Imprimir Republish

HISTORIA

Más allá del botín

Los reinos europeos suministraban apoyo a los ataques de corsarios a la costa brasileña como una forma de contrarrestar el reparto del Nuevo Mundo entre Portugal y España

La escuadra de Duclerc alineada en la bahía de Guanabara: sin resistencia de las fuerzas locales

Plan de la Baye, ville, forteresses, et attaques de Rio Janeiro... reproducción del libro Imagens de vilas e cidades do Brasil Colonial La escuadra de Duclerc alineada en la bahía de Guanabara: sin resistencia de las fuerzas localesPlan de la Baye, ville, forteresses, et attaques de Rio Janeiro... reproducción del libro Imagens de vilas e cidades do Brasil Colonial

Hijo de una familia de la nobleza de Inglaterra, Thomas Cavendish tuvo suerte al arribar con su escuadra a la villa de Santos, en 1591, y encontrar a todos los habitantes reunidos para celebrar la misa de Navidad. Cavendish, quien por entonces ya era conocido como el “franco ladrón de los mares”, los capturó a todos, se instaló en la sacristía del colegio de los jesuitas y durante dos meses saqueó la villa con sus hombres, y quemó archivos públicos e ingenios azucareros. Era otro ataque de piratas a la costa brasileña. Más que una simple aventura, ese tipo de invasión representaba la respuesta del gobierno inglés al reparto de las tierras del Nuevo Mundo entre España y Portugal, formalizada en el Tratado de Tordesillas, en 1494. Luego de los ingleses, fueron los franceses, que ya habían atacado Río de Janeiro e invadieron Maranhão y, más adelante, los holandeses, quienes luego de un intento fallido en Bahía, ocuparon Pernambuco durante casi 30 años.

“El desprecio por los límites territoriales era una forma efectiva de cuestionar la división del Nuevo Mundo impuesta por España y Portugal”, dice el historiador Jean Marcel Carvalho França, docente de la Universidade Estadual Paulista (Unesp) en la localidad de Franca. “Otra forma de impugnación era la diplomacia. Las invasiones generaban un problema al poner el chivo en la sala, como suele decirse, y forzaban la revisión de los límites territoriales por medio de la negociación diplomática”. Según el investigador, la piratería cobró fuerza y la estrategia de invadir las colonias ibéricas, de cierto modo, fue acertada, porque España y Portugal no contaban con capacidad militar como para defender sus dominios en América. Por la misma razón, sus flotas sufrían ataques frecuentes, derivando en inmensas pérdidas de oro, palo Brasil y marfil africano con destino a Europa. Si bien no lograron asentarse en Brasil, franceses e ingleses instalaron colonias en América Central y del Norte.

Los ataques a las colonias no constituían una justificación lo suficientemente fuerte para que los gobiernos de las tierras invadidas rompieran relaciones diplomáticas con los invasores. En esa época, España y Portugal ‒por entonces amalgamados por medio de la Unión Ibérica, instaurada en 1580 y disuelta en 1640‒ sabían que el dominio sobre las tierras americanas era frágil, subraya el historiador. “Había que sopesar las consecuencias, no se podía llevar las incursiones a sangre y fuego pues, por lo general, había intereses comerciales mayores en juego”, dice. Por tal motivo, Portugal prefería aceptar pacíficamente el papel de víctima en lugar de luchar en desventaja con otros reinos. Para evitar males mayores, incluso valía el pago de indemnizaciones, tal como hizo con Nicolas Villegagnon, como compensación por los daños ocasionados por la expulsión de los franceses de Río de Janeiro en 1567. Otra señal del interés por mantener la paz y los negocios fue que los comerciantes portugueses siguieron vendiendo sus mercancías a los holandeses que ocuparon Recife entre 1630 y 1654. “El límite no era moral”, comenta França: “era comercial”.

El profesor França y su colega Sheila Hue, investigadora del Real Gabinete Portugués de Lectura, de Río de Janeiro, luego de pasar 20 años analizando y traduciendo relatos de viajeros europeos que visitaron Brasil, y con el apoyo de la FAPESP y de otras agencias de financiación, redactaron Piratas no Brasil – As incríveis histórias dos ladrões dos mares que pilharam nosso país, que se publicó a finales de 2014 (Ed. Globo). El libro describe dos ataques ingleses ‒el de Thomas Cavendish a Santos, en 1591, y el de James Lancaster a Pernambuco, en 1595‒ y dos franceses ‒el de Jean-François Duclerc, en 1710, y el de René Duguay-Trouin al año siguiente‒, ambos a Río de Janeiro.

Cavendish, Lancaster, Duclerc y Trouin, los líderes de cuatro grandes ataques a la costa brasileña, “hacían lo mismo que Vasco da Gama, Cabral y otros exploradores, incluso eran más profesionales”, afirma França. La única diferencia radica en que los navegantes portugueses se hallaban dentro de una supuesta legalidad, descubriendo tierras aún sin dueño o explorando los dominios ibéricos definidos por el Tratado de Tordesillas, mientras que los piratas ‒o, más precisamente, corsarios‒ actuaban fuera de la ley impuesta por otros países, aunque con el apoyo de sus Coronas. Según França, el famoso pirata inglés James Cook, quien visitó Río en 1768, “no tenía nada de pirata: era un burócrata, podría trabajar en el Banco Central”. La mala fama de ellos deriva, en gran medida, de los piratas independientes que pululaban por el mar Caribe, atacando a cuantos pudiesen, preferentemente a los galeones españoles cargados con el oro extraído de las minas americanas. A los ojos de los sacerdotes católicos, tanto ingleses como franceses constituían una encarnación del mal, porque eran “herejes y luteranos, licenciosos ministros de las tinieblas”, señalan França y Hue en Piratas.

“El corso, a diferencia de la piratería y de la actividad de los filibusteros, era un emprendimiento legal y frecuentemente oficial, practicado por las potencias europeas en tiempos de guerra”, escribió Maria Fernanda Bicalho en A cidade e o império – O Río de Janeiro no século XVIII (Civilização Brasileira, 2003), redactado en base a su investigación doctoral, realizada en la Universidad de São Paulo (USP). “Los capitanes de los navíos corsarios recibían una patente de corso, concedida por el rey, que los autorizaba a atacar, a capturar los barcos y saquear los dominios de las naciones enemigas. Su objetivo no era la destrucción del comercio ni las riquezas del adversario, sino apropiarse de ellas mediante la captura de las embarcaciones mercantes, confiscando sus mercancías, y mediante el asedio y saqueo de las villas y ciudades pertenecientes a los estados beligerantes”.

No siempre triunfaban los más fuertes. Tal como relatan França y Hue, Cavendish se apropió del oro y del azúcar saqueado a los almacenes y a los navíos anclados en el puerto (un poeta y soldado de la tripulación robó un manuscrito jesuítico, empleado para la alfabetización de los aborígenes, y lo donó a una universidad de Oxford), incendió la villa vecina de São Vicente y partió rumbo al sur. Su plan era atravesar el estrecho de Magallanes y proseguir su ataque al monopolio ibérico de las riquezas de América, pero fuertes tempestades desbarataron sus planes y dispersaron su flota. La tripulación, hambrienta y exhausta, se amotinó y Cavendish regresó a Santos. Los habitantes, en esta ocasión, se habían organizado y lograron repeler a los ingleses. De los 75 hombres que embarcaron un año antes, sólo 16 regresaron a Inglaterra.

Cuatro años después, Lancaster atacó el puerto de Recife con tres buques y 275 tripulantes. La defensa fue endeble. “Los soldados pernambucanos, todavía malos artilleros, erraron los tiros, cediendo ante la disciplina enemiga y aún más ante la falta de municiones”, relatan França y Hue. “Los defensores se retiraron, acobardados”. Un mes después, Lancaster regresó con sus navíos abarrotados de azúcar, palo Brasil, algodón y mercancías de alto valor saqueadas a un barco portugués, tales como pimienta, clavo de olor, canela, manzanas, nuez moscada, tejidos y minerales preciosos. “Fue el botín más importante de la historia de la navegación corsaria de la Inglaterra elisabetana”, concluyen los autores de Piratas.

Olinda, la rica ciudad vecina de Recife, blanco de Lancaster: para los ingleses, una expedición exitosa

Olinda, Grabado de Frans Post. Reproducción del libro imagens de vilas e cidades do Brasil Colonial Olinda, la rica ciudad vecina de Recife, blanco de Lancaster: para los ingleses, una expedición exitosaOlinda, Grabado de Frans Post. Reproducción del libro imagens de vilas e cidades do Brasil Colonial

Un gobernador hipócrita
Las invasiones exhibían la falta de preparación militar y administrativa tanto de los residentes en las principales ciudades de la colonia como de los invasores. En 1710, Duclerc arribó con seis buques y unos 1.200 hombres, pero se demoró al entrar en la bahía de Guanabara y los habitantes locales dispararon los cañones de los fuertes, repeliendo a los franceses. Pero Duclerc no se acobardó. Siguió hacia el sur, desembarcó en otra bahía y marchó con sus hombres por tierra hacia la ciudad de Río de Janeiro. Los habitantes resistieron nuevamente y, al cabo de intensos combates, derrotaron a los franceses. Duclerc fue capturado y hecho prisionero. Más tarde, misteriosamente, acabó asesinado en la prisión.

Al año siguiente llegó otra expedición, mayor y mejor armada, con casi 6 mil hombres, bajo el mando de Trouin. Éste ya había intentado infructuosamente tres veces, entre 1706 y 1709, apoderarse de la flota portuguesa que regresaba de Brasil cargada de mercancías. “El 12 de septiembre de 1711, en una jugada cinematográfica, la escuadra francesa integrada por 18 barcos hizo la entrada espectacular en la playa de Río de Janeiro de la que se tenga noticia”, relató Maria Fernanda Bicalho en A cidade e o império. “Nunca, ni siquiera los experimentados pilotos portugueses, habían traspuesto con tanta facilidad ni mostrado tanta pericia para atravesar la estrecha y fortificada playa de aquella importante plaza colonial. Ocultas tras una densa neblina matinal, en pocas horas todas las embarcaciones que integraban la escuadra de Duguay-Trouin se hallaban dentro de la bahía, frente a la mirada incrédula y perpleja de las autoridades, soldados y habitantes de la desafortunada ciudad”.

El gobernador de la capitanía de Río de Janeiro, Francisco de Castro Morais, había recibido el anuncio de la llegada de los franceses, pero descuidó las defensas porque creyó que la noticia era falsa. Frente a los invasores, desestimó cualquier contraataque y, finalmente, ordenó el abandono de las trincheras y la evacuación de la ciudad. Los habitantes huyeron en una noche de gran confusión, bajo una intensa lluvia, descrita con gran agudeza en Piratas. Los franceses se toparon con una ciudad prácticamente desierta y sólo la devolvieron mediante el pago de un elevado rescate, de 610 mil cruzados en moneda, 100 cajas de azúcar y 200 vacas. El pago estropeó la economía de la ciudad y suscitó una ola de protestas contra Castro Morais, acusándolo de generar el caos, de dejar a la ciudad desprotegida y de negociar con los franceses en provecho propio ‒su apodo, “el Vaca”, reflejaba su fama de hipócrita. La situación no hacía más que empeorar su fama. “El gobernador estaba acusado de haber matado o permitido el asesinato de Duclerc, al que los franceses llamaron un asesinato sórdido”, dice França.

Según el investigador, Castro Morais y su sobrino ganaron mucho dinero negociando con los galos. “Los franceses, puesto que no podían llevarse todo, vendían las mercancías de las que se habían apoderado a sus antiguos dueños, y el gobernador oficiaba como intermediario”, comenta. “Su sobrino trataba a Chancel Lagrange, uno de los oficiales de la escuadra de Trouin, con el apelativo ‘mi querido’, lamentándose por no haber conseguido un mono que deseaba obsequiarle como cortesía”. El gobernador fue juzgado y condenado por mala administración de los negocios públicos y enviado a la India, pero, tiempo después, lo perdonaron.

Público masivo
França y Hue tradujeron alrededor de 100 relatos de viajeros sobre Brasil, que publicaron en varios libros a partir de 1995. Al preparar Piratas, valoraron documentos originales, como en el caso de la carta del sobrino del gobernador a Lagrange, y priorizaron la narrativa, centrada en los personajes, por sobre los análisis conceptuales. El resultado es un libro ameno, escrito por historiadores académicos. “Los franceses hacen eso desde hace mucho tiempo”, dice França. Un ejemplo es Guillaume le Maréchal ou Le meilleur chevalier du monde, del historiador francés Georges Duby, dirigido a un público masivo (editado en Brasil por Edições do Graal en 1988).

“La preparación de libros que lleguen a públicos no académicos es una forma de apuntalar la función social del historiador, que consiste en construir y fijar perspectivas del pasado con la finalidad de entender y cambiar el presente”, dice França. “Cuando se escribe para públicos más amplios que el de los artículos de las revistas científicas también se puede ayudar a los historiadores y otros intelectuales de las universidades a retomar la voz en la sociedad brasileña y a ser más escuchados, más allá de sus ámbitos habituales”.

Republicar