Cuando un bosque le cede espacio a un descampado o bien a usos humanos, lo que se pierde es mucho más que la superficie deforestada. Los denominados “efectos de borde”, determinados en gran medida por la alteración en la entrada de luz solar y de humedad, penetran de 200 a 400 metros monte adentro y alteran el ecosistema de especies zoológicas y botánicas, como así también su funcionamiento ecológico. Un estudio encabezado por los ecólogos Marion Pfeifer, de la Universidad de Newcastle, y Robert Ewers, del Imperial College de Londres, ambos en el Reino Unido, que salió publicado en la edición de noviembre de la revista Nature, indica que el 85% de las especies queda afectado por el efecto de borde. “La selva se convierte en otra”, resalta la bióloga brasileña Cristina Banks-Leite, docente del Imperial College de Londres y coautora del estudio. “Todavía no podemos decir hasta qué punto la comunidad puede adaptarse al nuevo funcionamiento de la selva”. Para entender esta dinámica en mutación, los científicos analizan exhaustivamente aquello que afecta al funcionamiento ecológico de las selvas y cuál es su aporte para las actividades humanas, por ejemplo, suministrando polinizadores para los cultivos, lo que se denomina servicios ecosistémicos.
Una dificultad para medir los efectos de borde reside en que el desmonte suele no seguir líneas regulares y forma islas geométricas de selva. “El trabajo de Nature constituye un avance importante en el desarrollo de la técnica que permite medir el efecto en manchas irregulares”, dice Banks-Leite. Lo peculiar surge de la coautoría de la matemática francesa Véronique Lefebvre, del Imperial College, quien desarrolló las variables I (influencia de borde) y S (sensibilidad al borde) para evaluar de manera cuantitativa la configuración del paisaje (como por ejemplo, el declive de la cobertura de las copas de los árboles) y cómo responden y transitan las especies animales en ese ambiente. “Este método incorpora dos aspectos que no se habían tenido en cuenta en los análisis cuantitativos: el contraste entre hábitats y bordes múltiples más allá del más cercano”, explica Pfeifer.
El análisis de 1.673 vertebrados en 22 selvas de América, África, Australia y Asia apuntó que la mitad de las especies sufren el desmonte (y corren riesgo de extinción) y la otra mitad se expande, con plantas y animales invasores que son exitosos en ambientes alterados. Algunos dirán que da lo mismo, pero el problema reside en que es esas especies generalistas no necesariamente contribuyen para el funcionamiento de la selva.
No todos los animales poseen la misma sensibilidad a los efectos de borde. Los anfibios, por ejemplo, corren riesgo de resecarse fuera del meollo de la selva, en particular si son pequeños. En tanto, las serpientes y los lagartos, con su cuerpo alargado, pueden asarse al sol si fueran grandes. Entre los mamíferos, los murciélagos puede que logren trasladarse sobrevolando tramos menos favorables, mientras que los terrestres de gran porte están limitados al espacio necesario para obtener recursos.
Tal limitación trasciende la propia supervivencia de los animales, apunta un artículo elaborado por científicos del Centro de Investigación en Biodiversidad y Clima Senckenberg, de Alemania, que salió publicado en la edición de enero de la revista Science. Con el aporte de colaboradores de varios países, incluso de Brasil, en dicho estudio se analizaron 57 especies de mamíferos y se verificó que en las áreas más alteradas por las actividades humanas el desplazamiento de animales desciende a la mitad o a un tercio de lo habitual, fundamentalmente debido a cambios en el comportamiento de los individuos. Más allá de afectar la búsqueda de alimentos y otros recursos entre los animales, esta alteración también incide en el ciclo de nutrientes del ecosistema y en la dispersión de semillas, entre otras cosas.
En Brasil se incluyeron varias especies monitoreadas en la ecorregión del Pantanal, una de las áreas con el menor índice de alteración antrópica entre todas las evaluadas, explica la bióloga Nina Attias, quien aportó datos recabados durante su doctorado, que cursó en la Universidad Federal de Mato Grosso do Sul, en la Empresa Brasileira de Pesquisa Agropecuária (Embrapa) Pantanal, acerca del desplazamiento de los armadillos. “Los armadillos y el resto de los mamíferos monitoreados en el Pantanal sirven como base de comparación para evaluar cómo se desplazan los animales en zonas con múltiples niveles de alteración antrópica”. A escala local en el Pantanal, las zonas con diferentes niveles de preservación alteran la forma en que los animales utilizan el espacio, según ella, que actualmente es investigadora del Instituto de Conservación de Animales Silvestres, en Campo Grande (Mato Grosso do Sul).
A juicio de Cristina Banks-Leite, el problema reside en que no se puede prever la sensibilidad de una especie basándose en sus características. Su alumno de doctorado Jack Hatfield analizó los datos surgidos de los estudios efectuados en el Bosque Atlántico paulista. En uno de ellos Banks-Leite capturó aves valiéndose de redes, entre 2001 y 2007, en 65 áreas de estudio. En otro trabajo, el biólogo Pedro Develey, quien en la actualidad es el director ejecutivo de la organización no gubernamental BirdLife/ SAVE Brasil, estudió y documentó aves en 32 localidades entre 200 y 2003. En conjunto, ellos incluyen 196 especies de aves, que Hatfield clasificó según 25 características morfológicas y comportamentales. Posteriormente, Develey elaboró un ranking de sensibilidad al desmonte para cada uno de los estudios y buscó cuáles variables tenían mayor influencia, tal como fue descrito en un artículo publicado en enero en la revista Ecological Applications. “El ranking es el mismo para los dos conjuntos de datos, lo cual indica que el modo de recolección de datos no lo afectan”, dice Banks-Leite.
Sin embargo, cuando se analiza estadísticamente cuáles son las variables que afectan a ese ranking, el resultado es casi aleatorio. Los mejores indicadores fueron el número de hábitats frecuentados por las especies, la capacidad de usar ambientes abiertos y el comportamiento de rastrear los senderos de las hormigas legionarias, comiendo los insectos desplazados por el numeroso ejército en miniatura. Pero ninguna de esas características posibilita un pronóstico concluyente y congruente del modo en que se comportarán las aves ante las alteraciones en la selva. “Dentro de una misma especie existen individuos más y menos sensibles”, recuerda Banks-Leite. Ella considera que la plasticidad de cada especie para adaptarse a los distintos ambientes, que les permite a los animales asumir funciones distintas según la situación, puede llegar a ser más predictiva. “Una misma función puede ser desempeñada por organismos muy disímiles: desaparece un ave y surge una araña, por ejemplo”. Con todo, para entender esos procesos se necesita recabar conocimiento sobre organismos diferentes, algo raro.
Y eso es lo que viene haciendo el grupo de la bióloga Deborah Faria, también coautora del estudio de la revista Nature y coordinadora del Laboratorio de Ecología Aplicada a la Conservación de la Universidad Estadual de Santa Cruz (Uesc), en Ilhéus, estado de Bahía. Por medio de análisis a escala del ecosistema, efectuados durante cinco años de proyecto en áreas de selvas remanentes ubicadas en fincas privadas, ella y sus colaboradores han caracterizado el cambio que genera la tala en el Bosque Atlántico en esa región del sur del estado de Bahía. “Develamos que el desmonte conduce a la degradación de la estructura física, alteraciones en las pautas de composición y abundancia de especies y en los procesos ecológicos de la selva remanente”.
Fragmentos incluidos en ambientes con menos selva, por ejemplo, producen menos frutos en comparación con áreas de mayor densidad forestal, según informa un artículo publicado en 2017 en la revista Biotropica. Ese trabajo forma parte de la tesis doctoral de la bióloga Michaele Pessoa, que bajo la supervisión de la bióloga Eliana Cazetta, y durante el transcurso de un año recolectó y midió los frutos producidos en 100 parcelas de 100 metros cuadrados cada una, que suman un total de 1 hectárea estudiada. La pérdida forestal afectó la variedad y la abundancia de frutos con pulpa, en gran parte porque los árboles de sombra, adaptados a la vida en lo profundo de las selvas, se muestran sensibles a las alteraciones del ambiente. En aquellas áreas que conservaban menos del 30% de la vegetación original, casi el 60% de los árboles eran típicos de zonas asoleadas abiertas, lo que representa como mínimo el doble de lo que es habitual en la selva.
En ese contexto, las áreas taladas también conservan menor cantidad de aves que se alimentan de frutos y de insectos, tal como lo muestra el trabajo del biólogo José Carlos Morante-Filho, en la actualidad docente de la Uesc, que salió publicado en 2015 en la revista PLOS ONE, como parte del doctorado supervisado por Deborah Faria. “La abundancia y la diversidad de las aves no disminuyen, pero las especies son otras”, dice Faria. Las aves selváticas se tornan abruptamente más raras y menos diversas desde un punto de vista funcional cuando queda menos de la mitad de la vegetación original en un área determinada, medida en un radio de 2 kilómetros en torno al centro de cada una de las áreas tomadas como muestra. La alteración en la composición de la fauna avícola, que cumple un papel destacado en la difusión de semillas, forma parte de una transformación en el funcionamiento de esas selvas.
También es drástico el empobrecimiento de los árboles en los bosques devastados, como queda claro en el artículo de la bióloga Maíra Benchimol, docente de la Uesc, que salió publicado en 2017 en la revista Biological Conservation. El grupo analizó las comunidades de árboles adultos y jóvenes y develó que se requiere al menos un 35% de la selva para garantizar la diversidad de los ejemplares jóvenes. “Cuando observamos un árbol adulto estamos viendo el pasado: 90 años atrás, tal vez, cuando el mismo prosperó”, advierte Faria. Ella explica que los ejemplares adultos no se están recuperando en las áreas degradadas, lo cual da origen a una selva compuesta por árboles de madera menos densa, que almacena menor cantidad de carbono. La investigadora estima que algunas especies arbóreas, como por ejemplo el jequitibá-da-bahia, ya no cuenta con ejemplares suficientes como para promover una recuperación. “Sólo quedaron ejemplares adultos, es casi un fósil viviente”.
El umbral a partir del cual los estudios indican que la composición de árboles y aves cambia de manera significativa llama la atención especialmente porque el área de conservación contemplada por ley para las tierras privadas según establece el nuevo Código Forestal, revisado en 2012, tan sólo es de un 20%. “La tala de más de un 60% provoca una alteración en el régimen de las selvas, actualmente degradadas y marginales, causando la pérdida o reducción de la capacidad de esas selvas para suministrar servicios ambientales”, advierte Faria. Ella está trabajando en una síntesis del proyecto, con las conclusiones a las que arribó en términos de efectos ecológicos del desmonte. “Algún día dispondremos de un conjunto de datos a largo plazo para el Bosque Atlántico similares al PDBFF para la Amazonia”, proyecta, en alusión al Proyecto Dinámica Biológica de Fragmentos Forestales, un experimento que ya lleva 38 años en la Amazonia central, 80 kilómetros al norte de Manaos (AM).
Hoy en día, queda claro que los cambios ecológicos evidentes en la selva fragmentada que devela el experimento amazónico son una consecuencia de las interacciones entre efectos locales, tales como la tala y la caza, y los cambios a otra escala, incluso global, de acuerdo con un balance publicado este mes en la revista Biological Reviews. Ése es el caso de una aceleración en la productividad de las plantas como respuesta al aumento del gas carbónico (CO2) en la atmósfera. “El CO2 puede fertilizar a las plantas incrementando su nivel de crecimiento pero brinda a los árboles dominantes y a las lianas la oportunidad de sofocar a algunas de las especies vegetales únicas de la Amazonia”, explica el biólogo estadounidense William Laurance, de la Universidad James Cook, en Australia.
Laurance relata que en los años 1980 resultó sorprendente verificar la rapidez del impacto de los efectos de borde. Pero no todo fueron pérdidas: hay especies ganadoras y perdedoras. “Los fragmentos son hiperdinámicos y muchos procesos, tales como las alteraciones en la población de especies y los ciclos de nutrientes, se aceleran”. En términos de funcionamiento ecológico, el experimento indica que la dispersión de las semillas mayores disminuye en los fragmentos debido a la desaparición de los animales de gran porte. Eso, sumado a la tendencia a la quema cada vez mayor en la región, y a la influencia de la caza en la región amazónica, provoca que la deforestación tenga efectos devastadores.
Allí donde hay intereses humanos involucrados, los procesos ecológicos se convierten en servicios ambientales. “Yo entiendo a esos servicios del ecosistema como un efecto de borde inverso, es decir, el efecto del bosque sobre las áreas de uso humano”, explica el ecólogo Jean Paul Metzger, del Instituto de Biociencias de la Universidad de São Paulo (USP). Su grupo ha estudiado los beneficios de la selva para las plantaciones de café en la región fronteriza entre los estados de São Paulo y Minas Gerais, conocida como Mogiana y Sul de Minas, de donde sale una cuarta parte de la producción nacional. Ellos detectaron efectos positivos de esa relación, tales como el resultado de la actividad de aves y murciélagos. Al consumir plagas, esos animales garantizan una menor pérdida de hojas en los cafetos y mayor cantidad de frutos, según refiere un artículo publicado en 2017 en la revista Landscape Ecology. La presencia de abejas, esenciales como polinizadoras, también se ve afectada por la estructura del ecosistema. Un estudio que salió publicado en 2016 en la revista Agriculture, Ecosystems and Environment detectó una mejora del 28% en la productividad de las plantas de café en presencia de 22 especies de abejas, tanto nativas como aquellas africanizadas. Los datos son suficientes como para recomendar que las plantaciones no estén ubicadas a más de 300 metros de algún borde selvático, distancia que abarca la capacidad de vuelo de esos insectos. Empero, Metzger advierte que el efecto de borde no siempre es positivo para el ser humano y, en algunos casos, puede incidir en la difusión de enfermedades tales como el dengue y la fiebre amarilla.
Los habitantes originales de las selvas son los mayores interesados en la preservación de su funcionamiento, pero están lejos de ser los únicos. La comprensión de esos procesos requiere de inmensos conjuntos de datos recabados y analizados por equipos multidisciplinarios, lo cual es un objetivo en construcción.
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