Cada vez se hace más patente la necesidad de acercar la ciencia a la sociedad, de encontrar maneras que le permitan a la población entender con alguna claridad de qué manera este método de producción de conocimiento está detrás de todo. Al mismo tiempo, hay que asegurarse de que los científicos estén atentos a los problemas de la sociedad y, siempre que sea posible, los incluyan en sus investigaciones.
Para ello existen muchos caminos posibles. Un ejemplo es el trabajo del físico francés Michel Spiro relacionado con la divulgación de la investigación básica, aquella que tiene por objetivo generar conocimiento, y no respuestas de aplicación inmediata, pero que a menudo atiende demandas que aún no han sido formuladas. Spiro anima a otros científicos a que muestren sus trabajos y expliquen cómo pueden ayudar para alcanzar las Objetivos de Desarrollo Sostenible propuestos por la ONU.
Otro camino que viene ganando espacio y es analizado en el artículo estampado en la portada de esta edición es la ciencia ciudadana. Este término se adoptó en la década de 1990, y es una práctica que consiste en involucrar a personas sin formación ni experiencia científica en el proceso de producción de conocimiento.
En el siglo XIX, con la profesionalización de la actividad científica, la hasta entonces asidua participación de personas inexpertas en materia de investigación fue disminuyendo. Un ejemplo de esta práctica es lo que fue llamado antropología de sillón o de gabinete, cuando las observaciones sobre las características culturales de determinadas poblaciones estaban a cargo de viajeros y misioneros, y posteriormente eran interpretadas por los estudiosos, que a menudo no conocían personalmente su objeto de estudio. Por la misma época, fueron ganando terreno las etnografías, en las que el antropólogo sale a hacer el trabajo de campo para recabar datos.
En su ropaje actual, los ciudadanos participan en estudios referentes a patrones ecológicos de especies, en registros de meteoros y en el monitoreo de la calidad del aire, entre otras actividades. Esta práctica colaborativa aporta beneficios inequívocos: la movilización de las poblaciones para obtener datos que de otra manera no podrían conseguirse; el descubrimiento de nuevos abordajes, a partir de la realidad de los participantes, y la promoción del alfabetismo científico. Empero, existen limitaciones: los preceptos de la ciencia ciudadana tienen poca o nula aplicación en muchas áreas del conocimiento, y su práctica enfrenta dificultades para motivar a los investigadores y mantener el compromiso de los voluntarios.
En lo que respecta al cambio climático, no paran de sonar las alertas rojas, tal como se muestra en el artículo que advierte que la continuidad del modelo business as usual tiene un 50 % de probabilidades de producir un calentamiento global de 1,5 ºC en nueve años. Para que este panorama pueda revertirse, se requieren acciones de gran amplitud, sin dejar de lado los pequeños cambios que también contribuyen a alcanzar un modelo de producción más sostenible. Dos artículos aportan ejemplos de nuevos abordajes. En Brasil se producen anualmente 1,6 millones de toneladas de asaí, pero tan solo el 30 % de la fruta se aprovecha como pulpa. Los residuos se están utilizando en la producción de cosméticos, plásticos para prótesis óseas y como fuente de energía. Y la industria de automóviles busca incorporar materiales de origen vegetal en la fabricación de partes y accesorios, reduciendo los costos ambientales de sus productos.
Republicar