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ITINERARIOS DE INVESTIGACIÓN

Investigación solidaria

La psicóloga Raquel da Silva Barros relata cómo el contacto con personas en situación de vulnerabilidad contribuyó para la implementación de una nueva metodología de acogida

Léo Ramos Chaves / Revista Pesquisa FAPESPNunca me sentí identificada como una investigadora de laboratorio o biblioteca, porque siempre me he inclinado por un tipo de investigación que condujera a lineamientos más prácticos. Recuerdo haber tenido unos 10 u 11 años cuando comencé a acompañar a mi abuela, cada fin de semana, a repartir comida a personas necesitadas en Sorocaba, la ciudad del interior paulista donde nací. Me causaba mucha impresión ver a aquella gente comiendo de la olla, con la mano, tan carentes de todo. Ahí, siendo aún una niña, empecé a pensar que tenía que hacer algo que pudiera contribuir a cambiar la vida de la gente.

Más o menos por la misma época acudí a una psicóloga, la madre de una amiguita de la escuela. Me llamó la atención su capacidad de escucha, de prestar ayuda y brindar apoyo. Cuando llegó el momento de presentarme al examen de ingreso a la universidad, no lo dudé: me inscribí en psicología en todas las facultades disponibles y aprobé en la USP [Universidad de São Paulo].

Fue importante poder asistir a una universidad pública. El hecho de no tener que pagar una cuota mensual, por más paradójico que pueda parecer, despertó en mí una urgencia por trabajar, tanto para mantenerme como para tratar de devolverle al Estado lo que este estaba invirtiendo en mi formación. Comencé a dar clases de historia en la enseñanza media, en una escuela pública en la periferia de Itapecerica da Serra, en el Área Metropolitana de São Paulo. Tenía 18 años y entré como reemplazante de una profesora. Nadie quería dar clases allí. Mis alumnos eran precisamente la clase de personas con las que mi familia siempre me recomendaba no relacionarme, como drogadictos, por ejemplo.

La labor en la escuela orientó mi carrera, porque fui empezando a entender todas estas cuestiones sociales. Promediando la carrera tuve la oportunidad de hacer una iniciación a la investigación científica. Comencé a estudiar el efecto de la marihuana en el humor de la gente en situación de vulnerabilidad. Simultáneamente, participé en investigaciones cuyos resultados fueron utilizados por el Instituto de Medicina Social y Criminología de São Paulo para apoyar actividades con los padres de consumidores de sustancias psicoactivas. También formé parte de equipos que desarrollaban investigaciones etnográficas sobre el uso de drogas inyectables.

Terminé especializándome en esta área de uso de drogas. En mi maestría, también desarrollada en la USP, investigué la relación y la comunicación entre padres e hijos consumidores de drogas. Para ello, entrevisté a 30 padres y madres de jóvenes usuarios de drogas y a los propios consumidores. Mediante el empleo de técnicas de análisis del discurso, contrasté información de los hijos, la mirada que ellos tenían sobre las drogas –en la época, marihuana y cocaína–, con la mirada de los padres y la percepción de cada uno de los jóvenes acerca de lo que pensaba su familia del uso de drogas. La investigación también incluyó el propio fenómeno de la adicción y las relaciones personales en ese contexto. Mi hipótesis era que las relaciones entre padres e hijos se resentían más por la falta de comunicación entre ellos que por la droga en sí misma. Reuní una gran cantidad de material sobre el tema.

Cursé las materias obligatorias, recopilé los datos, pero decidí que quería pasar una temporada en el exterior. Elegí ir a Italia por dos razones: porque poseo la doble nacionalidad y porque conocía a un psicólogo italiano que trabajaba con consumidoras de heroína. La idea era quedarme seis meses en Italia, pero acabé viviendo allí por siete años. Luego de un año en el exterior, período en el que suspendí el máster, regresé a Brasil y realicé el examen de calificación previa. Como este no era válido en Italia, decidí cursar una segunda licenciatura en psicología allá, ahora en la Universitá di Padova, en Padua. Hasta que conseguí defender el máster, entre 1993 y 1996 venía a Brasil una vez al año, directamente a trabajar un mes en la USP.

Casi no hablaba italiano. Cuando llegué allá, el psicólogo que conocía me dijo que solo conseguiría una beca si hablaba el idioma, de lo contrario, tendría que volverme. Estaba desesperada. Ya había iniciado una pasantía en una cooperativa de trabajo para adictos a la heroína. Esos hombres y mujeres acabaron adoptándome y día a día me enseñaban a hablar y a escribir algo nuevo del idioma. Así fue que pude demostrar aptitud y obtener la beca. Para mí fue una experiencia muy fuerte: justamente aquellas personas a las que imaginaba que había ido a ayudar, con quienes fui a trabajar, acabaron ayudándome fuertemente a mí.

Archivo personal En 2010, de cabello largo junto a la reina Silvia (en el centro), de Suecia, durante un evento en homenaje a su trabajoArchivo personal

Años después, me convertí en la coordinadora de esa cooperativa y comencé a trabajar con las madres adictas a la heroína y la relación con sus hijos, vulnerabilidades y apegos. La experiencia me sirvió como trabajo final para mi segunda licenciatura en psicología y, personalmente, exigió mucho de mi parte. Me había casado con un italiano e intentaba quedar embarazada, pero sin éxito. Venía regularmente a Brasil, armé un grupo de investigación en la Unifesp [Universidad Federal de São Paulo] y, durante cuatro años, trabajé en la zona de la Cracolândia, con madres adictas a la heroína y al crack.

En 2000, regresé definitivamente a Brasil y me dediqué a sentar las bases, en Sorocaba, de una organización para madres con hijos en situación de vulnerabilidad. Algunas tenían antecedentes de consumo de drogas, pero la mayoría eran víctimas de abusos de toda índole, desde explotación sexual familiar hasta la trata de mujeres. En ese entonces pensé: si no puedo quedar embarazada tendré hijos así, adoptando a estas madres. Y así, en 2001, nació Lua Nova [Luna Nueva]. Curiosamente, un año más tarde, quedé embarazada de gemelas. Fue una etapa muy importante en mi vida.

En Lua Nova pude desarrollar el tratamiento comunitario, al que podría definir como una metodología de acompañamiento y desarrollo de personas en situación de vulnerabilidad extrema a partir de relaciones no formales, establecidas, por ejemplo, con los amigos. En el tratamiento, identificamos y afianzamos estas relaciones precisamente porque son más horizontales, más personales y, por lo tanto, más empáticas. De esta manera la ayuda es más efectiva. Fue desarrollando esta metodología y elaborando indicadores de vulnerabilidad en salud, educación y vivienda que conseguimos suscribir convenios con la Unión Europea. Hemos ampliado este tipo de tratamiento a comunidades en Colombia, México, Costa Rica, Chile, Uruguay y Argentina. Ahora hay 78 comunidades en 11 países.

En 2015 sufrí un revés personal cuando me descubrieron un cáncer de mama que me llevó a cerrar La Nova y dar por terminado un capítulo importante de mi vida. Como no quería quedarme quieta, dos años después, entre sesiones de quimioterapia, decidí encarar un doctorado en la Unifesp. Por desgracia, no pude asumir el esfuerzo que supone la producción de una tesis y tuve que desistir. Pero la universidad acabó creando una carrera de especialización en tratamiento comunitario y me convertí en su coordinadora.

Actualmente, a punto de cumplir 57 años, doy clases de psicología en el Centro Universitário Facens, en Sorocaba, y coordino un curso de iniciación a la investigación científica en la institución. Retomé el doctorado y tengo pensado defender mi tesis en 2023. Estoy trabajando con los datos que recolectamos con el tratamiento comunitario en América Latina, partiendo de una base de investigación muy disciplinada y organizada. Por fin estoy validando científicamente la investigación y la actividad de toda una vida con el objetivo de ayudar a desarrollar políticas públicas para la gente en situación de vulnerabilidad.

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