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ENTREVISTA

Peter Lees Pearson: De lo micro a lo macro, un buscador de soluciones

El genetista, experto en cromosomas, propone mejoras para las universidades brasileñas

Léo Ramos ChavesEl genetista inglés Peter Pearson conserva una pequeña colección de microscopios antiguos, como un tributo al instrumento responsable de buena parte de su trayectoria. Gracias a su talento para descubrir patrones invisibles a simple vista, se especializó en cromosomas y descubrió ciertos aspectos de los cromosomas sexuales que lo impulsaron a estudiar las causas de la infertilidad. Llegó a sugerirse el nombre de “corpúsculo de Pearson” para denominar a la visualización que él describiera del cromosoma Y, crucial para el diagnóstico del sexo fetal. También desarrolló métodos para el estudio del ADN y administró un banco de datos del Proyecto Genoma Humano en Estados Unidos, entre 1989 y 1995. Durante un período de 18 años ocupó el cargo de jefe del Departamento de Genética Humana en la Universidad de Leiden, en Holanda, y participó en la organización de los estudios de investigación genética en aquel país.

Durante ese periplo conoció a la genetista brasileña Carla Rosenberg, docente del Instituto de Biociencias de la Universidad de São Paulo (IB-USP), con quien se casó. Cuando se jubiló, en la Universidad de Utrecht, Holanda, se mudó a Brasil, donde ahora se dedica a la ciencia en forma más libre. Impartió clases de inglés para estudiantes de posgrado, mantiene colaboraciones esporádicas e interviene en la elaboración de proyectos y artículos científicos, principalmente en el Centro de Estudios del Genoma Humano, uno de los Centros de Investigación, Innovación y Difusión (Cepid) financiados por la FAPESP. Pearson es uno de los científicos más citados del país, con un índice H de 71.

Así y todo, él considera que su mayor logro en los 13 años que lleva en Brasil es haber terminado el velero cuya construcción le demandó 20 años de trabajo, con alguna ayuda de estudiantes. El barco surcó el océano Atlántico cinco veces a bordo de buques cargueros antes de poder navegar siquiera un milímetro por cuenta propia. Ahora él invita a sus antiguos alumnos europeos a realizar paseos por el mar de Ilhabela, cerca de las costas paulistas.

Edad 79 años
Especialidad
Genética humana y citogenética
Estudios
Graduado en la Universidad de Liverpool (1962) y doctorado en la Universidad de Durham (1967), ambas en el Reino Unido
Institución
Universidad de São Paulo (USP)
Producción científica
Alrededor de 400 artículos científicos, 3 libros compilados y 11 capítulos

Recientemente usted halló una manera de colorear la triple hélice de ADN. ¿Cómo lo hizo?
Eso fue algo divertido, que me hizo acordar cuando hace 30 años descubrí lo que estaba haciendo Eduardo Gorab, docente del IB-USP, con la triple hélice de ADN. Al comienzo de la década de 1970, me hallaba abocado a descubrir cómo crear bandas en los cromosomas humanos [los modelos a franjas característicos de esas estructuras que reflejan sus composiciones de bases]. Muchos de los compuestos que analizábamos eran moléculas intercaladas en el ADN, algunas de ellas con base en naranja de acridina, un compuesto orgánico que se une a algunas estructuras de los cromosomas y adoptaba diferentes tonalidades y fluorescencia, según la acumulación del colorante. Cuando descubrí que Gorab estaba trabajando con otro colorante para identificar la triple hélice de ADN, aunamos esfuerzos. Creo que contribuí con su labor, los resultados tienen muchos usos.

¿Su trabajo previo era similar?
Mi aporte le sumó un punto de vista diferente. Gorab me mostró una publicación que establecía que la triple hélice de ADN tenía gran afinidad con el colorante en solución. Eso me hizo acordar del naranja de acridina, cuya coloración varía dependiendo de la compactación, cantidad y estructura del ADN. La triple hélice de Eduardo Gorab parecía ser una variante de lo que yo había visto. Eso ocurrió por casualidad, nos cruzamos un día en el pasillo.

Los pasillos son muy importantes para la ciencia…
En realidad, las cafeterías. Las universidades de acá están organizadas de una manera muy diferente en relación con las otras que conozco. Yo empecé mi carrera en Inglaterra, después me trasladé a Holanda, luego a Estados Unidos y regresé nuevamente a Holanda. Una vez que me jubilé, vine a Brasil, donde la USP es la séptima universidad en la que trabajo.

¿Qué diferencia a la USP de las otras?
La organización dificulta bastante el trabajo. Cuando finalizó el gobierno militar, la USP, al igual que el resto de la esfera pública, festejó la conquista de la democracia y creó una cantidad de comisiones para administrar la universidad. La USP es un conglomerado de comisiones que necesitan mantenerse legalmente, por eso nadie pregunta si las mismas están funcionando bien. La carga burocrática y educativa de los docentes es enorme. No se necesita una comisión si esa función pueden cumplirla dos personas responsables. Al margen de eso, algunas de las personas más ingeniosas e inteligentes se encuentran en la USP. El problema es que no están en el ambiente correcto. El Departamento de Genética dispone de 35 docentes contratados mediante un proceso de concurso público en el que gana el postulante que hizo la mejor presentación. Eso no significa que sea la mejor persona para ocupar el cargo en cuanto a cómo se encaja en el departamento. Como resultado de ello hay 35 pequeños reinos. Cada uno tiene su propio laboratorio, un despacho, su propio grupo de posgraduandos, su grupo de café. Y nadie se toma un café con otra gente.

Eso limita los encuentros casuales…
Así es, son raros los casos, pero tienen su importancia. Muchos institutos de todo el mundo disponen ahora de sectores centrales con cafetería y lo habitual es que la gente salga de sus laboratorios y despachos a determinada hora para desayunar o tomar el té a la tarde, o lo que sea. Eso en la USP no ocurre. Los grandes proyectos que organiza la FAPESP, como los Cepids, por ejemplo, se quedan a mitad de camino. La gente que interviene en esos proyectos no está acostumbrada a trabajar en grupo, entonces los coordinadores tienen grandes dificultades para juntar las piezas del rompecabezas. Hoy en día, la investigación ya no es una tarea individual. La realizan grupos de personas talentosas colaborando, algo difícil de conseguir.

¿La suya era una familia de científicos?
No, fui el primero de la familia que ingresó a la universidad. Ellos eran agricultores y yo llegué a ser aceptado en una de las mejores universidades agrícolas del Reino Unido. Pero mi familia no poseía una finca propia, entonces tendría que trabajar como gerente para alguien que tuviera tierras. Me decanté por el camino más fácil y entré a estudiar biología en la Universidad de Liverpool en busca de un rumbo.

En la actualidad, la investigación científica la realizan grupos de personas talentosas trabajando en forma mancomunada, algo difícil de afianzar

¿Y lo halló?
Merced a mi interés y atracción por los microscopios descubrí que era bueno observando cromosomas. En mi último año estaba trabajando en el herbario, con plantas secas. Los investigadores intentaban usar el microscopio y tenían dos ojos izquierdos, no lo lograban. Yo hacía los preparados y usaba el microscopio, tenía aptitud para observar de prisa y hallar patrones. Finalmente me aceptaron para el doctorado en Durham, estudiando cromosomas vegetales. En ese entonces, la citogenética humana era incipiente y las técnicas de cultivo de células sanguíneas, los microcultivos, requerían un compuesto denominado fitohemaglutinina para estimular el crecimiento. Para elaborar esa sustancia me valía de una receta: bastaba con dejar frijoles a remojo en agua salada toda la noche y luego aplastarlos y extraer lo flotante donde estaría la fitohemaglutinina. No tenía manera de esterilizarla y quedaba llena de contaminantes, entonces le agregaba un montón de penicilina y estreptomicina.

¿Eso funcionó?
Funcionó muy bien y así pude acercarme al estudio de los cromosomas humanos. Cuando acabé el doctorado, el Medical Research Council me ofreció un puesto vacante en Oxford, en el departamento de genética. Me presenté a la entrevista y obtuve el empleo. Ahí me quedé durante siete años y realicé varios descubrimientos escudriñando los cromosomas, en parte debido a la intuición que desarrollé en cuanto a la combinación acertada de dispositivos para cada situación. Tenía a disposición el mejor microscopio de fluorescencia que había en Oxford, la gente venía a mi salita para poder usarlo.

¿El descubrimiento sobre el cromosoma Y ocurrió allí?
Así es, yo colaboraba con un colega, Martin Bobrow, y queríamos obtener un producto denominado mostaza de quinacrina. Un grupo de científicos de Estocolmo había publicado que la misma teñía el extremo del brazo largo del cromosoma Y mediante fluorescencia. Era un compuesto difícil de obtener, pero existía un medicamento denominado hidroclorhidrato de quinacrina (Atebrin) disponible en las farmacias, que se produjo durante la Segunda Guerra Mundial para combatir el paludismo. Entonces compramos los comprimidos y los maceramos. En aquella época era usual el empleo de mucosa bucal o saliva para buscar los corpúsculos de Barr, que señalaban la desactivación de uno de los cromosomas X. Las células femeninas tenían tan sólo uno de ellos; cuando hay dos, algo anda mal. Examinamos láminas teñidas con quinacrina y en la mitad de ellas observamos un punto brillante en el interior del núcleo. ¿Sería algo similar al corpúsculo de Barr en el cromosoma Y? Me fui a mi casa aquel viernes por la noche, el sábado me desperté temprano y tomé muestras de los vecinos. Codifiqué cuáles eran varones y cuáles mujeres para no saberlo ni yo mismo siquiera. Luego las teñí y codifiqué aquéllas que tenían el punto brillante. Cuando develé el código era algo perfecto: los varones tenían el punto, las mujeres no. Lo llamé a Bobrow y se lo mostré. Luego llamamos al jefe del instituto, quien vino, a pesar de que era sábado y a él le gustaba ver partidos de rugby por televisión. La prueba final sería detectar varones con dos cromosomas Y, y casualmente teníamos dos pacientes así en la prisión de máxima seguridad de Reading, a 65 kilómetros de Oxford. El lunes enviamos una enfermera a Reading, ella trajo las muestras y a la tarde confirmamos el hallazgo de los dos corpúsculos. El martes redacté el artículo, se lo envié a la revista Nature y lo publicaron dos semanas después. La gente quería llamarlo corpúsculo de Pearson, pero yo no quise, entonces quedó como corpúsculo Y. Eso sucedió en 1970, y luego publiqué otros cuatro artículos en sintonía con ello en la revista Nature.

¿Ya se hacía el coloreado de cromosomas en franjas?
No, eso surgió después que comenzamos a usar colorantes con quinacrina. Hay algo en la estructura de los cromosomas que provoca que tengan un patrón de bandas característico, y ese corpúsculo puso al área en funcionamiento. En el mes de septiembre de 1970, se llevó a cabo un congreso internacional de genética humana en París. Yo figuraba en varias partes del programa a causa de los artículos publicados en la Nature. En la última noche se celebró una fiesta, a la que asistieron todas las eminencias en genética humana. En la mitad de la velada me trepé sobre una silla y dije: “Los que antes no me conocían, ahora me conocen. Estoy pensando en salir de Oxford y, si alguien tuviera interés en ofrecerme empleo, podemos charlarlo durante el resto de la fiesta”. Recibí tres propuestas.

¿Por qué quería irse de Oxford?
Ese lugar era maravilloso y yo transitaba una parábola de aprendizaje increíble. Al principio estuve en el British Medical Research Council, pero enseguida me convertí en lo que ellos denominan tutor de Oxford. Cada tutor tiene cuatro o cinco estudiantes con quienes se sienta, elijen un tema y lo someten a discusión. Ellos venían a mi despacho los martes por la tarde y, a las 7 de la mañana yo ya estaba en la biblioteca para mantenerme informado. Luego tuve un cargo como novel docente. Fue sensacional haber comenzado mi carrera allá, pero en mitad de carrera uno se topa con toda una política para convertirse en miembro del colegio adecuado, obtener derechos para cenar en la “mesa alta”, esas tonterías rituales de Oxford.

¿La propuesta en Holanda fue la mejor?
Me decidí por Leiden porque ellos tenían un grupo de microscopía excelente. Más tarde descubrí que la persona que había hecho posible la fabricación de mi microscopio en Oxford era de allá. Un día recibí una carta y el nombre del remitente, Ploem, me sonó familiar: ¡es que estaba grabado en el microscopio! Él vino a visitarme junto a otro holandés y un australiano, empezó a sacar filtros de los bolsillos y a cambiar partes de mi microscopio. La muestra que yo estaba examinando mientras los esperaba todavía estaba ahí, entonces miré de nuevo. Era la mejor imagen que hubiera visto nunca. Durante dos años colaboramos mucho. Gracias a eso perfeccionamos técnicas de hibridación in situ para marcar segmentos específicos del genoma.

Archivo personal Pearson (a la der.) en la junta examinadora de un doctorado en Leiden, donde todo el proceso se realiza en idioma inglésArchivo personal

¿Cómo descubrió el apareamiento de los cromosomas X e Y?
Estaba realizando un estudio. Como estaba interesado en la infertilidad masculina, obtuve biopsias de testículos de varones estériles y de algunos a los que les extrajeron biopsias por otros motivos. Mediante el uso de la quinacrina inmediatamente reconocí el brazo largo del cromosoma Y, y noté que el mismo se disponía a la par del X. Luego, valiéndome de una técnica que permitía localizar a los centrómeros de los cromosomas, observamos que el brazo corto del cromosoma Y se apareaba con el corto del cromosoma X.

¿Y eso está relacionado con la infertilidad?
En efecto. Un porcentaje significativo de la infertilidad masculina se produce cuando ese apareamiento es erróneo. En una fase que se denomina diaquinesis, o metafase I, los dos cromosomas quedan completamente separados en un 5% de los varones infértiles. Cuando eso ocurre en un número alto de células, está asociado a un conteo de espermatozoides prácticamente nulo.

Más adelante usted también estudió la infertilidad femenina.
Eso fue 30 años después, en la Universidad de Utrecht. Ahí recibí una carta de un ginecólogo, Egbert te Velde. Me decía que estaba interesado en colaborar conmigo. Mi artículo con mayor cantidad de citas, unas 900 veces, es uno que redacté con él sobre la infertilidad femenina. Nosotros queríamos encontrar marcadores que permitieran prever cuando una mujer se tornará infértil. Antes de que lleguen a la menopausia es difícil saberlo. La edad promedio de la menopausia es a los 50 años. Pero la edad promedio en que la mujer queda infértil es 10 años antes. Demostramos que es una curva de Gauss que está determinada genéticamente. Al comparar hermanas, o madres e hijas, siempre hay correlación: si una llega pronto a la menopausia, sucede lo mismo con la otra.

¿El conocimiento de los cromosomas lo convirtió en un experto en reproducción?
Algo así, pero hubo otros casos. Bob Edwards [1925-2013], que inventó la fertilización in vitro y recibió el Premio Nobel en 2010 por ello, necesitaba detectar el cromosoma Y en embriones para poder verificar la fusión entre los gametos y convalidar la fertilización. La primera bebé “de probeta”, Louise Brown, nació en 1978. Edwards ya hacía eso ocho años antes. Eran unas bolas de células, algo pésimo para ver los cromosomas. Lo ideal es disponer de algo plano. ¡Pero Bob no me dejaba aplastar los embriones! Por eso no pude observar los cromosomas Y, pero estoy seguro de que estaban en la mitad de ellos.

Usted también participó en el Proyecto Genoma Humano, en Estados Unidos.
Ahí administré un banco de datos inmenso, el primero que se estableció para el Proyecto Genoma Humano. Quizá usted se pregunte por qué un biólogo tenía ese cargo. Yo tenía algunos conocimientos de computación, pero lo principal era que conocía los datos. En esa época, el Instituto Médico Howard Hughes me hizo una propuesta difícil de rechazar y yo estaba con problemas con mi primer matrimonio. Era una oportunidad para salir de Holanda. Después de 18 años como jefe del Departamento de Genética Humana en Leiden, me trasladé a la Universidad Johns Hopkins, en Baltimore, para estructurar ese banco de datos. Era un trabajo aburrido. El instituto me pagaba el sueldo y se dieron cuenta de que podía enloquecerme, entonces me dieron un laboratorio pequeño, con un microscopio de fluorescencia nuevo, donde podía mantener a dos pasantes de posdoctorado. Así fue que conocí a mi actual pareja. Cierto día de 1990, el griego Stylianos Antonarakis, que realizaba un posdoctorado en el Johns Hopkins, me dijo: “Todos los días, en el laboratorio de Barbara Migeon, ella discute con una brasileña, porque la brasileña defiende a otros posdoctorandos y a ella misma. Creo que sería ideal para su laboratorio”. Migeon era una científica muy famosa allá, en un ambiente complicado para las mujeres. Entonces ella era muy intransigente. Yo no tenía tiempo para pensar en eso, pero esa misma semana mis colegas y yo recibimos un correo electrónico de Migeon donde decía que una brasileña llamada Carla Rosenberg se iba de su laboratorio y bajo ningún concepto debería recibirla otro profesor. Agarré el teléfono en el acto: “¡Stylianos, tráigame a esa brasileña!” El resto es historia, como suele decirse.

Silas Azocar Pearson en Ilhabela, a bordo del velero Bruxa do Mar, que construyó a lo largo de 20 añosSilas Azocar

¿Entonces regresó a Holanda?
Entonces decidí irme del Proyecto Genoma, al cabo de seis años. Era aburrido, tenía un equipo integrado por 22 programadores. Yo era el director del banco de datos, donde no se almacenaban las secuencias, sino la ubicación de los genes en los cromosomas. Cuando me fui, enseguida corrió la noticia de que me hallaba disponible. La Academia Real de Ciencias de Holanda estaba presionando a la Universidad de Utrecht para que abriera un departamento de genética humana y el jefe del tribunal del concurso me entrevistó en el vestíbulo del hotel en Montreal. Durante una hora conversamos en holandés y él me ofreció el empleo. Entonces monté el nuevo departamento y me quedé allí por 10 años hasta jubilarme al final del mes en que cumplí 65 años, algo que no era negociable según las leyes holandesas. Carla Rosenberg era docente en Leiden y le estaba yendo muy bien, por eso yo creía que debía seguir allá. Pero ella decidió regresar a Brasil por cuestiones familiares.

Usted mencionó la importancia de contar con una base amplia de conocimiento.
Cuando estaba haciendo el doctorado, tuve la oportunidad de brindar mi primera conferencia internacional. Una noche en un bar, junto a estudiantes estadounidenses, ellos me asombraron con lo que sabían. Yo pensaba que sabía mucho, pero esos tipos me abrumaron por completo. El sistema educativo de ellos era diferente al británico, en el cual uno empieza el doctorado y va a trabajar al laboratorio. En esa época no existían carreras formales, teníamos que adaptarnos. Cuando regresé, resolví ir a la biblioteca cada martes por la tarde y leer todo lo que pudiera para obtener información de fondo. Muchas veces, un conocimiento tangencial me permite identificar un problema y buscar soluciones en sitios insospechados. La gente me pregunta cómo lo hago. La respuesta es que recabé mucha información, no sólo la que usaba en la investigación. En la USP les pregunto a los doctorandos sobre la marcha de sus investigaciones y ellos me relatan cada proyecto minuciosamente. Pero no van un sólo milímetro más allá. Si trato de mostrarles que necesitan contar con una base más amplia, ellos no ven el por qué. En ocasiones, mi carrera fue similar. Creo que tuve que reprogramarme unas cinco veces.

¿En qué sentido?
Tuve que cambiar la base de conocimiento. Comencé con los cromosomas, después me aboqué a la citoquímica con fluorocromos, luego hice conexiones con la estructura del ADN y obtuve resultados tales como la hibridación in situ. Cuando arribé a Holanda, ellos decidieron organizar la investigación genética y nombraron una comisión nacional para delinear la propuesta. La comisión se reunía una vez por mes durante dos años, y la financiación era pagada por compañías de seguros, no por el gobierno. El jefe de la comisión, un muchacho brillante llamado Hans Galjaard, planteó que teníamos un problema: ¿la genética es medicina o ciencia? Si fuera medicina, debía circunscribirse a los hospitales. Si fuera ciencia, a la universidad. Entonces organizamos fundaciones. Cada centro médico poseía una fundación independiente que elegía a su propio equipo. El ministerio lo aceptó y así todo iba sobre ruedas, sin disputas entre universidades y hospitales. En dos años, la calidad en la atención genética de la salud llegó a ser la mejor del mundo. Teníamos la gente y el conocimiento, bastaba con organizarlo. Una década después llegó el turno de la parte molecular. A mí me gustaba estudiar cromosomas, pero creía que se podría contar cromosomas a partir de la hibridación del ADN antes de que alguien lo publicara o que existieran técnicas. En 1979, salió un artículo de un chino llamado Y. W. Khan sobre la alfa talasemia, que afecta a dos copias del gen en cada uno de los cromosomas 16. Él había desarrollado un método de hibridación del ADN in vitro que permitía saber cuántas copias de los genes estaban afectadas. Resolví hacer el conteo de los cromosomas así. Junto a un técnico brillante que trabajaba conmigo, monté una biblioteca de plásmidos, aislamos cromosomas mediante sondas específicas. Obtuvimos una sonda para un segmento específico del cromosoma X y logramos detectar muchas variantes genéticas en esos cromosomas. Se trata de los RFLPs, la sigla que denomina al Polimorfismo de Longitud de Fragmentos de Restricción, que resultaban sensacionales comparados con lo que se usaba hasta entonces. Presenté ese hallazgo en el marco de un congreso en Utrecht y todos quedaron boquiabiertos. Yo dije que el punto estaba en el medio del brazo corto del cromosoma, probablemente cerca del gen de la distrofia muscular de Duchenne. Luego de eso, alguien que yo no conocía vino a hablar conmigo y me invitó para que investigara la distrofia muscular. Yo no podía, era el jefe del departamento y allá no había espacio para desarrollar otra línea de investigación. Pero él me aseguró recursos  monetarios y disponibilidad para que contratara un equipo. Cuando incluso así me resistí, él me invitó para que asistiera al festejo del día de los pacientes en la Fundación para la Distrofia Muscular de Holanda, que se realizaría el sábado siguiente. Era una fiesta con la presencia de la reina, un show de algún famoso de la época, una carpa de circo. Lo que me impresionó fueron los cientos de pacientes, casi todos niños, en sillas de ruedas. Aquéllos que contaban con mayores recursos disponían de sillas motorizadas, al resto los empujaban las madres ¿Cómo podía rehusarme? Entonces, en 1983, comencé con un grupo de investigación en la distrofia muscular de Duchenne, sumándolo a todo lo que ya hacía en Leiden. Llevamos a cabo una labor muy importante. Mapeamos el gen completo, que estaba formado por 2,5 millones de pares de bases.

En el posgrado, los jóvenes necesitan usar el idioma inglés en el laboratorio y en la redacción de proyectos

¿Ese trabajo con la distrofia muscular redundó en colaboraciones aquí?
No precisamente. Yo quise estudiar el envejecimiento de las células madre aquí, pero no contaba con financiación. Me mantengo intelectualmente activo. Colaboro en la redacción de proyectos para el Cepid, como en el caso del Centro de Estudios del Genoma Humano, por ejemplo, y realicé parte de la primera etapa de selección de proyectos para el Instituto Serrapilheira.

¿Cómo podría mejorarse la organización de la investigación científica en Brasil?
Los jefes de departamento tienen mandatos por dos años. En ese lapso no se puede hacer nada, por consiguiente nadie determina el rumbo del departamento de una manera estratégica. Se necesita pensar a futuro. En el estado de São Paulo, la FAPESP podría organizar grupos en los cuales la gente pudiera establecer proyectos en colaboración. Eso traería críticas para la mejora del proyecto y también eliminaría dualidades cuando más de un grupo quisiera dedicarse a lo mismo. Tendrían que unir fuerzas y hacerlo juntos. La producción científica aquí se concibe en función de la cantidad de artículos. Ocurre que los niveles de citas son más bajos que en otros países, incluso aunque no sean de habla inglesa. Elaboré un gráfico con las 400 mayores universidades del mundo, comparando el número de citas con un índice de aptitud en inglés. Esa correlación da una línea recta, y Brasil está muy mal posicionado.

¿Por eso fue que usted inició el curso de inglés para la ciencia, el cual impartió en el posgrado hasta hace poco?
Así es. Ellos tenían que redactar un ensayo por semana y puse un límite de 30 alumnos por curso. Podría haber tenido 100, pero ya me llevaba toda la semana corregir y reescribirlos, para que ellos vieran cómo hacerlo correctamente. Les gustaba mucho. A los jóvenes en nivel de posgrado hay que estimularlos para que utilicen el inglés directamente en el laboratorio, en el trabajo y en los grupos de debate, así como en la redacción de proyectos. Eso puede mejorar la capacidad de obtener financiación y publicar artículos de calidad.

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