El año 2016 empezó con la noticia en los periódicos de una próxima adecuación de las paredes de los laboratorios de química de todo el mundo. Sucede que, de un momento a otro, los pósteres que exhiben la famosa tabla periódica ‒la lista que ordena los elementos químicos conocidos, según sus características y propiedades‒ quedaron desactualizados. En un comunicado a la prensa emitido el 30 de diciembre de 2015, la Unión Internacional de Química Pura y Aplicada (Iupac, por sus siglas en inglés) y la Unión Internacional de Física Pura y Aplicada (Iupap, también siglas en inglés) reconocieron oficialmente la existencia de cuatro elementos químicos descubiertos en los últimos años. Se trata de los elementos correspondientes a los números 113, 115, 117 y 118, aún sin una denominación oficial, que se suman a los 114 identificados con anterioridad.
A estos nuevos elementos químicos se los denomina superpesados, pues poseen en su núcleo una cantidad elevada de protones (partículas con carga eléctrica positiva), muy superior a la de los elementos químicos que se encuentran en la naturaleza. Ese conjunto de protones, al cual se denomina número atómico, es lo que distingue a un elemento químico de otro y define muchas de sus características. Por ejemplo, el carbono, que constituye la mayor parte de la masa de los seres vivos, alberga en su núcleo tan sólo seis protones. Puro, y a temperatura ambiente, forma cristales que pueden ser negros y blandos, como en el caso del grafito, o bien transparentes y duros, como el diamante, dependiendo de cómo se ordenan los átomos geométricamente. En tanto, el elemento químico más pesado de la naturaleza, el uranio, es un metal sólido bastante denso y radiactivo. Este elemento posee 92 protones y, aun así, es bastante más liviano que los cuatro que ahora se añadieron a la tabla periódica.
La observación de estos nuevos elementos es dificilísima, y no existirían en forma libre en la naturaleza, o al menos, no por mucho tiempo. Al poseer núcleos superpesados, resultan tan inestables y fugaces que se desintegran en fracciones de segundo. Su existencia sólo pudo confirmarse mediante una serie de experimentos que se llevaron a cabo durante la última década.
Uno de los pocos laboratorios capaces de fabricar dichos elementos se encuentra en el Instituto Riken, en Japón. Allí fue que en 2004, se identificó el elemento 113. Otros laboratorios con capacidad similar se encuentran en el Instituto Conjunto para la Investigación Nuclear, en Dubna, Rusia, y en otros centros en Estados Unidos. Un trabajo conjunto entre un equipo de Dubna y científicos estadounidenses, la mayoría de ellos del Laboratorio Nacional Lawrence Livermore, produjo en 2004 el elemento 115, el 118 en 2006 y el 117 en 2010.
Con los cuatro nuevos elementos químicos, que se suman a los elementos 114 y 116, cuya existencia se reconoció en 2011, se completaron finalmente todos los espacios vacíos en la séptima línea de la tabla periódica. “Recién en los últimos 50 años se agregaron 17 nuevos elementos químicos a la tabla, del 102 al 118”, dice el físico Edilson Crema, del Instituto de Física de la Universidad de São Paulo (USP).
“Cuando el químico francés Antoine Lavoisier publicó en 1789 el Tratado elemental de química, al cual se lo considera un hito de la química moderna, la obra enumeraba solamente 33 elementos”, dice el químico e historiador de la ciencia Carlos Alberto Filgueiras, de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG). En ese entonces, la identificación de nuevos elementos químicos dependía del desarrollo de productos y métodos de extracción para poder estudiar los minerales. “El análisis de las propiedades de los nuevos minerales revelaba a menudo la presencia de un elemento químico hasta entonces desconocido”, explica.
La tabla periódica aparecería recién al final de los años 1860. Para ese entonces, los químicos ya habían notado que los elementos, ordenados en forma creciente según su masa atómica (la suma de sus protones y neutrones), integraban series con propiedades físicas y químicas similares, que se repetían periódicamente a lo largo de la fila. A partir de esas observaciones, el químico ruso Dmitri Mendeléyev ordenó los 65 elementos que se habían identificado hasta ese momento en lo que él denominó como tabla periódica de los elementos químicos. Y también anticipó la existencia de otros, tales como el galio y el germanio, que sólo fueron descubiertos años después.
Una vez completas casi todas las lagunas de la tabla periódica entre el hidrógeno, que dispone de un protón, y el uranio, con 92, se comenzaron a utilizar, en la década de 1940, los aceleradores de partículas para intentar producir elementos químicos más pesados que el uranio. Los primeros elementos químicos sintéticos estaban formados por el agregado de un neutrón, el cual, al adherirse al núcleo, se convierte en un protón, liberando un electrón y un neutrino. Esta estrategia funcionó hasta llegar al fermio, que posee 100 protones. A partir de ahí, los elementos pesados comenzaron a crearse mediante la colisión y fusión de dos núcleos más livianos.
La producción de esos elementos requiere de un ajuste preciso entre las masas de los dos núcleos y la energía con la que se los lanza unos contra otros. Sucede que la colisión debe producirse con la suficiente energía como para vencer la fuerza de repulsión entre los núcleos, que poseen carga eléctrica positiva. Pero la energía no puede ser tan elevada como para impedir la formación de un núcleo mayor y estable, aunque sea por unos instantes. El objetivo de los físicos no se circunscribe tan sólo a la obtención de elementos químicos nuevos. También es una forma de probar las teorías al respecto de cómo interactúan los protones y los neutrones, y cómo se comporta la materia a un nivel aún más elemental. Estas teorías explican cómo surgieron los elementos más livianos ‒hidrógeno, helio y litio‒ durante la explosión que habría dado origen al Universo ‒el Big Bang‒, y a continuación, se formó el resto de los elementos por fusión nuclear en el interior de las estrellas y durante las explosiones que las consumen.
El núcleo de los átomos es una región en permanente tensión. Los protones se repelen mutuamente, puesto que todos tienen una misma carga eléctrica positiva. Sólo se mantienen cohesionados por la acción de una fuerza contraria de atracción: la fuerza nuclear fuerte. Este equilibrio entre las fuerzas es bastante delicado. Según Crema, los núcleos, además de los protones, contienen cierta cantidad de neutrones, que son partículas eléctricamente neutras. “Los neutrones son una especie de estabilizadores nucleares”, dice. “Los núcleos con muchos protones requieren una cantidad aún mayor de neutrones en relación con el número de los primeros, lo cual torna más compleja la formación de núcleos superpesados”.
Una teoría a la cual se le da el nombre de modelo de capas nuclear, propone que, en el núcleo de los átomos, los protones y neutrones se encuentran ordenados en capas concéntricas, y cada una de ellas admite una cantidad máxima de partículas: es el llamado número mágico. De acuerdo con este modelo, cuanto más completa se encuentra la capa externa de un núcleo, más estable es el mismo. Esta idea, en principio, explicaría por qué algunos núcleos pesados se desintegran fácilmente mientras que otros existen durante un tiempo mayor. Los físicos esperan poder fabricar elementos que contengan números mágicos de partículas. Los mismos tendrían la posibilidad de mantenerse estables durante varios años y permitirían iniciar una octava, e incluso una novena línea en la tabla periódica. “Pero eso”, dice Crema, “es por ahora solamente una conjetura y un anhelo”.
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