La frase de Roger Bastide puede haber sido castigada por el tiempo, pero no perdió para nada su sabiduría: Brasil, una nación de contrastes. Del fútbol a la historia, todo pasa por la infame regla del ocho u ochenta. Así fue con la llegada de la familia real portuguesa a Brasil en 1808, por ejemplo. ¿Por cuántas décadas no se habló de ese viaje en tonos jocosos, la aventura de Don João VI, el rey huidizo, con su mujer bigotuda y su corte provinciana? Actualmente, con la aproximación del bicentenario de la llegada lusitana a la Bahía y a Río de Janeiro, se preparan celebraciones colosales y el monarca que cargaba pollos en sus trajes es revisto como un hábil estadista. ¿Cuál es la real faceta de ese viaje y qué consecuencias trajo al país que, en la época, aún no era una nación?
Sin soslayar el papel que la venida de la familia real tuvo en la formación de Brasil como nación independiente, quizás sea provechoso ver el fenómeno desde otro un punto de vista. Me parece oportuno intentar disociar a propósito y momentáneamente el fenómeno de aquello que resultó de él. Los análisis sobre 1808 tuvieron casi invariablemente la impronta de las reflexiones sobre la formación de Brasil, acarreando así una serie de juicios de valor y relaciones muchas veces teleológicas, asevera la historiadora Laura de Mello e Souza, de la USP, quien desde 2003 viene estudiando la fuga de los Bragança a Brasil en clave comparativa, como parte de un proyecto temático que cuenta con apoyo de la FAPESP: Dimensiones del imperio portugués. El hecho de 1808 estar tan asociado al surgimiento de la nación hizo que la memoria de ese acontecimiento se construyese casi como una farsa; las evidencias empíricas son muchas veces escamoteadas por mera ideología, asevera. Según ella, la historiografía congeló 1808 en perspectivas opuestas que, afirma, no fueron debidamente puestas en una ecuación.
En el caso de la originalidad sin igual del suceso (para muchos, la patria nació en 1808 y no en 1822), se perdía de vista el proceso histórico para destacar el hecho extraordinario. Se descuidaba del tiempo largo, se recortaba aquella expresión singular del tiempo corto, 1808, como si ella sobrevolase como una especie de burbuja sobre otras expresiones de la misma coyuntura. En la medida en que se registraba lo anecdótico, lo inusitado, se remitía incluso sin saberlo a una tradición antigua de prejuicio, propia de los países del Norte de Europa cuando, a partir del siglo XVIII, miraban hacia los del Sur. En el otro extremo, el de la crisis general del antiguo sistema colonial (evidenciado por la independencia de las colonias americanas, cuando por primera vez se rompió la sujeción de una colonia a su metrópoli), de fuerte raíz marxista, evalúa la historiadora, se pecaba por las razones opuestas. Con los ojos en el largo tiempo, se destacaban las líneas generales de fenómenos que tenían mucho de común, pero también de único, las lógicas de las estructuras asumiendo el primer plano y la de los eventos tonándose casi opacas, evalúa. De esta forma, sigue, todo se atenuaba entre el porte de la Inglaterra capitalista en el control de países subalternos o el peso de la aplanadora napoleónica que iba sustituyendo la ideología revolucionaria de la Gran Nation francesa. A lo mejor esa tensión del tiempo largo y el corto sea insoluble. Pero sin análisis, la historia es crónica; con análisis, un cierto margen de anacronismo es ineludible.
Este debate es permanente en la historiografía y remonta a los tiempos inmediatos de la propia independencia, guardando un ineludible trasfondo político, que matiza tanto las interpretaciones que adjudican gran importancia a la presencia y a la actuación de Don João VI en el proceso de emancipación política brasileña, como aquéllos que disminuyen la importancia del rey al punto de concebirse que la independencia tuvo lugar pese a, no obstante las acciones del soberano, dice el historiador Jurandir Malerba, de la Unesp, autor de La corte en el exilio. La historiografía sobre el 1808 se construye a partir de esas rectificaciones que suceden de generación en generación, pero el leitmotiv de la reconstrucción histórica y la lucha política se traban en el presente. Aun así, como acota Laura, subsisten prejuicios pasados. Hay un proceso de paso entre el final del Renacimiento y el inicio de las Luces, en que se construye una relación entre ricos (Norte) y pobres (Sur) asentada en la ambigüedad y en la contradicción, en que operaba la lente del prejuicio y de la detracción. Los relatos sobre la venida de la corte fueron contaminados por esa tradición detractora preexistente y muy posiblemente sin saberlo, por los liberales que, entre nosotros, condujeron el proceso de independencia, e incorporaron tradiciones detractoras de extranjeros del Norte. Éstas acabaron ganando en el Brasil nación, tanto las elites cultas como los estratos más populares.
Esto ocurrió inmediatamente después del traslado de la corte: en 1809, por ejemplo, el History of Brazil, de Andrew Grant, ya llamaba al episodio como la fuga de esta corte imbécil. En 1900, la Historia de Brasil de João Ribeiro, afirmaba: Si viniendo a Brasil don João VI nos trajo el premio de la autonomía, aunque bajo formas del absolutismo, no había con todo en la mezquindad de su espíritu dotes suficientes como para crear, como dijo inmediatamente, un nuevo imperio. Fue él quien entre nosotros desmoralizó la institución monárquica, ya de por sí antipática a las aspiraciones americanas. El tiempo no ayudó a proveer un retrato preciso de la llegada de la familia real. En la Historia general de la civilización brasileña, organizada por Sérgio Buarque de Holanda, la presencia de la corte es algo pálida y la relevancia es para la recurrencia de la idea de mudar la sede de la monarquía a América, una obsesión de todos los reyes y ministros de Portugal, del prior del Crato a Don Rodrigo de Souza Coutinho, jefe del Tesoro Real, quien en 1803 ofreció al príncipe regente una evaluación de la situación política precaria de Portugal y que, en una guerra entre Francia e Inglaterra, la independencia de la monarquía portuguesa estaría en riesgo, aconsejando a Don João que la creación de un nuevo imperio en Brasil podría dar a los portugueses una base a partir de la cual el heredero del trono podría reconquistar todo lo que se perdería en Europa y castigar al enemigo cruel. Pero ya en 1580, cuando el rey español Felipe II reclamó para sí la corona portuguesa, ya se pensaba en Brasil como refugio de la corte exilada.
Razones estratégicas, décadas después, se transformaron en una visión mesiánica en las palabras del Padre Vieira, para quien el rey podría ser el jefe de un imperio eterno en tierras de América. En el reinado de Don João V (1706-1750) de cara a la expansión española y al comienzo de la decadencia lusitana, en un memorando secreto que antecedía la previsión de Montesquieu de la inversión en curso en el interior de los imperios modernos, un cortesano portugués, Luiz da Cunha, casi convenció al soberano de la necesidad de mover la corte a Brasil a fin de garantizar su futuro y preservar su altivez entre las naciones europeas. El traslado de la corte era efectivamente una antigua idea. Al final del siglo XVIII era explícitamente defendida por Souza Coutinho, quien percibía a las claras las limitaciones de la metrópoli, evalúa el historiador de la UFRJ, José Murilo de Carvalho. La historia de la política y la cultura política del traslado de la corte comienzan mucho antes de que el príncipe regente deje Portugal y llegue a las costas brasileñas. La decisión de traslada el centro de la monarquía, hecha en medio de un caos y una inmediatez solamente aparentes, estaba ya enraizada en una visión del potencial de Brasil que ya estaba en el foco en el siglo XVIII?, nota la brasileñista Kirsten Schultz, autora de Tropical Versailles.
En 1972, con la antología 1822: dimensiones, organizada por Carlos Guilherme Motta, surge un nuevo tono, pautado por la crisis del Antiguo Régimen, en especial en el capítulo escrito por el historiador Fernando Novais. El 1808 comienza a adquirir nuevos matices. En ese interregno historiográfico secular en que el evento pasó por la devaluación prejuiciosa, por la apología acrítica y por su reducción a anécdota ante los cambios estructurales del sistema económico y político del Antiguo Régimen, existe un epígono importante, recuerda Laura: Don João VI en Brasil, de Manuel de Oliveira Lima (hoy reeditado por Topbooks), de 1908. Necesitamos volver a él para repensar los rumbos de la historiografía futura del 1808, y en este sentido, a pesar del estilo anticuado, sigue siendo actual e instigador, ya que Oliveira Lima trata simultáneamente del tiempo largo y del tiempo corto, de la estructura y del evento, del contexto general y de los personajes particulares.
Para complicar más las cosas, dentro de ese debate historiográfico hay otro, aún más candente, que, a pesar de los 200 años que nos separan de lo acaecido, provoca polémicas exacerbadas. Eso de hacer una fiesta alrededor de Don João VI es fachada de carioca para promover Río, afirmó, en entrevista, el historiador pernambucano Evaldo Cabral de Mello, para quien existe una insistencia en reforzar el lugar común según el cual fue el rey el responsable de la unidad del país, que no pasó de una fabricación de la corona, no con el objetivo de que se crease a partir de un país independiente. ¿Valdría entonces conmemorar el bicentenario del 1808? Con respecto a la celebración de la efeméride, me quedo con la advertencia del historiador François Furet, que decía que era necesario temer la pasión con que se celebra a fin de evitar los inventarios. Es decir, festejos excesivos corren el riesgo de empujar muchas cuestiones abajo de la alfombra, sostiene la historiadora Mary del Priore. Entre estas cuestiones está el debate sobre la forma con que el país adquirió su independencia, una polémica que divide nuevamente a la historiografía en dos campos: los que defienden la opción por la centralización de Brasil, hecha efectiva por la permanencia de los Bragança en el país, en oposición a los que a culpan por el sofocamiento de un movimiento federalista, en los moldes del estadounidense, a la que se prefirió llamar separatismo.
Volvamos no obstante un poco en el tiempo, para analizar la salida o la fuga de la corte portuguesa a Brasil. El catalizador de ese movimiento fue el ascenso en 1799 de Napoleón Bonaparte a primer cónsul y el inicio de una campaña militar francesa con los tintes de la Revolución Francesa, en una acción que transformó el terror de las cortes europeas en pánico. Las principales potencias fueron derrotadas, a excepción de los ingleses. Don João entonces se vio ante de una elección de Sofía: o se entregaba a los franceses, corriendo el riesgo de ser depuesto, de ver Lisboa bombardeada por los británicos y perder la colonia, o huía, sometiéndose a Gran Bretaña, incurriendo en la ira de los súbditos portugueses abandonados?, analiza Murilo de Carvalho. Según él, para Portugal, la salida significó la preservación de la monarquía y el prolongamiento por algún tiempo de la colonia, aunque sin los beneficios de la exclusividad colonial, derrumbadas con la apertura de los puertos. La permanencia podría haber significado lo que sucedió en España: la deposición y prisión del rey y, después de la caída de Napoleón, una posible anexión a España. Con todo, no se sabe cuál fue el principal argumento que llevó el Consejo de la Corona a votar por la salida, reitera Murilo de Carvalho.
Anécdotas sobre el viaje y la fuga de la corte aparte, la venida de la familia real trajo cambios y dilemas a la nación incipiente. El accidente de la presencia de la familia real cambia enteramente el juego. El rey no es solamente la institución política que evita el desmembramiento del país en la época de la ruptura con la metrópoli, es también lo que hace factible la hegemonía de Río de Janeiro sobre los poderes locales y regionales, observa el científico político Gildo Marçal Brandão en Linajes del pensamiento político brasileño. La nefasta independencia del Estado ante la sociedad civil (el nacimiento del Estado antes que la sociedad civil, su predominio exacerbado, la fatalidad de los individuos y grupos sociales que viven del y por el Estado) se asienta en la historia interna de la metrópoli, en la trasmigración oceánica del Estado portugués y en la reiteración severa y avara de la cultura de las orígenes, añade. He ahí el sustento de la división entre unitarios y federales. Hay quienes, como Frei Caneca y Cipriano Barata, ambos a partir de Pernambuco, insistían en la forma federal y en una mayor independencia de las provincias en relación con la capital. Pero los que veían la grandeza del territorio brasileño como una fuerza y querían mantenerlo unido a cualquier precio alegaban que el modelo federalista tuvo éxito en EE.UU. porque antecedió a la formación del Estado. Si fuera implementado aquí, acabaría por provocar la desintegración y llevarnos al mismo destino de las colonias españolas,sacudidas por revoluciones, evalúa la historiadora de la USP Isabel Lustosa.
La tradición de la historiografía para la cual la historia de nuestra emancipación política se reduce a la construcción de un Estado centralista tiende por ende a ignorar que, si el reinado americano de Don João VI puede ser considerado el hito inicial de la construcción del futuro edificio imperial, no es menos verdad que éste estuvo a punto de destruirle las frágiles posibilidades, precisamente por su ineptitud para superar la retórica del vasto imperio, actualizándola y realizándola, critica Cabral de Mello. Para el pernambucano, como para Murilo de Carvalho, la construcción imperial no pasó de figura de retórica con la que la corona bragantina busco deshacer la penosa impresión creada en Europa por su retiro, presentándola como medida de alta visión destinada a rehabilitar a Portugal al templarse en el Nuevo Mundo para regresar al Viejo en la condición de potencia de primer orden. Esta elección de Sofía? determinaría si el futuro brasileño estaría en el centralismo monárquico que dejó a los Bragança en el poder hasta finales del siglo XIX o en el federalismo en los moldes alcanzados en Estados Unidos, como preconizaron los líderes de los movimientos de independencia ya en 1817 en Pernambuco y en Bahía.
Para Evaldo Cabral de Mello, había otra independencia posible que sin ser la de cuño unitario, conservadora y naturalmente monárquica, que nos hace soslayar otros modos posibles de desarrollo de la nación o de formación del Estado. Aquellos movimientos se agruparon bajo la amalgama engañadora del separatismo, al paso que los constructores del Imperio, a partir de Río de Janeiro, pasaron para la historia con el beau role de unitarios y de nacionalistas, observa. Como las fuerzas unitarias, la facción unitaria, como decía Frei Caneca, vencieron a las centrífugas, sobre todo las de Pernambuco y de Río Grande do Sul, se puede preguntar si la venida de la corte ayudó a moldear Brasil por su peso (no determinación) en la conservación de la monarquía y fundamentalmente en el mantenimiento de la unidad. La respuesta es positiva. Monarquía y unidad, unidad en parte a causa de la monarquía, significaron la herencia de una de las culturas más atrasadas de Europa, favorecieron la prevención de rupturas sociales, culturales y económicas, un exceso de centralización política y conservadorismo social, evalúa Murilo de Carvalho.
También según él, lo que habría sido una colonia transformada en algunos tantos países puede entreverse analizándose lo que pasó en la parte española: mucha inestabilidad, guerra civil, caudillismo, pero también más movilización política, más autogobierno, más osadía reformista. ¿Habría sido mejor? Depende de la perspectiva adaptada. Para los que soñaban y sueñan aún hoy (no es mi caso) con un gran imperio o un Brasil potencia (¿petrolera?), el mantenimiento de la unidad fue esencial. Para los que se preocupan más con la prosperidad y las condiciones de vida de la población, la fragmentación podría haber sido más ventajosa, sobre todo para as provincias más ricas.? ¿Hay una unanimidad en esa polémica? Creo que la mayor parte de los historiadores piensa que fue una cosa positiva el mantenimiento de la unidad brasileña. Pero mientras que no se adoptó el federalismo, la discusión sobre sus ventajas estuvo en pauta y acompañó al Imperio, los debates de la primera Constituyente (1823) y dejó su impronta en la República. La aplicación práctica del federalismo con la política de los gobernadores, del gobierno de Campos Salles, sin embargo, acabó fortaleciendo el coronelismo y sirvió para aumentar la desigualdad social nacional, anota Isabel.
Pero es necesario también volver a las críticas de Cabral de Mello contra el período joanino en Brasil y sus consecuencias. Cualquier discusión sobre reformas políticas era siempre barrada en las ruedas palacianas con la objeción de que la Revolución Francesa también comenzara por ellas. El período de Don João se caracterizó por un extremo conservadorismo, que reducía la actuación del poder público a cuestiones administrativas que debían resolverse según las prácticas del antiguo Estado. Según él, a partir de la independencia se imponía una noción territorial de que Brasil había sido predestinado para ser un país. Para los fluminenses, la concepción era de un país grande, con potencial correspondiente a la recaudación tributaria, bajo un régimen centralizador. Asimismo, la idealización del reinado joanino nació y se desarrolló en Río, haciendo de la sede de la corte la gran beneficiaria de la inmigración de los Bragança, mientras que las capitanías se vieron adicionalmente tasadas para financiar el embellecimiento de la capital para hacerla aceptable a los cortesanos y funcionarios públicos de extracción monárquica. Ese entrelazamiento de intereses de las elites autóctonas con las emigradas marcó el compás del proceso de independencia, a partir del acercamiento durante los años brasileños de Don João de las elites del centro-sur con la corona, dice Malerba. Aquí yo coincido con Cabral de Mello: ese proyecto centralizador vencedor que cooptó al príncipe del Brasil después del regreso del rey a Portugal pugnaba por la imposición de intereses tan regionales (o hasta provincianos) como el de los llamados separatistas de Río Grande do Sul o Pernambuco, lo que me hace pensar cuáles serían las ventajas para Brasil si cualquier otro de esos proyectos regionales se hubiese impuesto por sobre los demás.
Para él, no obstante, lo que importa es que en el Brasil joanino se generó el embrión de la elite que haría la construcción del Estado imperial y de la nación brasileña a lo largo del siglo XIX. Y esa elite fue la del centro-sur, señala. Malerba acota también que a la configuración patriarcal del Estado en el Portugal del Antiguo Régimen acompañó en la venida al Brasil la del carácter sagrado de la realeza. Uno de los principios de esa forma de gobierno, la monarquía absoluta, se asentaba en la liberalidad del soberano, en su capacidad de conceder gracias. Fue el abuso el empleo de esa propiedad la impronta distintiva de la monarquía portuguesa en Río, escribe el historiador. La monarquía que llegó a Río de Janeiro, perteneciendo a un tiempo que se desmoronaba en su lugar de origen, se transformó en algo nuevo o por lo menos diferente. Con todo, el lastre de ese tiempo moribundo estaba fuertemente arraigado en las mentes de los hombres de elite y, particularmente, en la del heredero, Don Pedro. Sin la experiencia de ruptura radical, Brasil nació como un Estado-nación hijo de dos tiempos. Esa incertidumbre signó el período imperial y sus rasgos no se borraron hasta hoy.
Lo que no podemos saber es si, en el caso de que ese proyecto centralizador, monárquico y conservador no fuese históricamente el proyecto vencedor, qué tipo de federación podría haber surgido de los escombros del mundo colonial. El costado político está patente: las interpretaciones que lamentan el aborto de los proyectos federalistas tienden a adjudicar las heridas sociales de Brasil a nuestra revolución conservadora, a la vía prusiana seguida por las elites brasileñas. Pero en historia no tenemos el dispositivo de la contraprueba, dice Malerba. ¿Una experiencia federalista habría llevado a un país mejor? Nuestra experiencia republicana no autoriza una respuesta tranquila. Laura de Mello e Souza prefiere optar por una tercera vía. Lo que se ensayaba de hecho en 1808 era la configuración de un nuevo Imperio: no sólo portugués para los americanos, que lo querían luso-brasileño, naciendo tal vez de ahí la tensión que explotaría inmediatamente después, y en la medida en que los habitantes de la metrópoli (pues ésta continuaba viéndose como tal), insistían en seguir calificando la relación. En suma, no era más de lo mismo: Imperio lo que los portugueses y luso-brasileños pensaban: los primeros lo querían portugués, los segundos, luso-brasileño.
Un acontecimiento sólo se torna memorable debido a una cierta manera de ser excepcional, de suscitar, además de su desarrollo efímero, una realidad duradera, que acaba inscrita en los lugares de la memoria colectiva, convirtiéndose una especie de experiencia ejemplar, escribió el historiador francés Charles Mozaré. En ese sentido, la celebración, la construcción de la memoria son fundamentos para la constitución de un cuerpo político. ¿Cómo esa entidad a la que llamamos nación brasileña comenzó? El rescate de eventos como la permanencia de la corte en Brasil entre 1808 y 1821, tiene una función de cohesión social, contribuye a mantener orgánicas las sociedades, sostiene Malerba, quien aconseja que se haga buen uso de ese hacer memoria juntos, aprovechando cada fecha para un debate sobre nuestra trayectoria (a partir de aquel evento o por causa de aquel evento), nuestra realidad actual y sus impases. A tal fin, es necesario pensar en las conexiones históricas más generales y, al mismo tiempo, mostrar cómo y por qué no son aleatorias. Y dejar de ver la venida de la familia real como una anécdota grotesca u ocurrencia aleatoria, dice Laura. Conmemoremos las fechas históricas como los aniversarios de nuestros padres, personas de las cuales descendemos y que no escogemos, pero que nos generaron y con las cuales estamos irremediablemente asociados, completa Isabel Lustosa.
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