En la madrugada del 26 de enero, a la 1:56, el radar meteorológico instalado en el Instituto de Investigaciones Energéticas y Nucleares (Ipen) de Brasil registró una concentración de aerosoles –partículas finas en suspensión– a unos 27 kilómetros (km) por encima de la ciudad de São Paulo. El evento tenía una forma similar a la de una línea continua que atravesaba la parte superior de la imagen que representaba el sector del cielo observado. Era un suceso sumamente raro, dentro de los límites de la estratósfera, la segunda capa de la atmósfera terrestre, situada inmediatamente después de la tropósfera, que en la capital paulista comienza entre los 16 y 18 km de altura y llega hasta los 50 km.
En las noches sin lluvia y con escasa niebla, como aquella del verano en São Paulo, el radar suele detectar dos tipos de manchas horizontales en el cielo. La más usual, y más voluminosa, está ubicada entre los 3 y 4 km de altitud y representa la acumulación de la contaminación atmosférica que producen los vehículos, las industrias y otras actividades de la metrópolis. La otra, menos densa y no siempre presente, se forma a unos 10 km de altitud e indica la presencia de cirros, un tipo de nubes compuestas por vapor de agua sobresaturado y cristales de hielo microscópicos. La única explicación verosímil para un registro tan llamativo de aerosoles por encima de los 20 km de altitud en aquella madrugada era que las cenizas de una gran erupción volcánica reciente habían llegado a la estratósfera.
“La última vez que habíamos visto algo parecido había sido en 2015, cuando entró en erupción el volcán chileno Calbuco. Pero en aquella ocasión, la pluma de aerosoles había alcanzado un máximo de 17 km de altitud”, relata el físico Eduardo Landulfo, coordinador del Laboratorio de Aplicaciones Ambientales Láser del Ipen, que gestiona el uso del radar. “No esperábamos que el radar tuviese capacidad técnica como para registrar aerosoles hasta casi 30 km de altitud”. Landulfo es uno de los investigadores principales de un proyecto financiado por la FAPESP que estudia la calidad del aire en el Área Metropolitana de São Paulo.
La inusual concentración de partículas en suspensión captada por el radar era el resultado de la gran erupción, ocurrida el 15 de enero, del volcán submarino ubicado entre el islote de Hunga Tonga-Hunga Ha’apai, a 65 km al norte de la isla principal del archipiélago de Tonga, en el Pacífico Sur. La actividad de la caldera fue tan intensa que el territorio de Hunga Tonga-Hunga Ha’apai se partió en dos. Inmediatamente después del cataclismo, científicos de países del hemisferio sur, como Australia y Nueva Zelanda, comenzaron a monitorear la pluma mediante radares, satélites y otros instrumentos.
La violenta explosión volcánica en Tonga provocó un tsunami con olas de hasta 15 metros de altura que afectó a las islas del archipiélago, donde viven 100.000 habitantes. El estruendo de la erupción se oyó a casi 2.000 kilómetros de distancia, en Nueva Zelanda. Una columna de cenizas gigantesca, producto de la actividad volcánica, cubrió Tonga por espacio de 11 horas. La columna o pluma está compuesta básicamente por gases a base de azufre, vapor de agua y dióxido de carbono.
A mediados de febrero, científicos de la Nasa, la agencia espacial estadounidense, realizaron un análisis preliminar de los datos registrados por dos satélites meteorológicos geoestacionarios: Goes-17 y Himawari-8, y arribaron a la conclusión de que la pluma volcánica del HungaTonga-Hunga Ha’apai (el volcán lleva el nombre del islote) alcanzó la mayor altitud que se haya verificado para un fenómeno de este tipo. Treinta minutos después de la explosión de la caldera, esa mezcla de gas, vapor y cenizas expulsada por la montaña sumergida del Pacífico Sur llegó a los 58 km de altitud. La pluma penetró en la mesósfera, la tercera capa de la atmósfera, que se extiende aproximadamente entre los 50 y los 100 km de altura. “La intensidad del evento supera con creces la de cualquier nube de tormenta que haya estudiado”, comentó el climatólogo Kristopher Bedka, del Centro de Investigaciones Langley de la Nasa, en un comunicado a la prensa. El récord anterior había sido la pluma generada en 1991 por la erupción del volcán Pinatubo, en Filipinas, que había llegado a 35 km de altura.
Las erupciones volcánicas tan potentes que llegan a impulsar su estela de humo hasta la estratósfera pueden alterar temporalmente el clima global, más específicamente causando una disminución de la temperatura media del planeta durante meses. Los aerosoles bloquean parte de la luz solar que llega a la Tierra y provocan un enfriamiento del ambiente (léase en Pesquisa FAPESP, edición nº 308). De ahí el interés que estos eventos extremos despiertan entre los investigadores de las ciencias atmosféricas, además, por supuesto, de los propios geólogos y vulcanólogos. “Los aerosoles del Pinatubo enfriaron la temperatura del planeta aproximadamente 0,6 ºC durante un lapso de dos años”, dice la física Márcia Akemi Yamasoe, del Instituto de Astronomía, Geofísica y Ciencias Atmosféricas de la Universidad de São Paulo (IAG-USP). “Pero todavía es muy pronto para predecir si la erupción de Tonga tendrá un impacto similar en el clima global”.
A diferencia de lo que ocurre en la tropósfera, la primera capa de la atmósfera, en la estratósfera o en la mesósfera no hay nubes de lluvia. Esta característica dificulta y ralentiza la dispersión de los contaminantes en las capas altas de la atmósfera, como ha ocurrido hasta ahora con la pluma del volcán de Tonga. “Los aerosoles pueden permanecer circulando durante meses e incluso años alrededor del globo terrestre”, dice Landulfo.
El radar meteorológico del Ipen emplea la tecnología LiDAR, un método de teledetección láser para medir la ubicación de los objetos en relación a la superficie terrestre. Como la velocidad de la luz es una magnitud conocida (unos 300.000 km por segundo), el tiempo necesario para que un haz de luz láser se emita, se refleje en una capa de aerosoles y retorne a su fuente proporciona la distancia exacta a la que está ubicada esa nube de partículas en suspensión.
El instrumental del Ipen está programado para registrar específicamente la presencia de aerosoles que varían desde unos pocos nanómetros hasta algunos micrones, tales como la contaminación urbana, el humo de las quemas, el vapor de agua y los granos de polvo. Se lo utiliza principalmente para estudiar la calidad del aire y el clima en el área metropolitana de la capital paulista y forma parte de la red Latin American LiDAR Network (Lalinet).
“Desde que detectamos la pluma de la erupción del volcán de Tonga por primera vez, hemos seguido su desplazamiento con el radar siempre que las condiciones de observación nocturna son buenas”, dice el físico Fábio Juliano da Silva Lopes, quien realiza una pasantía posdoctoral en el grupo de Landulfo en el Ipen. Algunos días, los científicos del instituto han constatado que la pluma en realidad está dividida en tres segmentos situados a alturas diferentes, a aproximadamente 22, 25 y 27 km.
Los datos preliminares de los registros internacionales apuntan que la erupción del volcán submarino de Tonga probablemente haya alcanzado el nivel 5 del Índice de Explosividad Volcánica (IEV), una escala logarítmica que va de 0 a 8, del nivel más débil al más fuerte, respectivamente. Esa cifra representa una clasificación relativa de la potencia de este tipo de eventos, similar a la que proporciona la más conocida escala de Richter, que mide la magnitud de los terremotos. Desde la erupción del monte Pinatubo en 1991, que alcanzó el nivel 6 del IEV, no había otro registro de una explosión volcánica tan potente como la que se produjo a principios de este año en las inmediaciones del archipiélago del Pacífico Sur.
Rara vez los volcanes de aguas profundas provocan erupciones tan grandes como para vencer la resistencia del mar que los cubre. Normalmente, la presencia del océano reprime sustancialmente su fuerza explosiva. “Pero la erupción en Tonga fue tan violenta que contrarrestó el hecho de que se haya producido bajo el agua. Es la primera vez que un evento tan específico como este del Pacífico Sur pudo ser observado por satélites, los radares de la red LiDAR y otros instrumentos de teledetección remota, todos desarrollados en la segunda mitad del siglo XX”, dice el físico cubano Juan Carlos Antuña-Marrero, de la Universidad de Valladolid, en España, experto en el estudio de los aerosoles, en una entrevista concedida a Pesquisa FAPESP.
La base del islote Hunga Tonga-Hunga Ha’apai está situada a 2.000 metros de profundidad, en el fondo del océano, y forma parte del arco de Tonga-Kermadec, propenso a causar terremotos y conformado por una cadena de volcanes submarinos. Pero el cráter del volcán que entró en fuerte actividad el 15 de enero se hallaba tan solo entre algunas decenas y 250 metros por debajo de la superficie marina. Es decir, es lo suficientemente superficial como para que el océano no pudiera suprimir toda la fuerza de la erupción, pero al mismo tiempo lo suficientemente profundo como para que el magma expulsado se topara con un ingrediente explosivo. La lava calienta rápidamente el agua transformándola en vapor, un gas que se expande rápidamente. Esta peculiaridad tal vez pueda explicar la gran altura alcanzada por la pluma de la erupción.
Pese a no haber sido tan potente como la erupción del Pinatubo, la explosión del volcán de Tonga ha generado datos sorprendentes en menos de un mes de estudios. En las horas posteriores al evento del Pacífico, el satélite Aqua, de la Nasa, registró la producción de ondas de choque, círculos concéntricos que recorrieron varias veces la atmósfera de todo el planeta. Las ondas se iniciaban en la superficie del océano y llegaban hasta la ionósfera, a más de 100 km de altura.
En las próximas semanas, Landulfo, Antuña-Marrero y otros investigadores de Brasil y del exterior realizarán estudios conjuntos para intentar entender las características de la pluma del volcán de Tonga y sus posibles impactos sobre el clima. El investigador del Ipen está en tratativas con colegas de la Nasa para soltar globos meteorológicos que puedan llegar hasta la altura de la pluma para realizar mediciones in situ. Es algo que ya se hizo en la isla Reunión, en el océano Índico, desde donde también se ha avistado la estela de humo de la erupción del volcán de Tonga en la tropósfera. Hasta el cierre de la redacción de este artículo, el radar del Ipen todavía registraba la pluma volcánica a unos 30 km de altura sobre la ciudad de São Paulo.
Proyecto
Área metropolitana de São Paulo: Un abordaje integral del cambio climático y la calidad del aire, Metroclima Masp (nº 16/18438-0); Modalidad Proyecto Temático; Programa FAPESP de Investigación sobre Cambios Climáticos Globales (PFPMCG); Investigadora responsable Maria de Fátima Andrade (USP); Inversión R$5.763.389,75