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Neurología

El dulce de la vida

Por qué nos encanta comer tortas, pasteles y otras cosas dulces

miguel boyayanAtrás de la vidriera de una confitería, lemon pie, mousse de chocolate y otras exquisiteces encienden el apetito. Cremosas, crocantes o tiernas, para hincar los dientes o derretirse en la boca, dulces, de sabor delicado, fuerte o ácido dejan las glándulas salivales en polvorosa. Difícil no querer una porción, y más difícil todavía parar a la primera cucharada. ¿Gula? Los neurocientíficos tienen otro nombre para eso: sistema dopaminérgico de recompensa. La sensación del gusto azucarado en la lengua hace que el cerebro produzca dopamina, un neurotransmisor que estimula a las neuronas responsables del placer. Ese mecanismo hizo que durante mucho tiempo el gusto fuera considerado el principal instigador del consumo de azúcar, pero el neurocientífico Ivan de Araújo descubrió que la absorción de calorías por el organismo también estimula el sistema de recompensa. Los resultados, publicados en la edición de marzo de la revista científica Neuron, pueden ayudar a entender la atracción por los dulces en el origen de muchos problemas de obesidad.

Radicado en el Laboratorio John B. Pierce, asociado a la universidad estadounidense Yale, Araújo cree que el gusto, una herramienta destinada a encontrar alimentos calóricos en la naturaleza, ayuda a los animales a sobrevivir. Pero él pretendía entender mejor el mecanismo que lleva a la preferencia por calorías. Por eso profundizó su especialización durante un posdoctorado en la Universidad Duke, Estados Unidos, donde Sidney Simon y el brasileño Miguel Nicolelis unieron sus conocimientos sobre el funcionamiento de las células que detectan el gusto en la lengua con técnicas de registro detallado de la actividad cerebral que siguen la actividad de conjuntos de neuronas en tiempo real. Ambos investigadores crearon así una línea de investigación que apunta a escrutar las conexiones entre las papilas gustativas de la lengua y el cerebro – la neurofisiología de la gustación.

Asociado a este grupo, Araújo montó un experimento usando ratones genéticamente modificados que no producen una proteína necesaria para sentir sabores dulces, amargos o de aminoácidos. Y verificó que si pueden optar por tomar agua pura o con sacarosa, los ratones normales prefieren el agua dulce. Para los alterados, no hay diferencia. El investigador entonces les dio a los ratones alterados un tiempo mayor para que pudieran usar los efectos metabólicos al evaluar cada uno de los líquidos. En días alternados, ponía de un lado de la jaula una botella con agua pura o una botella con agua dulce del lado opuesto. Al ofrecer cada líquido separadamente, el animal tenía tiempo suficiente como para absorber – o no – el azúcar y sentir sus efectos. El resultado apareció en el comportamiento: cuando el investigador ponía botellas de agua en los dos costados de las jaulas al mismo tiempo, los ratones sin gusto rápidamente optaban por el lado de la jaula donde los días anteriores encontraban agua endulzada. Ellos habían aprendido a asociar la ubicación de la botella al contenido energético del líquido.

“Queda claro que la recompensa que los animales buscan no es el gusto, sino las calorías”, concluye Araújo. Para no dejar márgenes de duda, repitió el experimento con ratones jóvenes. En esta oportunidad empleó sucralosa, un edulcorante con sabor parecido al del azúcar, pero que no es absorbido por el intestino. De nuevo los cobayos con el gusto intacto escogían el agua dulce. Sin embargo, como el producto no es usado por el organismo, los ratones modificados no podían contar con la vía metabólica para detectar azúcar y no desarrollaron la preferencia por ninguno de los lados de la jaula.

Para investigar el mecanismo implicado en ese comportamiento, el grupo midió los tenores de dopamina en el cerebro de los cobayos. Vieron que en los animales normales la cantidad del neurotransmisor en el cerebro aumenta tanto en respuesta al agua con sacarosa como en la que contiene sucralosa, pero los alterados solamente reaccionaron a la sacarosa. Para Araújo, los resultados prueban que dos vías independientes estimulan el sistema de recompensa: la gustativa y la metabólica.

Los edulcorantes se acoplan a los receptores en las células de la lengua de la misma manera que el azúcar, y así engañan al organismo. Pero no por mucho tiempo. Un estudio publicado este año por investigadores estadounidenses demostró que los alimentos con edulcorantes a decir verdad llevan a los animales a ingerir más calorías a largo plazo. “Es probable que el perfil temporal de la liberación dopaminérgica en ambas vías sea diferente”, explica Araújo. El paladar provoca una producción instantánea de dopamina, pero el investigador cree que la estimulación no dura más que algunos segundos. En tanto, el efecto de la vía metabólica, que depende de la absorción del azúcar por el organismo, puede durar minutos o incluso horas. Por eso mismo provoca una producción más sostenida de dopamina. “Parece que la vía metabólica tiene un efecto acumulativo que la vía del gusto no tiene”, especula el neurocientífico, quien subraya la importancia de hacer más estudios empleando una tecnología más precisa para medir las concentraciones de dopamina en el transcurso del tiempo.

Miguel boyayan Limón o chocolate: el azúcar activa el cerebroMiguel boyayan

Circuitos azucarados
Cuando un animal consume sacarosa, el organismo produce insulina, una hormona esencial para procesar los azúcares. Esa insulina es transportada al cerebro y allí potencialmente estimula a las neuronas dopaminérgicas. La dopamina que se produce en consecuencia activa una serie de circuitos cerebrales que afectan las emociones. Araújo aún no sabe en detalle de qué manera esta vía que parte de la detección de calorías por parte del organismo actúa en el cerebro.

Pero la dificultad en trazar la ruta del gusto no es un problema para el investigador. Al contrario, éste parece preferir trayectos intrincados. Graduado en filosofía, Araújo se encantó por la lógica e hizo su maestría en matemática. Aún en busca de la lógica, se internó en las redes neurales virtuales en una maestría en el área de inteligencia artificial y robótica. Descubrió al fin que las redes de neuronas reales son más interesantes y se doctoró en neurofisiología del comportamiento alimentario. Ahora pretende relevar las conexiones entre las neuronas ligadas al gusto y las que incitan a comer.

En busca de socios de investigación, Araújo presentó un seminario en el Instituto de Ciencias Biomédicas de la Universidad de São Paulo (ICB-USP). Allí conoció a la neuroanatomista Sara Shammah-Lagnado, quien le mostró los resultados de la exploración anatómica en la región cerebral que alberga el reconocimiento de alimentos calóricos. En un artículo que será publicado este año en la revista Neuroscience, Sara y su equipo muestran interconexiones entre un área del cerebro ligada a la motivación y otra vinculada a reacciones motoras. “Es una interfaz entre la motivación y la acción”, resume la investigadora.

El encuentro fortuito entre grupos de investigación dio inicio a una búsqueda multidisciplinaria. Araújo espera tener pronto un mapa detallado de los circuitos cerebrales implicados en la vía de señalización entre la insulina y el sistema de recompensa, entre ver un chocolate y comérselo. “Vemos relaciones anatómicas y no podemos asignarles funciones”, dice Sara, “Ivan hace experimentos funcionales que permiten chequear hipótesis basadas en circuitos neurales”. Con el abordaje integrado, el equipo de la USP espera apuntar exactamente en qué zonas del cerebro Araújo debe medir la concentración de dopamina después de que un ratón ingiere calorías.

Los datos preliminares del grupo de Sara indican que están buscando la relación entre comer y sentirse satisfecho en el lugar correcto. “Es una línea de investigación que va a dar sus frutos”, subraya. Es la búsqueda del hábitat de la gula, que antes que ser pecado aseguró la supervivencia y la proliferación de la vida animal en el planeta.

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