
Al fin y al cabo, sostiene los autores, desde el punto de vista del ciudadano, el país afronta un dilema en el combate contra la corrupción: cuanto más se la combate, más se convierte en noticia, y cuanto más noticia es, mayor es su percepción. “Desde el punto de vista del ciudadano, el combate contra la corrupción genera la apariencia de una mayor presencia de ella en la vida administrativa de Brasil”. El peligro es seguir viendo siempre en la vida nacional un “mar de pudrición”. Otro peligro es ver ese mar únicamente en Brasil. “La explicación tautológica de que Brasil es corrupto en razón de su identidad casi prescinde de la reflexión teórica y del estudio empírico del fenómeno de la corrupción. Pese a la crítica aparente, no deja de ser una forma de conformarse con su realidad. De acuerdo con esa visión, el país sería inevitable y definitivamente corrupto debido a ciertos valores y prácticas que, al estar presentes desde su origen, se convirtieron en parte integrante de su carácter. Esta explicación, además de ser prejuiciosa, esencializa la historia y la simplifica, al atribuirle una sobrecarga explicativa a la cultura en detrimento de sus variadas articulaciones con otras dimensiones de la vida social”, analizan los organizadores. “La organización Transparencia Internacional asegura actualmente que de todos los países investigados no hay uno en que se pueda registrar la ausencia del fenómeno de la corrupción. Países ricos como EE.UU., Francia y Alemania o Argentina figuran en las listas en las cuales se verifica la rutina del soborno o coima, que es la forma de corrupción más diseminada en el mundo, una práctica de doble mano: los países sufren internamente, pero también la promueven externamente en sus negocios con otros países”, recuerda el cientista político de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG) Wanderley Guilherme dos Santos.
Partiendo del famoso aforismo, podríamos crear otros derivados como: ‘Si el poder oligárquico corrompe oligárquicamente, el poder democrático corrompe democráticamente’. La democracia, comparada con otros sistemas políticos, ofrece una multiplicidad de medios para la corrupción, debido a la cantidad de transacciones que promueve normalmente entre personas, privadas, y los poderes públicos, debido al volumen de recursos que se distribuyen mediante la deliberación colectiva. Comparada con los órdenes absolutistas y oligárquicos, la democracia sería en principio el más vulnerable de los sistemas políticos conocidos”, analiza. En comparación con los sistemas anteriores, en un Estado democrático moderno es bastante elevada la cantidad de puestos de poder público cuya ocupación es sometida a los designios de un electorado universalizado, sostiene el cientista político. Así, la sociedad no tendría tanto que reclamar al respecto de la corrupción, pues sería responsable por esa distribución del poder. “Se le transfieren a la sociedad los atributos del poder absolutista y en la misma extensión en que se distribuye el poder se distribuyen las oportunidades de corrupción implícitas en él. Por eso la corrupción democrática identifica la cara deteriorada del derecho de participación popular en la constitución y el ejercicio del poder político, tal como Aristóteles lo había anticipado”, evalúa Wanderley dos Santos.

Pero en el actual debate sobre la corrupción se encuentra también presente un ingrediente sistémico de carácter ideológico, análogo al del Imperio y al de la Primera República. La reacción más lúcida a la corrupción se refiere en efecto el comportamiento individual, pero lo encuadra a su vez en una perspectiva política sistémica, no moralista. Según esta postura, la corrupción sería inaceptable debido a que mina la propia esencia del sistema democrático-representativo: “la búsqueda del buen gobierno como gestión correcta, eficiente y honesta del bien público”, acota José Murilo. “Para otros, esta crítica sería solamente ‘udeeneísmo’ y la visión de un buen gobierno sería un instrumento de promoción de la igualdad, sin mayores preocupaciones con la corrección de los medios adoptados.”
El peligro ético que deriva de esto es latente, pero intenso. “Por eso los políticos de izquierda parecen sentirse víctimas de injusticias cuando sus electores manifiestan más indignación ante las noticias de corrupción en sus partidos que ante la corrupción entre los conservadores. Y no hay razón para sorprenderse. Las grandes decepciones son directamente proporcionales a las grandes esperanzas”, sostiene la psicoanalista Maria Rita Kehl. “Cuando se revela que un político elegido con base en compromisos con los intereses populares obró en interés propio, la sociedad queda desorientada, se produce una fractura en el campo simbólico y la indignación en el campo simbólico puede rápidamente desembocar en una autorización cínica de la falta de ética generalizada, en todos los niveles: ‘o se restaura la moralidad…’”, evalúa Kehl. Si los gobernantes, que ocupan el lugar simbólico del padre, se ubican por encima de la ley, la violencia tiende propagarse por toda la sociedad. “En Brasil, en 2005, la crisis del llamado ‘mensalão’ [nota del traductor: supuesto pago de mensualidades a legisladores] movilizó sentimientos de desilusión e indignación más dramáticos contra el gobierno del PT que contra otros partidos que se hubiesen mostrado corruptos, ya que el PT había ganado las elecciones con la bandera de la transparencia”, analiza. Según la investigadora, es comprensible que cuando el gobierno elegido en nombre de la esperanza y de la transformación revela ser igual que los otros, el cinismo le suceda a la decepción y la perplejidad iniciales, y la acción política se desmoralice. Surge entonces el resentimiento.

Ya hubo entre nosotros, durante un largo período, una resistencia de los segmentos mandamases a admitir un modelo de dominación fundado en la igualdad de oportunidades y condiciones, soslayando cualquier posibilidad de cambio social, lo que será determinante para el surgimiento de la figura del ‘malandro’ [nota del traductor: un malevo o por extensión actual, un avivado]. “Acostumbrados a mandar incondicionalmente, los mandones no se reconocerán en el modelo regulador y clasificatorio moderno, y considerarán difícil asimilar la noción de derechos e igualdad”, sostiene el investigador. Y añade que eso es un desaliento para las clases bajas a la hora de hacer lugar a estos imperativos, y así fue como la tradición venció a la modernidad. “En este sentido, los mandones se transformaban y transformaban en ‘malandros’ a los individuos que mantenían bajo su control, pues ese tipo de viveza no es otra cosa que un fenómeno que se niega a reconocer la legitimidad del orden moderno, en busca de obrar soslayando sus instituciones, aunque en una especie de dialéctica del orden y el desorden. Lo que se reproducirá durante larga data será una masa humana que parece querer esquivarse de la racionalidad moderna siempre que sea posible. Al impedírseles competir en pie de igualdad desde que nacen, los individuos se ven como que obligados a creer que existe siempre alguna forma de ingeniárselas, una avivada que ablande la rigidez de la jerarquía social para sacar ventaja y salir airoso”, analiza el investigador. Por eso el habitus del vivo, del ‘malandro’, pasa a valer en los más diversos segmentos sociales: es una búsqueda incesante del capital cultural diferenciado que autoriza a todas las clases sociales a usar el contoneo avivado siempre que sea necesario. No es por otra razón que las propias clases medias, en general moralistas, se valdrán de los recursos de la avivada siempre que se les haga indispensable. La respuesta, al igual que con los políticos corruptos, es la misma: “Ellos son los que terminan por dictarles el ritmo general a los individuos moralmente precarizados del lado periférico del mundo moderno, y solamente un choque radical de ciudadanía podrá ahuyentarlos”.
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