josé carlos motta juniorUn paisaje que parece un vasto campo abandonado, con un árbol aquí y otro allá, perseguido por el sol ardiente del interior paulista, emerge como una notable reserva de aves a cielo abierto. El Cerrado [sabana] de la Estación Ecológica de Itirapina, a 230 kilómetros de la capital paulista, alberga 231 especies de aves, entre ellas delicados pájaros que caben en la palma de la mano, la urraca campestre, 17 especies de gavilanes y halcones y siete de lechuzas, predadores del tope de la cadena alimentaria como si fuesen leones alados, y el ñandú, la mayor ave brasileña, de hasta 1,80 metro de altura. En los 23 kilómetros cuadrados de ese descampado — un área equivalente a un 1% del Distrito Federal, el corazón de la sabana brasileña — vive una de cada tres especies exclusivas del Cerrado, un 27% del total de las especies encontradas en ese tipo de ambiente y un 30% de las registradas en todo el estado de São Paulo.
Ni siquiera los biólogos esperaban encontrar tamaña diversidad biológica en una vegetación antes desvalorizada por representar las formas más raleadas del Cerrado paulista — el campo limpio, raro especialmente en São Paulo, cubierto por un suelo arenoso en el que nada crece a no ser las insistentes plantas arrastradas, y el campo sucio, solamente con arbustos en medio de la alfombra verde. ¿Cómo explicarlo? José Carlos Motta Jr., profesor de la Universidad de São Paulo (USP), cuenta que justamente por tratarse de un espacio abierto es que nace, crece y se esconde allí tamaña variedad de seres alados, muchos en la lista de amenazados de extinción en el estado de São Paulo. Quien tenga más paciencia puede ver también a alguna de las 33 especies migratorias ya identificadas, como el ejemplo de la rara águila pescadora (Pandion haliaetus), que viene del sur de Estados Unidos. Muchas otras pueden no ser vistas nunca si el propio Monte desaparecer, como advirtieron dos expertos en aves, Edwin O’Neill Willis y Roberto Cavalcanti, hace casi dos décadas.
Motta Jr., que comenzó a los 13 años de edad a salir por las noches para ver y oír a las lechuzas de los montes y sabanas de aquella región, forma parte del equipo de casi 30 biólogos de la USP, de la Universidad Estadual de Campinas (Unicamp) y del Instituto Butantan que pasaron días y noches detrás del pulsar de la vida en el cielo, en los huecos del suelo o en árboles muertos del Cerrado de Itirapina. El censo de la vida salvaje que toma forma ahora, después de 10 años de trabajo, revela también especies y fenómenos nuevos. Es el caso del “rato-de-espinho” (Clyomys bishopi), un roedor de 20 centímetros (sin el rabo) exclusivo del Cerrado paulista, que cava túneles interconectados a medio metro de la superficie. Viviendo en colonias, los “ratos-de-espinho” son posibles especies claves. El biólogo Roberto Guilherme Trovati verificó que esos animales almacenan y diseminan frutos y semillas, ellos mismos sirven de alimento para otros animales y construyen abrigos que acogen a lagartos, serpientes y sapos.
También salieron de la cueva conclusiones que pueden ser útiles para rever o fortalecer las estrategias de conservación de la vegetación natural. “Perdimos el romanticismo de creer que podría existir una solución única para preservar todos los grupos de animales”, dice Marcio Martins, profesor del Instituto de Biociencias de la USP y coordinador del equipo. “No se trata más de escoger entre las lagunas llenas de sapos endémicos o el campo abierto en donde viven algunas aves que no aceptan otros espacios, sino de mantener los dos ambientes, porque son igualmente importantes.” Los biólogos de ese grupo verificaron que la deforestación perjudica a la mayoría de las especies de animales, como por ejemplo el de la rana Leptodactylus furnarius, que prácticamente sólo vive en el Cerrado preservado, pero otras pueden hasta darse bien con la deforestación, como la cascabel y la lechuza de cola larga, que se diseminan y se reproducen fácilmente en áreas abiertas.
Pastos y cazadores
Los análisis evidencian la delicada situación de esa área del Cerrado paulista cercada por haciendas y ciudades, una de las pocas del país en preservar los campos limpios. En otros trechos se esparcen árboles tortuosos y de cortezas gruesas que resisten a incendios frecuentes — es el campo cerrado, con árboles como el “pequí” (Caryocar brasiliense), cuyo fruto los habitantes del centro-oeste adicionan al arroz, y la “gabirobeira” (Campomanesia adamantium), cuyos frutos eran usados en dulces y mermeladas. Normalmente los bosques que contornean los ríos cubren de un 10% a un 15% del área de Cerrado en Brasil, pero en Itirapina no llegan a un 5%; y justamente en ellas es que vive buena parte de las aves y la mayoría de los anfibios, además de los anfibios que sólo se reproducen en esos bosques. La recomposición e integración de los bloques de los bosques próximos a los ríos es una de las recomendaciones que los investigadores pretenden entregar en breve a la directiva de la estación ecológica como forma de celar aún más por el espacio natural del oso hormiguero (Myrmecophaga tridactyla), el puma (Puma concolor) y la nutria (Lontra longicaudis). Ellos sugieren mayor fiscalización contra los cazadores y la invasión de ganado, cuyas heces fecales propagan semillas de malezas invasoras, y más atención a la eliminación de los árboles exóticos, especialmente los pinares, que invaden la estación y crecen a partir de semillas traídas por el viento de las reforestaciones vecinas. “Los pinares avanzaron bastante sobre otras áreas de preservación del Cerrado en São Paulo”, observa Motta Jr.
josé carlos motta juniorTiempos atrás, con base en las informaciones y conclusiones de los análisis de campo, la administración de la estación y los investigadores decidieron en conjunto por la desactivación de estradas internas, en beneficio de la diversidad biológica. Cuando necesitaba argumentos para luchar por la anexión de un área vecina de 150 hectáreas de campo cerrado que pertenecía al estado, la bióloga Denise Zanchetta, ex administradora de la estación, no vaciló en llamar a los biólogos de São Paulo que andaban por allá. “Trabajar en conjunto y tomar decisiones que beneficien a todos fue una experiencia muy rica y fácil”, dice ella. “En la mayoría de las veces hay un vacío. El investigador viene y se va sin dejar nada y el administrador es visto solamente como quien va a poner trabas al trabajo científico.”
Por allí todo parece sereno, pero es un comer y comer irrefrenable aún entre los representantes de lo alto de la cadena alimentaria: un gavilán grande puede atacar a una lechuza y una lechuza grande puede comer un gavilán pequeño. Motta Jr. cuenta que una vez vio a un caburé, la menor lechuza brasileña, de alrededor de 60 gramos (menos que un zorzal), agarrando a un pájaro, la tijereta (Tyrannus savana), de 30 gramos. Pero conviene no mirar solamente para lo alto, porque las cobras por allá también son muchas. Martins, Ricardo Sawaya, biólogo del Butantan, y los demás integrantes del equipo que estudiaba a los reptiles pidieron a los habitantes de las haciendas próximas que guardaran las serpientes que encontraban en las plantaciones, en los pastos y en las casas — y antes, claro, las mataban. La mayoría de las 35 especies vistas en la reserva vivía también en las haciendas, en una indicación de que soportaban variaciones acentuadas de temperatura, humedad y vegetación. Sólo tres, menos flexibles “una yarará (Bothrops itapetiningae), una falsa coral (Oxyrhopus rhombifer) y la nariguda (Lystrophys nattereri) —, vivían solamente en el Cerrado preservado. Otras veces, mientras el equipo de las aves salía detrás de bolotas de heces fecales, por medio de las cuales descubrían de qué los animales se alimentaban, el grupo de los reptiles abría la barriga de cobras muertas para saber cuantos sapos, lagartos y roedores se comían. En uno de los estudios, Felipe Spina hizo 900 cobras de 20 centímetros con masilla de modelar (300 con listas rojas, blancas y negras intercaladas, representando las corales, las serpientes más coloreadas del mundo, 300 con listas inclinadas y otras 300 enteramente marrones) para verificar si gavilanes y lechuzas dejaban de atacar las cobras de masilla con colores intensos, que representarían las especies venenosas y sus imitadores fidedignos. Sí, evitan — y prefieren las marrones, que representaban las no venenosas.
Una de las conclusiones de ese trabajo es que en el Cerrado, como ya había sido verificado en selvas tropicales de América Central, una forma de ganar algunos meses de vida es parecer venenoso: hasta una semejanza superficial con una coral verdadera (venenosa) ya aleja a predadores. Gavilanes, lechuzas, urracas y garzas no distinguen las cobras corales falsas (no venenosas) de las verdaderas, ya que ambas son coloreadas. En la duda sobre cual sería realmente venenosa — el riesgo de errar puede significar la muerte —, los predadores van a buscar alimento. Así, las corales verdaderas, aunque raras en Itirapina, benefician a todas las otras coloreadas. “Es un altruismo involuntario”, comenta Martins.
Los biólogos descubrieron también los prejuicios que acompañan algunas especies, como el aguará guazú (Chrysocyon brachyurus). El único lobo de Brasil se alimenta principalmente con frutas y ratones, a veces una perdiz, pero los habitantes de la región creen que le encantan las gallinas y otros animales domésticos. No es cierto. De acuerdo con un análisis de los investigadores, el aguará ataca a una gallina cada 50 ó 70 ratones que consume. “Si los habitantes cercasen los gallineros o dejasen a un perro cerca, el aguará guarú se va”, sugiere Motta Jr. “No es como el lobo gris estadounidense, que se puede comer hasta al perro.?”
Los Proyectos
1. Historia natural, ecología y la evolución de los vertebrados brasileños; Modalidad Proyecto Temático; Coordinador Márcio Martins — IB/USP; Inversión 815.289,80 reales (FAPESP)
2. Ecología de comunidades de vertebrados terrestres en Montes y áreas alteradas en la región de Itirapina, SP; Modalidad Auxilio Regular al Proyecto de Investigación; Coordinador Márcio Martins — IB/USP; Inversión 4.8954,88 reales (CNPq)