Las disputas políticas y militares fueron el motor de los avances científicos y tecnológicos que llevaron al hombre al espacio y, hace 50 años, a la Luna. El domingo 20 de julio de 1969, los astronautas estadounidenses Neil Armstrong (1930-2012) y Edwin Aldrin dejaron el módulo de mando y servicio bajo el control de Michael Collins y, horas más tarde, a bordo del módulo de aterrizaje Águila, descendieron en el mar de la Tranquilidad, en la cara lunar siempre visible desde la Tierra. Siguieron esa hazaña histórica millones de personas del mundo, vía transmisión televisiva, y el hecho marcaba el fin de la carrera espacial entre Estados Unidos y la antigua Unión Soviética, las dos potencias económicas y militares de la época.
El apogeo de la carrera espacial requirió una inversión pesada en el desarrollo de tecnologías que permitiesen construir un cohete lo suficientemente potente como para vencer la gravedad terrestre e impulsar a una cápsula a alrededor de 40 mil kilómetros por hora más allá de la órbita del planeta. La cápsula debía estar preparada y ser resistente a punto tal que, en el regreso, fuera frenada por la fricción de la atmósfera terrestre y calentada a algunos miles de grados Celsius sin freír a sus ocupantes. Desde el punto de vista operativo, fue necesario un intenso entrenamiento físico y emocional del equipo que haría los viajes, en general expilotos de aviones cazas. Así nacieron programas como el Mercury, el Gemini y el Apollo, del lado estadounidense, y varios secretos (entre ellos el Zond), del lado soviético. El objetivo era preparar a los astronautas u cosmonautas para resistir a las condiciones del viaje y, de ser necesario, operar y hasta hacerles reparos a las naves durante el vuelo. Solamente el programa Apollo, el más conocido, habría consumido 163 mil millones de dólares, en valores de 2008, entre 1960 y 1972.
Todo ese esfuerzo empezó, empero, un cuarto de siglo antes, como resultado de una aguda disputa política y militar entre Estados Unidos y Unión Soviética tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Ambos países habían salido política y tecnológicamente más fuertes de la guerra, en la cual fueron aliados contra Alemania y los otros dos países del Eje, Japón e Italia. Con la capitulación alemana, el 8 de mayo de 1945, los cuatro países que ocuparían el territorio germánico luego de la Conferencia de Potsdam, en agosto, estaban interesados en los espolios de guerra. Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Unión Soviética tenían particular interés en un arma alemana que, más tarde, ayudaría al ser humano a llegar al espacio. Esa arma era el cohete V-2 (Vergeltungswaffe Zwei, arma de la venganza dos), un misil de 14 metros de altura, capaz de viajar por encima de la velocidad del sonido y llevar 1 tonelada de explosivos a centenas de kilómetros de distancia.
Su creador era el joven y talentoso ingeniero alemán Werner von Braun (1912-1977), quien se convertiría en el mayor desarrollador de cohetes del mundo, incluso de los que llevarían al hombre a la Luna. Von Braun y sus colaboradores empezaron a trabajar para el ejército alemán en 1932, antes de la ascensión de Hitler, y, dos años más tarde, ya habían diseñado los primeros misiles impulsados por cohetes. En 1937, el grupo creó el V-2, del cual se produjeron 6 mil unidades en los dos últimos años de la guerra, en gran parte a manos prisioneros de campos de concentración. Una cuarta parte de ellos fue lanzada contra Inglaterra y otro tanto contra otros países, causando daños considerables. A principios de 1945, con la aproximación de los ejércitos aliados, von Braun se dio cuenta de que la guerra estaba perdida y decidió entregarse a los estadounidenses con los documentos técnicos sobre los misiles.
“La Segunda Guerra Mundial lo cambió todo en el terreno del desarrollo de cohetes”, escribe Roger D. Launius, historiador jefe de la Nasa de 1990 a 2002, en el libro The Smithsonian history of space exploration, de 2018. “Antes del conflicto, el progreso en el área de cohetes había sido errático, pero la inminencia de la guerra sirvió para destacar el potencial militar de la tecnología”.
Tras la derrota alemana, oficiales de la inteligencia estadounidense pusieron en marcha rápidamente la operación Clip de Papel, que llevó hacia Estados unidos a científicos y técnicos alemanes altamente capacitados, incluida parte del equipo de von Braun. En septiembre, un mes después que Estados Unidos lanzaran bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, en Japón, von Braun y casi 120 colaboradores ayudaron a los estadounidenses a rearmar y probar los V-2 llevados desde Alemania. Naturalizados estadounidenses, los alemanes empezaron, algunos años más tarde, a proyectar misiles más avanzados y de mayor alcance, como el Redstone, utilizado posteriormente en el entrenamiento de los primeros astronautas.
El inicio de la carrera
Aunque habían ocupado la parte oriental de Alemania, donde estaban las fábricas de V-2, los soviéticos fueron más lentos. En su libro, Launius relata que, enseguida después del fin de la guerra, el líder soviético Josef Stalin (1878-1953) envió a la Alemania ocupada un equipo coordinado por Sergei Korolev (1907-1966) para entrevistar a ingenieros y técnicos que habían participado en la producción del V-2 y que no habían sido capturados por los otros aliados. Los soviéticos recuperaron material para reconstruir 12 misiles y, en octubre de 1946, se llevaron a cerca de 200 alemanes que habían trabajado en la producción del V-2 a la Unión Soviética. En octubre del año siguiente, los soviéticos probaron su primer misil.
En términos de poder de destrucción a distancia, la Unión Soviética estaba atrás de Estados Unidos. Recién en 1949 los soviéticos hicieron las pruebas de su primera bomba atómica, que, aparte de ser más pesada, exigía el uso de aviones, buques o submarinos para llegar a América del Norte y alcanzar el país que se convertía en su principal oponente. Con el empeoramiento de las relaciones con los antiguos aliados, Stalin creó un programa de desarrollo de misiles de largo alcance, coordinado por Korolev, un habilidoso ingeniero y gestor. A partir del V-2, los soviéticos diseñaron misiles cada vez más potentes, hasta llegar al R-7, el primer misil balístico intercontinental. El R-7 era capaz de llegar hasta Estados Unidos, pero solo podría ser lanzado desde algunos puntos de la Unión Soviética.
Mientras Estados Unidos comenzaba a usar los misiles en investigaciones sobre los efectos de la actividad solar en la Tierra, planeaba lanzar un satélite para recabar datos geofísicos de la Tierra e iniciaba programas con miras a llevar a seres humanos al espacio, Korolev vislumbró una jugada de marketing. Convenció a Nikita Krushev (1894-1971), sucesor de Stalin, a substituir el material explosivo de un R-7 por un satélite simple y ponerlo en el espacio. El 4 de octubre de 1957, se lanzó el Sputnik 1, el primer objeto artificial catapultado a la órbita del planeta. El satélite esférico de 84 kilogramos emitía un bip rastreable en todo el mundo por operadores de radio. “Esa proeza tuvo un impacto simbólico importante”, explica el ingeniero mecánico José Bezerra Pessoa Filho, investigador jubilado del Instituto de Aeronáutica y Espacio (IAE), con sede en la localidad paulista de São José dos Campos, y estudioso de la historia y de la política de la carrera espacial. “Le demostró a Estados Unidos que la unión Soviética estaba en condiciones de alcanzarlo con armas nucleares en media hora”.
Un mes después del Sputnik, los soviéticos lanzaron un cohete con la perra Laika a bordo, poniendo al primer ser vivo en el espacio. Ellos así anotaban su segundo gol antes de que Estados Unidos lograra poner en órbita su primer satélite, el Explorer 1, en enero de 1958.