En 1818, diez años después de haber sido creada para imprimir periódicos, libros o volantes, la Prensa Regia [Imprensa Régia] produjo en territorio brasileño la primera obra para la escuela básica: Leitura para os meninos [Lectura para los niños], con “historias morales, relativas a los defectos comunes de la tierna edad, y diálogos sobre geografía, cronología, historia portuguesa e historia natural”, del ingeniero militar y político José Saturnino da Costa Pereira (1771-1852). Por entonces ya circulaba en Brasil y en Portugal una traducción de Tesouro dos meninos [Tesoro de los niños], “con enseñanzas de moral y buenos modales”, impreso a finales del siglo XVIII en Lisboa, que había sido escrito por el sacerdote francés Pierre Louis Blanchard (1758-1829) y traducido por el portugués Mateus José da Rocha (?-1828).
La Prensa Regia era un organismo del gobierno real que también oficiaba como censor. Poseía una autoridad tripartita que evaluaba lo que se publicaba para garantizar “que no se imprimiera nada reñido con la religión, el gobierno y las buenas costumbres”, expresó el periodista Juarez Bahia (1930-1998) en el libro Jornal, história e técnica – História da imprensa brasileira [Periódico, historia y técnica. Historia de la imprenta brasileña] (editorial Ática, 1990). Esta orientación hizo que los primeros libros didácticos nacionales tuvieran inicialmente un contenido predominantemente religioso y que los editores coexistieran con traducciones e importaciones, sobre todo de obras francesas.
La situación comenzó a cambiar en 1821, cuando el Estado dejó de ser el productor oficial de libros para la educación básica y las editoriales privadas asumieron ese rol, valorando a los autores nacionales. El periodista francés Pierre Plancher (1779-1844) inauguró esta etapa con la publicación de dos títulos, ambos en 1827, por la Typographia Plancher-Seignot, de Río de Janeiro: Compendio scientifico para a mocidade brasileira – destinado ao uso das escolas dos dous sexos [Compendio de ciencias para los adolescentes brasileños – destinado al uso en escuelas de ambos sexos], organizado por el abogado José Paulo de Figueirôa Nabuco de Araújo (1796-1863), quien poco después se convertiría en ministro del Supremo Tribunal de Justicia del Imperio; y Escola brasileira, ou Instrução útil a todas as clases, extraída da Sagrada Escritura para uso da mocidade [Escuela brasileña, o Instrucciones útiles para todas las clases, extraídas de las Sagradas Escrituras y destinadas a los adolescentes], en dos tomos, escrito por el senador José da Silva Lisboa (1756-1835), el vizconde de Cairu. Estos dos libros inauguraron el género más vendido actualmente en el país.
También en 1827 –el 15 de octubre, que más tarde sería reconocido como el Día del Maestro– el gobierno publicó la Ley de las Escuelas de Primeras Letras, que establecía la creación de unidades de enseñanza en todas las ciudades, villas y lugares más poblados del Imperio. “Fue la primera ley de instrucción pública de Brasil y mencionaba escuelas para ambos sexos, algo innovador para la época, en las que los alumnos aprendían a leer, escribir y contar, aún sin grados ni asignaturas”, dice la historiadora Circe Bittencourt, de la Facultad de Educación de la Universidad de São Paulo (FE-USP) y fundadora de la Biblioteca del Libro Didáctico y Colecciones Especiales y del Banco de Datos de Libros Escolares Brasileños.
“Al principio, los libros didácticos otorgaban prioridad a la formación de los maestros, que los utilizaban para preparar las clases”, dice Bittencourt. Según ella, era habitual que intelectuales y políticos organizaran o redactaran los manuales escolares. Era una forma de garantizar que el contenido fuese del agrado del Imperio.
El Compendio incluía nueve grabados realizados por litografía, una técnica de impresión a partir de una matriz de piedra. Las imágenes eran didácticas: por ejemplo, enseñaban a dibujar el cuerpo humano. Para facilitar la tarea, un texto complementario señalaba que las mujeres, en comparación con los hombres, “tienen la cabeza más pequeña, el cuello más largo, la parte delantera del pecho más elevada, los riñones y los muslos más anchos y más cortos”.
Con 318 páginas y adaptado de obras francesas, versaba sobre las llamadas artes liberales, tales como la gramática, la poesía, la escritura, la pintura, la escultura y el dibujo; las ciencias naturales, entre ellas la física, la química y la historia natural, y las consideradas abstractas, que incluían a la matemática y otras áreas como el derecho, la agricultura y el comercio. “En algunas partes el autor escribe apostillas, de manera pedagógica, con temas que eran de interés para la escuela. Todavía era una ideia inicial de un libro didáctico”, dice Bittencourt. Estaba impregnado de un cariz religioso: cada tema se abordaba mediante preguntas y respuestas, el mentado método catequístico.
Por su parte, Escola brasileira, se basa por completo en la Biblia, con consejos como este: “Un corazón duro será abrumado por los males al final de la vida; y el que ama el peligro perecerá en él. El corazón que sigue un doble camino no prosperará; y en ellos tropezará el depravado de corazón”. El senador Lisboa sostenía que las clases populares debían leer buenos libros, con enseñanzas morales y de la fe. Esto les pondría a resguardo de ideas como las que desencadenaron la Revolución Francesa (1789-1799), si leían los que él tildaba como malos libros.
Las editoriales privadas se hacían cargo tanto de la producción como de la difusión de los manuales escolares. “Los libros didácticos se convirtieron en el producto principal del mercado editorial brasileño”, relata Bittencourt. En algunas provincias, el gobierno adquiría y distribuía los libros, pero lo habitual era que los compraran las familias de los estudiantes.
A partir de la segunda mitad del siglo XIX, arribaron a Brasil más editores y la producción editorial se intensificó. En 1885 circulaban en el país 318 títulos de obras escolares, generalmente impresas por editoriales nacionales. Tres de ellas, Laemmert, Nicolau Alves y Garnier, concentraban el 44,2 % de la producción de libros, según una investigación que realizó Bittencourt para su tesis doctoral, defendida en 1993.
Algunos libros fueron un éxito de ventas. Impreso en el estado de Maranhão por la editorial Typographia do Frias, la primera edición de O livro do povo [El libro del pueblo], publicado en 1863, rivalizaba, con alrededor de 4.000 ejemplares vendidos, con las novelas de la época. En 1865 llegó a su cuarta edición. Ya en su portada, los interesados descubrían que la obra fue “adoptada en las escuelas primarias de las provincias de Amazonas, Pará, Maranhão, Piauí, Ceará, Paraíba y Pernambuco”. Su autor era el licenciado en derecho y poeta Antonio Marques Rodrigues (1826-1873), graduado en la Facultad de Derecho de Recife.
“El hecho de que el autor fuera procedente de una facultad prestigiosa y la aprobación eclesiástica le otorgaban credibilidad al libro”, dice la historiadora Rozélia Bezerra, de la Universidad Federal Rural de Pernambuco (UFRPE), quien analizó la obra en su doctorado, concluido en 2010. Según ella, “el lenguaje sencillo, sin excesos, explica en parte el éxito del libro”.
La primera parte trataba sobre religión; la segunda, de diversos temas, tales como geografía, educación moral, fábulas y salud. Los animales adoptaban características humanas: el burro, por ejemplo, “es tan humilde, tan paciente y sosegado, mientras que el caballo es impetuoso, altivo y ardiente”. Las lecciones de higiene se basaban en dichos populares mezclados con enseñanzas de moral, tales como “acostarse temprano y levantarse temprano da salud y hace crecer” o “al chico que mucho grita la garganta se le irrita”. “La elección de frases con rima era una manera de exaltar la sonoridad, algo importante en una época en la que el contenido se les leía en voz alta a los alumnos, ya que no había libros para todos”, dice la investigadora de la UFRPE.
La inclusión de nuevas asignaturas en el currículo escolar, tales como geografía e historia de Brasil, reforzó la necesidad de contar con más contenidos nacionales, valorizando a los autores locales. Entre ellos, Bittencourt destaca a dos: el general José Inácio de Abreu e Lima (1794-1869), autor de Compêndio de história do Brasil, de 1843, y el novelista Joaquim Manuel de Macedo (1820-1882), quien también era docente y escribió Lições de história do Brasil [Lecciones de historia de Brasil], de 1861.
En las postrimerías del siglo XIX, los docentes de las escuelas de prestigio como el Imperial Colegio Pedro II, fundado en 1838 en Río de Janeiro, comenzaron a publicar libros didácticos que se convirtieron en referencia para otras escuelas del país. Uno de ellos fue Anthologia nacional, publicado en 1895 para su uso en las clases de portugués. Fue obra de dos docentes: el lingüista y político Fausto Barreto (1852-1915) y el poeta y político Carlos de Laet (1847-1927). “El libro contiene una selección de textos de autores brasileños y portugueses, y es innovador porque adopta un orden cronológico inverso, priorizando a los autores modernos. Los autores sostenían que primero era necesario saber cómo se habla en la actualidad, para recién después ocuparse de saber cómo se hablaba en el pasado”, explica Marcia Razzini, graduada en letras, quien analizó Anthologia en su tesis doctoral, concluida en el año 2000. El libro tuvo una vida extensa, con 43 ediciones, la última de ellas en 1969.
“Desde el siglo XIX hasta hoy, el libro didáctico fue algo de producción cara y distribución compleja”, subraya Bittencourt. “En la educación pública, muchos alumnos no tenían dinero para comprarlos”. La creación del Instituto Nacional del Libro, en 1937, fue uno de los primeros movimientos con miras a transformar la producción y la distribución de esas obras como parte de políticas públicas, pero no tuvo éxito. Otra iniciativa, La Comisión Nacional del Libro Didáctico (CNLD), creada al año siguiente, tampoco prosperó.
En 1966, el Ministerio de Educación y Cultura (MEC), mediante un convenio con la Asociación Nacional de Editores de Libros y la Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional, asumió el compromiso de distribuir en forma gratuita unos 50 millones de libros didácticos en el país en el lapso de tres años. “Esto fue el embrión de lo que luego sería el Programa Nacional de Libros Didácticos [PNLD]”, dice el historiador João Quaresma, consultor de políticas públicas del MEC. El programa recién fue creado oficialmente en 1985.
En 2020, de acuerdo con datos del portal del Fondo Nacional de Desarrollo de la Educación, el actualmente denominado Programa Nacional de Libros y Materiales Didácticos, compró 172.571.931 ejemplares por alrededor de 1.400 millones de reales. Este material se distribuyó entre más de 32 millones de alumnos en 123.342 escuelas públicas de educación infantil, enseñanza fundamental y enseñanza media.
También en 2020, según la Asociación Nacional de Editores de Libros, de los 314.141.024 libros impresos en el país, el 52,94 % correspondía manuales didácticos. Los libros los producen las editoriales privadas de acuerdo con los criterios pautados en los pliegos del MEC. Luego de su evaluación por expertos, las obras aprobadas conforman un catálogo en el cual los docentes eligen las que desean utilizar.
Como parte de su estudio de doctorado en historia en la Universidad de Brasilia, en el cual investiga sobre el PNLD, Quaresma entrevistó a docentes que impartieron clases en forma remota en 2020, a causa de la pandemia. “Muchos han dicho que el libro didáctico nunca ha tenido tanta importancia como ayuda para preparar las clases y los ejercicios en estas instancias de agotamiento como las que estamos padeciendo”, comenta.
Republicar