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Artes gráficas

La segunda derrota de Napoleón

La Misión Francesa de iluministas sufrió al juntar realeza y esclavitud

Nicolas-Antoine Taunay, vista de Río desde la colina de Glória, 1816-21No basta con ser rey, hay que parecerse a un rey. O, en las palabras de Montesquieu, “el esplendor que circunda al rey es parte capital de su propia pujanza”. “Más que un elogio, la consideración sintetiza la dimensión simbólica de cualquier poder público y político. Si bien es solamente la realeza la que introduce el ritual en medio de su lógica formal y en el cuerpo de la ley, no hay sistema político que no eche mano del aparato escénico, que se conforma como un teatro, como una gran representación”, sostiene la historiadora Lilia Schwarcz, autora del recién lanzado libro O sol do Brasil: Taunay y as desventuras dos artistas franceses na corte de d. João (Companhia das Letras, 412 páginas, R$ 55) y curadora de la muestra Taunay en Brasil: una lectura de los trópicos, que llega a São Paulo el próximo día 17 y permanecerá abierta hasta un sintomático 7 de septiembre en la Pinacoteca del Estado de São Paulo, luego de una  temporada en Río.

El pintor francés Nicolas-Antoine Taunay (1755-1830), conocido como “el David de los pequeños paisajes” (en referencia al principal pintor histórico napoleónico), también está presente en otros dos bellos lanzamientos de libros: Taunay no Brasil (Editorial Sextante, 272 páginas, R$ 98), que contiene una  compilación de textos de especialistas; y Taunay e o Brasil: obra completa (Editoriaç Capivara, 272 páginas, R$ 135), editado por Pedro Corrêa do Lago, con las 29 pinturas del artista en su estadía en la corte de Don João, entre 1816 y 1821. “La visión de Taunay es una de las más interesantes entre los diversos pintores viajeros que pasaron por acá. Es fascinante verlo intentar adaptar al nuevo paisaje de Río las composiciones clásicas que solía repetir en Europa, con detalles dignos de miniaturista”, explica Lago. Las razones que trajeron al prestigioso vicepresidente de la Clase de Bellas Artes del Institut de France (al menos hasta 1815, momento de la caída de Napoleón, a quien era ligado y cuya desgracia determinó su ostracismo del mundo artístico de la restauración borbona) ponen en cuestión un mito clásico de la historiografía brasileña: la Misión Francesa (de la cual Taunay formó parte) que, según la versión oficial, habría sido llamada por el monarca lusitano exiliado en Brasil, con intermediación del marqués de Marialva, para traer ecos de la civilización al trópico. El proyecto, organizado por Joachim le Breton, administrador de las Obras de Arte del Museo de Louvre, preveía la venida de un grupo de artistas a Brasil para la enseñanza industrial y artística. Pese a malograrse, dicha Misión (con toda la carga religiosa de fardo civilizatorio que la denominación carga) terminó dando luz, en 1826, a la Academia Imperial de Bellas Artes, centro importante de formación de futuros artistas nativos brasileños.

Por encima de todo, la Misión, que traía artistas neoclásicos, debería servir para, según acota Lilia, “elevar una corte transmigrada y carente de modelos de nacionalidad”, ya que la nación, sigue, surge representada como “objeto de deseo”, una institución económicamente, físicamente y emocionalmente digerible. “Las imágenes actúan rompiendo, pero también consolidando representaciones que crean la noción de patria y patria como hogar”. Eso era fundamental en una sociedad iletrada, en la cual las imágenes comunicaban sentidos de manera oral y se transformaban en instrumentos poderosos en la formación de representaciones de cómo los individuos se perciben a sí mismos como miembros de una nación. “Sobre todo en el contexto en que una corte inmigrada luchaba para mantener su soberanía, pintores neoclásicos asumían la misión de conformar una nación y dotar de pasado y tradición a un imperio de historia reciente”, asevera la investigadora. El punto importante es que esa iniciativa, al contrario de lo que se imaginaba, no partió directamente del monarca que, “esclarecido”, deseaba traer artes y progreso a su antigua colonia, sino del esfuerzo personal de algunos nobles portugueses, más celosos de la “parte capital de su propia pujanza” que el monarca lusitano. Es más: en buena medida, el deseo de venir a Brasil partió de los propios artistas franceses que, al final del imperio napoleónico, con el cual estaban comprometidos, se vieron desempleados y en situación de penuria, necesitados de refugio en alguna otra corte, de preferencia en la América portuguesa, pues la hispánica no mostraba buena voluntad con los antiguos súbditos del corso. El gran catalizador silencioso de ese movimiento fue un ingeniero y naturalista: Alexander von Humboldt.

En su  libro Essai politique sur le royaume de la nouvelle Espagne, publicado en 1811, el alemán describía el éxito de la Academia de las Nobles Artes, fundada en México en 1783, un proyecto de desarrollo artístico e industrial. “Amigo de Le Breton, Humboldt habría influenciado al francés con sus experiencias mexicanas e incluso puede haberlo convencido acerca de las posibilidades de progreso artístico que había en la América portuguesa. El reino lusitano podría convertirse en cuna del progreso y receptor de artistas, de cara a la situación difícil vivida por Europa con la caída de Napoleón, quien, poco antes, fuera el responsable de la fuga de la corte portuguesa a Brasil”, asevera la historiadora Eliane Dias, becaria de la FAPESP de posdoctorado en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo (FAU-USP). “Podría haber sido Humboldt, influyente ante la corte de Don João, quien convenció al marqués de Marialva de un proyecto en los moldes del mexicano. Éste, persuadido por el alemán, puede haber articulado las correspondencias entre Le Breton y Francisco Maria de Brito, responsable de las cuestiones diplomáticas de la corte portuguesa en París”, acota. El detalle importante es que, en ningún momento, en la correspondencia de los involucrados, se habla efectivamente de un apoyo oficial del gobierno al proyecto. “El propio Le Breton tenía intereses personales en función de su delicada situación en París, pues defendiera la permanencia en Francia de objetos de arte conquistados por Napoleón. En 1816, él mismo parte rumbo a Brasil como jefe de una colonia de artistas, llevando adelante el proyecto elevado a Brito.”

Nicolas-Antoine Taunay, escena marítima de Río, 1816-21“Artistas desocupados, la moda francesa en las artes, una monarquía europea en América, una colonia hasta entonces cerrada a los franceses y con potencial de comercio. Con todos estos argumentos, resulta más correcto pensar que fueron los viajeros quienes resolvieron venir a Brasil. Trabajo no les faltaría, pues llegaron en el momento de las exequias de Doña Maria I y antes de la coronación de Don João y del casamiento de Don Pedro”, añade Lilia. En dicho contexto, el paisajista con experiencia en pintura histórica Taunay fue una figura clave. “Era preciso darle a la monarquía brasileña una nueva historia, una iconografía original. Mientras que la realeza era enaltecida (y la esclavitud literalmente olvidada), el pasado era recordado a partir de la elección de imágenes que insistían en la descripción de una  flora grandiosa, adornada con indígenas, en escenarios idealizados. Eden e ícono de la memoria imperial, el trópico surgía como un escenario romantizado, en oposición al espectáculo ‘degradado’ del mestizaje”, sostiene la investigadora. Con los franceses, llega a Brasil el neoclasicismo, que dejaría de lado la anterior pasión por el Barroco, en general hecho por artesanos de extracción social y racial “inferior”. Según Lilia, Taunay habría sido el personaje emblemático de los impasses y contradicciones de la supuesta Misión Francesa, pues en él “las virtudes exaltadas del academicismo francés tuvieron que combinarse con la grandiosidad del trópico, donde una selva valía una catedral y un arroyo (aun cuando alterado en sus proporciones) correspondía a las exaltaciones de los monumentos franceses”.

Pese a ser víctima política de la rea¬cción monarquista en Francia, el arte de Taunay, la pintura de paisajes, cobra nuevo aliento con el retorno de los monarcas, quienes, siendo conservadores, deciden eliminar el pasado napoleónico reviviendo a las célebres academias. “Ese género cobra una nueva relevancia, compitiendo con la antigua supremacía de la pintura histórica. En ese contexto político y artístico debemos entender el montaje de la Misión de 1816”, explica Lilia. El paisaje era fundamental en el nuevo movimiento romántico, pues mientras que el Iluminismo enfatizaba el universalismo y la racionalidad, el Romanticismo, por oposición, destacaba la subjetividad y el racionalismo. Al mismo tiempo, tenían éxito las teorías de Schelling, para quien el arte era una forma privilegiada de representar la esencia de la nueva filosofía que se inscribía en la noción de naturaleza. “El arte sería la conexión entre alma y naturaleza, una síntesis vital de ambas. Pero el filósofo alentaba una atención cercana de la rea¬lidad visual en el proceso de conocimiento de la naturaleza”, sostiene la autora. Para los nuevos artistas, era también deseable la búsqueda de la diversidad, de la investigación de imágenes no comunes que excluyen el reposo de la observación, pero siempre hecha in situ. “Sin embargo, desafortunadamente, para Taunay, si el mercado favorecía el género del paisaje, el nuevo soberano francés se distanciaba de todos los que recordasen el nombre de Napoleón”. Restaba únicamente el exilio en una corte que anhelaba una posteridad y legitimidad renovada en tierras poco cultivadas.

“Pero, si por un lado había un modelo neoclásico, con sus ejemplos de la Antigüedad mezclados con la civilización occidental, por otro había una colonia signada por la esclavitud. De allí los límites de la inserción de una Misión como ésa. El modelo que se pretendía era inalcanzable y la salida era imaginar una  civilización posible, despegada de la realidad y dibujada en papel. Para peor, en tiempos de dominio inglés, un grupo de franceses simpatizantes de Napoleón no era bien visto”, dice Lilia. Así, nada de lo que fuera planeado fue ejecutado, y los artistas en poco tiempo cayeron en la apatía, aprovechados para la realización de fiestas y rituales de la realeza. Taunay aprovechó su  tiempo libre pintando paisajes cariocas y sufriendo, como “hijo iluminado de la Revolución Francesa”, la pesadilla de la adulación en una tierra inculta y donde, para progresar, era preciso “tener negros, y por ende, dinero para comprarlos”.

De allí su dedicación idealizada a la imagen del campo. “En contraposición a la vida burguesa, surgía el paisaje intocado por los hombres. La imagen del campo servia didácticamente para hablar de los valores verdaderos: el trabajo, la piedad como virtud de la familia unida”, dice la autora. La esclavitud, sigue, aparecía como límite y por ello la vegetación es mayor que los hombres que aparecen diminutos. En su lugar está lo pintoresco de la naturaleza. “Todo el entorno es inflado para reducir el papel y el lugar de la esclavitud que es casi una escena muda y por supuesto, pasiva”. Basta con ver el lienzo Cascatinha da Tijuca para entender el dilema de Taunay, símbolo del dilema de la Misión, en que el artista se retrata pintando y congregándose en una unión con sus esclavos, pintados como figuras minúsculas, casi invisibles, una alegoría de la ideología del artista, escondida en medio de la selva. Aun ésta reproduce (en la pintura y en la vida del artista) el bosque francés de Montmorency, donde el pintor vivió en la casa que perteneciera a Rousseau. “El carácter educativo de la obra muestra la tradición iluminista de la cual Taunay es hijo, aunque el sistema esclavista brasileño sea un poderoso obstáculo a esa concepción”, sostiene Eliane. Es en ese mundo alegórico y hecho de tinta y papel que a la corte exiliada le gustaría a lo mejor haber vivido, y por el cual deseaba ser recordada por la posteridad. Pero por supuesto, con esclavos mucho más grandes y fuertes para servirlos.

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