuentra indignados y absortos ante una especie de degradación institucional y el comportamiento de quien está en el poder. Lo que muchas veces se pierde de vista es que nada de esto es una novedad. El momento actual pone de manifiesto en forma extrema, e incluso caricaturesca, tendencias que desde hace tiempo están presentes en nuestra sociedad. Es por eso que vuelvo sobre ese tema que me parece fundamental, de la “difícil República”. La gran dificultad que hemos tenido a lo largo de nuestra historia para constituir una forma de convivencia republicana. La cuestión de fondo es: ¿cómo hemos podido crear una sociedad como esta? Una sociedad que da una imagen simpática, pero cuando uno la mira de cerca es una de las más crueles del planeta. ¿Cómo se ha creado este horror que permea todo? ¿Cómo podemos convivir con semejante nivel de insensibilidad, violencia, injusticia, prepotencia e indiferencia? Con la única excepción de mi maestría, este es el tipo de cuestión presente, como un hilo rojo, en toda la labor que he desarrollado en casi medio siglo de carrera. Y es esto lo que me propongo retomar a continuación.

Republicar