Una investigación realizada en 2011 por el Congreso Nacional reveló que tan sólo un 8% de los 652 diputados y senadores cuentan con maestría o doctorado. En el Senado, el 9,5% de los parlamentarios ni siquiera posee estudios superiores. Las estadísticas, quizá, no afecten el desempeño de los legisladores, tal como desean algunos especialistas, pero la comparación con el currículo de un político del pasado, José Bonifácio de Andrada e Silva (1763-1838), da que pensar. Científico reconocido por sus pares, con una carrera de nivel mundial, una rareza en el siglo XVIII, era versado en minería y metalurgia, tanto en la teoría como en la práctica, con varios artículos publicados en los principales periódicos académicos de Europa, traducidos a varios idiomas.
Al cabo, José Bonfácio [así quedó conocido históricamente], hablaba y escribía en seis idiomas y leía 11, un hombre erudito y ávido lector de estudiosos de las más diferentes áreas del pensamiento. Fue miembro de las principales academias de ciencias del planeta, descubrió diversos minerales, fue profesor en la Universidad de Coimbra y dirigente de algunas de las principales industrias de Portugal y Brasil. Es también, el único brasileño ligado al descubrimiento de un nuevo elemento químico, el litio, y, en su homenaje, al granate de hierro y calcio se lo bautizó andradita. Pregonaba, desde mucho antes del surgimiento de la ecología, una explotación “racional” de los recursos naturales, encrespándose contra la destrucción de las selvas. José Bonifácio concebía a las ciencias como algo fundamental para el desarrollo de Brasil: proyectó la creación de universidades, de escuelas de minas, expediciones científicas para mapear el territorio y sociedades económicas y científicas.
“Pero se lo redujo al papel político de Patriarca de la Independencia, un movimiento que rechazó hasta último momento. Bonifácio, por encima de todo, fue un científico, formado por la Ilustración, y desdeñaba el conocimiento de escritorio. Creía en una ciencia con sentido propositivo y práctico. Para él, su condición de científico lo capacitaba para hallar soluciones racionales a los problemas afrontados por el Estado”, explica la historiadora Miriam Dolhnikoff, de la Universidad de São Paulo (USP) y autora de la biografía recientemente publicada José Bonifácio (Companhia das Letras). “Como político, su faceta más conocida, él se hallaba al frente del proceso de construcción de una nueva nación, pero la manera en que pensó esa nación estuvo determinada por su formación como científico”, dice. Según la investigadora, el “científico político” quiso fabricar la nacionalidad en su laboratorio social, solamente mezclando en los tubos de ensayo del cotidiano las diversas matrices culturales para producir una única, sintetizada en el mestizaje.
“Hay mérito en el conocimiento concentrado en las realizaciones de Bonifácio como político. Pero la política se restringió, en Brasil, a tan sólo dos años en la vida de un hombre de 59 años, ya jubilado, dueño de una larga trayectoria como minerólogo en Portugal”, recuerda el periodista y politólogo Jorge Caldeira, responsable de la digitalización de la obra completa de José Bonifácio, disponible en el portal Obra Bonifácio (www.obrabonifacio.com.br). “Fue el erudito brasileño más respetado dentro de la comunidad científica internacional de la época. Por eso, no aceptaba compromisos y padeció prejuicios por ser un científico de renombre internacional que también poseía mucho poder político”.
Bonifácio formó parte de una nueva generación de brasileños en Coimbra. “Así como la mayoría seguía la tradición de estudiar leyes para regresar a Brasil y administrar los negocios de la familia, la nueva mentalidad ilustrada atrajo a muchos estudiantes de la colonia que percibían en el conocimiento científico la posibilidad de desarrollar sus capacidades y las potencialidades del imperio”, comenta Dolhnikoff. De tal modo, entre 1772 y 1822, entre los 866 brasileños graduados en Coimbra, 450 cursaron matemática; 250 estudiaron filosofía natural (ciencias naturales) y 65 se dedicaron a la medicina. El joven de 20 años arribó a Portugal en 1780, en medio del movimiento de modernización que combatiría lo que sus contemporáneos diagnosticaban como la “decadencia del reino”. “Existía, entonces, una fuerte identificación entre ciencia y política. El estado reclutaba naturalistas para cargos importantes en la administración, para garantizar que se aplicara la política reformista”, sostiene el historiador Alex Varela, autor de Juro-lhe pela honra de bom vassalo e bom português: análise das memórias científicas de José Bonifácio (Annablume).
Como resultado de ello, en 1772, la Universidad de Coimbra, centro del conocimiento lusitano, atravesó una gran reforma, importando profesores para suplir las carencias locales. Uno de los más influyentes fue Domingos Vandelli, célebre naturalista amigo de Linné, contratado para enseñar historia natural y química. En poco tiempo, el italiano creó un grupo de discípulos que abogaban por el dominio de la naturaleza como alternativa para que Portugal superara el desfase económico con el resto de la Europa ilustrada. “Para él, era necesario crear un inventario de la naturaleza de las colonias en instituciones científicas, ya que esas producciones naturales serían las que contribuirían a la recuperación del reino”, agrega Varela. Bonifácio, alumno de Vandelli, pasó a concebir a la ciencia no como mera forma de alcanzar conocimiento, sino como un instrumento capaz de transformar la sociedad. “Era aquélla una ciencia aplicada, pragmática, que tenía la función social de resolver problemas. La naturaleza de la colonia debería ser científicamente conocida y explotada, para contribuir con la industrialización portuguesa”, analiza el investigador.
“La elección de Bonifácio por la mineralogía se encuadraba en esa perspectiva de una ciencia utilitaria. Trasladó la visión del científico ilustrado hacia la política. Como minerólogo, quiso amalgamar los metales de que disponía para crear el temple de la nación civilizada. La naturaleza y la historia aportaban todos los elementos necesarios. Bastaba solamente con la razón y el saber, aliados al poder del Estado, para transformarlos en metal noble”, dice Dolhnikoff. “El hombre de ciencia debía ligarse al Estado y aceptar los valores jerarquizados de esa sociedad. A cambio, el estudioso obtenía honra y privilegios, según el espíritu jerárquico del Antiguo Régimen”, analiza la historiadora Berenice Cavalcante, docente de la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro (PUC-RJ) y autora de José Bonifácio: razão e sensibilidade (FGV). De esta manera, el científico Bonifácio era básicamente un empleado del Estado. Éste, a su vez, invertía fuertemente en la formación de los cuadros académicos que debían aportarle al imperio aquello de lo que más carecía: conocimiento técnico. Para ello, se concedían viajes de especialización y profesionalización, tal como el que Bonifácio realizó entre 1790 y 1800 por Europa central y septentrional, donde visitó las grandes escuelas y regiones mineras.
No se trataba de “viajes filosóficos”: el beneficiado tendría que observar todo para llevar los vientos de la modernidad al imperio. “Sólo se visitaban sitios de importancia, tales como los centros de conocimiento mineralógico, de filosofía natural y de química”, comenta Cavalcante. En Francia, realizó el curso de química de Fourcroy; en Alemania, conoció a Humboldt y tomó clases con Kant, trabajando en las minas; visitó las minas de Bohemia y llevó a cabo investigaciones en Suecia y Dinamarca. El artículo sobre los minerales hallados, en especial la petalita o castorita y el espodumeno, tuvo gran repercusión, y su lectura por parte del químico inglés Humphry Davy hizo posible el descubrimiento de un nuevo elemento, bautizado como litio.
“Durante ese viaje también fue cuando retomó el enfoque crítico de Vandelli sobre la destrucción irracional de la naturaleza, reformulándola, según su criterio, como una preocupación intensa por la cuestión ambiental. Esa parte del pensamiento de Bonifácio, desgraciadamente, es subestimada por los historiadores”, afirma el historiador José Augusto Pádua, docente de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ), y autor de Um sopro de destruição: pensamento político e crítica ambiental no Brasil escravista (Zahar). “Bonifácio convivió directamente con el proceso de gestación del nuevo universo teórico sobre la dinámica de la naturaleza. Sobre todo, en sus escritos no presenta una mera transposición de la discusión europea para el ámbito luso-brasileño, sino una interpretación personal derivada de sus vivencias y reflexiones”, añade Pádua. Según el autor, para Bonifácio, el desarrollo no podría basar su crecimiento en la destrucción anticientífica de las selvas, ya que esos actos amenazaban el futuro. “Nuestras preciadas selvas desaparecen, víctimas del fuego y del hacha, de la ignorancia y del egoísmo. Sin vegetación, nuestro hermoso Brasil quedará reducido a desiertos áridos como Libia. Llegará entonces el día en que la ultrajada naturaleza se vengue por tantos crímenes”, escribió en 1828.
“Hay que tener cuidado al plantear a Bonifácio como un ‘ecologista’, porque en la época no se planteaba la posibilidad del agotamiento de las riquezas naturales y no se vislumbraba que la destrucción de la naturaleza pondría en riesgo al medio ambiente. Se trataba de la preocupación de un científico por un uso más eficaz y racional de la naturaleza para asegurar mejores resultados económicos”, advierte Dolhnikoff. Ese enfoque pragmático atrajo la atención de don Rodrigo de Souza Coutinho, ministro de Marina y Ultramar. Como miembro de la Academia Real de Ciencias, el noble era un ilustrado que abogaba por la recuperación de la minería en la colonia, a la que muchos consideraban “agotada”, como la llave para el renacimiento del imperio. Siempre y cuando fuese conducido con “ciencia”. Ni bien regresó de su peregrinación por Europa, Bonifácio fue invitado por don Rodrigo para crear una carrera de metalurgia en Coimbra y lo nombró, en 1801, intendente de minas del reino de Portugal. Era el comienzo de la unión orgánica del científico y el funcionario público, mantenida en perfecta sintonía hasta su retorno a Brasil.
Además de las minas, Bonifácio se hizo cargo de la Casa de la Moneda, donde promovió estudios y cursos de química, y de los bosques reales, donde pudo poner en práctica sus ideales de armonía entre la naturaleza y el “progreso”. Incansable, trazó un inventario de los problemas de la minería en Portugal, puso en actividad a la primera máquina de vapor del país, haciendo más eficiente la extracción de carbón, y puso en funcionamiento la fábrica de hierro de Figueiró, estableciendo una administración racional y moderna, logrando estándares considerables de producción del metal. Por si no bastase, descubrió un nuevo filón de carbón en Porto que afirmó que podría abastecer al reino durante 1.500 años. Pero la lentitud de la burocracia imperial, que le impedía implantar con eficiencia la “tecnología” en Portugal, acabó por cansarlo, y decidió regresar a Brasil en 1819. En un discurso de despedida, defendió las potencialidades de la colonia para implantar el “nuevo” Imperio Portugués: “¡Qué país, ése, señores, para una nueva civilización y para una nueva cuna de las ciencias! ¡Qué tierra para un gran y vasto imperio!”. Pocos años más tarde se topó de lleno con la realidad: “En Brasil, las ciencias y el saber no tienen cabida. Todo lo que interesa es vender azúcar, café, algodón y tabaco”. De todos modos, al comienzo, el país natal le encantó al hombre disgustado con los “vicios” de la modernidad europea.
En 1820, junto a su hermano Martim Francisco, realizó un “viaje mineralógico” que arrancó en Santos y recorrió 72 leguas del sertón paulista, inquieto por evaluar los recursos naturales. “Al analizar lo que encontró, lamentó el inmenso potencial perdido por el atraso y ‘dejadez’ de los brasileños en el cultivo de la tierra. Se enfureció por la destrucción disparatada de la naturaleza y previó que, luego de que se agotaran los recursos, las poblaciones migrarían constantemente, dificultando todavía más la llegada de la civilización”, sostiene Cavalcante. Como buen iluminista, esos obstáculos no lo desanimaban; más bien, lo impulsaban a actuar, reavivando al naturalista jubilado. “Él veía a Brasil como una piedra en bruto, repleta de potencialidades para modelarla según su voluntad ilustrada. Bonifácio inauguró un linaje de estadistas que se propusieron elaborar para el país un proyecto global de nación dentro de una perspectiva más amplia y generosa que la dictada por sus pares y contemporáneos”, analiza Dolhnikoff.
Por ende, para la investigadora, el rótulo de conservador, adquirido por su férrea defensa de la monarquía, es injusto. “Fue uno de los políticos más reformistas de su época. Su empeño por crear una nación homogénea, mediante el mestizaje, el fin de la esclavitud, la asimilación de los aborígenes, asegurando algún grado de educación y medios de subsistencia para todos, constituía el meollo de su proyecto nacional, producto de su formación como científico”, comenta Dolhnikoff. Basta con pensar en su pionerismo en la defensa del mestizaje como base de la identidad nacional. “En un momento en que los fundadores de la primera legislación iluminista del planeta, los estadounidenses, creían en diferencias raciales, él las negaba, una postura que recién adquirió relevancia a mediados del siglo XX”, dice Caldeira. No tomaba a la producción europea como ejemplo por seguir, sino como un método que debía replantearse. “Bonifácio utilizaba al iluminismo como herramienta para analizar a los brasileños y fundar una nación que tuviera en cuenta el comportamiento de los brasileños. Ningún iluminista de su época fue tan lejos en la valoración de la realidad de los brasileños en detrimento del trasplante directo de los modelos importados”.
Defendió un modelo de nación basada en la homogeneidad mediante el mestizaje de razas, lo cual terminaría con las profundas diferencias raciales. No deseaba un “blanqueamiento” de Brasil, sino que concebía como un deber del Estado estimular las uniones entre aborígenes, blancos y mulatos. “No se trataba de humanismo, sino de la creencia de que la integración favorecería a las elites, a las cuales atribuía el rol de centro irradiador de civilización”, afirma Dolhnikoff. “Sintomáticamente, utilizó un término químico, ‘amalgamado’, una aleación metálica homogénea, para explicar la necesidad de unificar a la sociedad, separada en grupos irreconciliables. Si no se amalgamaban esos muchos ‘metales distintos’, la joven nación corría el riesgo de romperse ante una convulsión política cualquiera”, señala Varela.
“Su defensa de la abolición seguía el mismo principio. La esclavitud propiciaba una elite ociosa y violenta y, por consiguiente, inculta, un obstáculo para el desarrollo. También era responsable de la destrucción inútil de las selvas”, dice Dolhnikoff. No obstante, no era tan irrealista como para proponer la abolición inmediata. Prefería un cambio gradual, apuntando a la reforma de la práctica agrícola, que debería modernizarse mediante la instrucción científica del “agricultor ignorante”, y por el sistema de sexmos. Se enfrentó con los grandes terratenientes al proponer que las tierras sin cultivar fueran confiscadas por el gobierno y vendidas, destinando el dinero para los pobres, para poder incluirlos socialmente.
“Deseaba construir una nación dirigida por una monarquía constitucional y para eso necesitaría el apoyo de la mayoría de la elite, y la nación que él quería construir no era la que esa elite deseaba”, apunta Dolhnikoff. No se daba cuenta de que estaba en un país con ideas fuera de lugar. “La identificación de una ciudadanía brasileña con universalidad étnica y religiosa aún constituye una utopía válida para cualquier nación. José Bonifácio fue el primer pensador en concebir una forma acabada de esa idea”, señala Caldeira. “Desde entonces se han elaborado varios proyectos reformistas, teniendo como modelo el mundo desarrollado, sin mejores resultados que los que obtuviera Bonifácio”, comenta la historiadora. Más allá de los proyectos, de todos modos dejó como legado para el país una gran colección de minerales y una biblioteca con más de 1.500 obras, algo inmenso para la época. Ambas desaparecieron casi por completo en medio del temerario desinterés nacional por el saber.
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