Poco más de un mes después de que se cumplieran los 50 años de la llegada del hombre a la Luna, se intensifica el movimiento en el sector aeroespacial para hacer posible el retorn al satélite natural de la Tierra. Durante las últimas semanas, dos empresas privadas estadounidenses, Blue Origin y Lockheed Martin, presentaron diseños de módulos de aterrizaje capaces de transportar a astronautas desde una estación espacial que se instalaría en la órbita lunar hasta la superficie del astro y, desde allí, de regreso a esa estación, a la cual se acoplarán los cohetes lanzados desde la Tierra. El 1o de mayo, Boeing concluyó una versión de pruebas en tamaño real de la estación que la Nasa, la agencia espacial estadounidense, planea instalar en la órbita lunar como base para la exploración del satélite terrestre y el posible envío de misiones interplanetarias.
El 20 de julio de 1969, un domingo, dos astronautas estadounidenses pisaron la superficie polvorosa de la Luna, como resultado de una exacerbada carrera de demostración de poder militar y tecnológico entre Estados Unidos y la extinta Unión Soviética. Al igual que antes, el deseo de volver al satélite terrestre involucra nuevamente intereses políticos, signados por la capacidad de movilizar los recursos humanos y económicos con miras a alcanzar esa meta, más allá de la búsqueda de la primacía tecnológica. El discurso oficial, empero, hace referencia a los objetivos científicos y a los planes de explotación de riquezas naturales y de creación de una cadena económica que incluiría actividades tales como la minería, las comunicaciones y el transporte de cargas y pasajeros, entre otras posibilidades.
Cinco décadas después del primer alunizaje, Estados Unidos sigue siendo el protagonista de un posible regreso a la Luna, esta vez amenazado por China. En el plano más inmediato, la idea de ir a la Luna y establecer una base por allí está embebida, en Estados Unidos, de un sentimiento de orgullo nacional, además de la ambición del presidente Donald Trump de dejar una marca grandiosa de su paso por la Casa Blanca. Poco después de asumir la presidencia de Estados Unidos en 2017, electo por el Partido Republicano, Trump manifestó su deseo de generar un legado en el área espacial casi tan impactante como el del demócrata John Kennedy, quien, a principios de la década de 1960, convenció al país a llevar al hombre a la Luna para mostrar la superioridad tecnológica estadounidense frente a la Unión Soviética, que lideraba la corrida espacial. En abril de 1961, los soviéticos fueron los primeros en enviar a un ser humano al espacio, el cosmonauta Yuri Gagarin.
En 2017, al pedir el presupuesto de la Nasa y establecer el objetivo de llevar a seres humanos a Marte en la década de 2030, Trump le preguntó a Robert Lightfoot Jr., entonces administrador en ejercicio de la agencia espacial, si no sería posible realizar la misión antes del final de su primer mandato, en 2020. El diálogo, que tuvo lugar en la Casa Blanca, fue relatado por Cliff Sims, exoficial de comunicación de Trump, en el libro Team of vipers (Equipo de víboras), publicado este año. Poco después, Trump restableció el Consejo Nacional del Espacio (NSC), órgano de la presidencia que determina las directrices espaciales estadounidenses, y definió una meta más modesta: llevar a astronautas a la Luna hasta 2028. En marzo de este año, el plan cambió y el viaje se ha anticipado a 2024, posiblemente con la esperanza de que ocurra al final de un eventual segundo mandato de Trump.
Volver a la Luna antes de esa fecha, esta vez para establecer una base de exploración por allá, es una meta audaz con un plazo exiguo. En seis décadas, cerca de 130 misiones, tripuladas o no, fueron enviadas al satélite terrestre por un club selecto (Estados Unidos, Unión Soviética, Japón, China, India, Europa e Israel). Sin embargo, Estados Unidos fue el único país que puso gente en la superficie lunar y sigue siendo uno de los pocos países con tecnología, conocimiento y dinero para repetir la hazaña, aunque surge en el escenario otra potencia económica determinada a demostrar poderío tecnológico: China, que tiene un sector espacial en ascenso.
En las dos últimas décadas, la agencia espacial china (CNSA) instaló, por su propia cuenta, dos estaciones espaciales (Tiangong 1 y 2) en la órbita de la Tierra, llevó a 11 astronautas chinos (taikonautas) al espacio y envió nueve misiones no tripuladas a la Luna, de las cuales siete fueron exitosas y colocaron sondas en la órbita lunar o naves en su superficie. La más reciente, Chang’e 4, aterrizó en enero de este año una nave y un robot todoterreno en el lado lejano del satélite terrestre. “Actualmente, China es el único país que tiene razones fuertes para llevar a seres humanos a la Luna”, afirma el ingeniero mecánico José Bezerra Pessoa Filho, investigador jubilado del Instituto de Aeronáutica y Espacio (IAE), estudioso de la historia y de la política de la corrida espacial. “China se establecerá como potencia global definitiva cuando uno de sus taikonautas ponga sus pies allá”.
La nueva misión estadounidense rumbo a la Luna recibió en mayo el nombre oficial de Artemis, diosa griega de la naturaleza y la caza, hermana melliza del dios Apolo, que prestó su nombre al programa tripulado de Nasa de los años 1960. Para que Artemis no quede en el papel, la agencia estadounidense y las empresas que colaboran con ella tendrán que darse prisa y recibir inversión pesada. Es necesario completar el desarrollo del Space Launch System (SLS), un supercohete capaz de alcanzar la Luna, que, si todo sale bien, volará por primera vez el próximo año. Hay que concluir asimismo las pruebas de la cápsula Orión, el medio de transporte de los astronautas desde la Tierra hasta Gateway, la estación espacial que se construirá en la órbita lunar. Se prevé que la estación estará parcialmente lista hasta 2024, para permitir repetidos aterrizajes en módulos reutilizables que todavía no existen; en las misiones Apollo, las naves bajaban una única vez y después regresaban a la Tierra.
“El presidente desafió a la Nasa a desembarcar a la primera mujer y al primero hombre estadounidenses en el polo sur de la Luna hasta 2024, para luego establecer una presencia sostenida en la Luna y a su alrededor hasta 2028”, reveló Gerstenmaier, administrador asociado de Exploración y Operaciones Humanas de la Nasa, a Pesquisa FAPESP. En una entrevista por e-mail, afirmó que los esfuerzos serán liderados por Estados Unidos, con una participación significativa de aliados internacionales. La Agencia Espacial Europea (ESA), por ejemplo, ya provee los sistemas de propulsión y de energía de la cápsula Orión y Canadá proveería parte de la robótica del Gateway. “Hemos creado estándares de interoperabilidad internacionales que permitirán que cualquier nación participe de nuestros planes”, explicó Gerstenmaier.
Por qué volver
En diciembre de 1972, los astronautas de la Apollo 17, Eugene Cernan y Harrison Schmitt, fueron los últimos seres humanos en pisar la Luna. Demostrada la superioridad de Estados Unidos en el espacio, el programa Apollo, que había consumido parte importante del presupuesto estadounidense, se dio por terminado. Desde entonces, nadie más estuvo allá. Pero el deseo de regresar no desapareció. Después de que la Nasa invirtió en misiones no tripuladas (más baratas) a otros destinos del Sistema Solar, en 2004, George W. Bush solicitó a la agencia un plan de exploración tripulada con retorno a la Luna para 2020 y Marte como destino final. Estimaciones iniciales indicaron que ese programa, llamado Constellation, consumiría 230 mil millones de dólares (en valores de 2004) en 10 años. Hubo avances iniciales, aunque frente a la necesidad de recursos abultados, Barak Obama lo clausuró en 2009, manteniendo el desarrollo del cohete SLS y de la cápsula Orión.
Los entusiastas enumeran las razones para volver a la Luna. Una es que hay mucho que aprender antes de apuntar a blancos más desafiadores, como Marte. Por ejemplo, se sabe poco sobre qué ocurre con el cuerpo humano tras largos períodos en un ambiente de baja gravedad y expuesto a la radiación cósmica. Incluso los astronautas que permanecieron más tiempo en el espacio, en la antigua estación rusa Mir o en la ISS (la Estación Espacial Internacional), no pasaron tiempo suficiente en baja gravedad y expuestos a la radiación como para simular la vida en la Luna o un viaje a Marte.
La proximidad de la Luna también pesa a favor de usarla como campo de pruebas. La distancia que la separa de la Tierra varía de 363 mil a 405 mil kilómetros, que pueden recorrerse en tres días. Marte en cambio, en los períodos de mayor cercanía, queda 130 veces más lejos, a 55 millones de kilómetros de distancia, lo que representa al menos nueve meses de viaje. “La Luna es donde, juntos, diseñaremos, desarrollaremos y probaremos los sistemas que al fin nos ayudarán a enviar astronautas al planeta rojo”, afirma Gerstenmaier.
Ir a la Luna no requiere el desarrollo de tecnologías completamente innovadoras, comenta Oswaldo Loureda, fundador y director técnico de Acrux Aerospace Technologies, una startup brasileña especializada en la producción de pequeños cohetes, drones y estructuras para microsatélites. Desde el programa Apollo, se sabe llegar allí. “El reto actual lo constituyen el cronograma y los costos”, afirma. Tan importante como concluir el desarrollo de un cohete es completar las pruebas para la certificación de que las cápsulas en desarrollo son seguras para transportar a seres humanos.
Para regresar a la Luna, será necesario concluir el desarrollo del cohete SLS y de la cápsula Orión
Agencias espaciales, expertos y amantes de la exploración del espacio listan otros intereses científicos para justificar un retorno a la Luna y la construcción de una base para la ocupación humana. Uno es investigar la geología del astro, posiblemente formado hace cerca de 4.500 millones de años de los fragmentos de roca remanentes del impacto de un planeta llamado Tea, del tamaño de Marte, contra la Tierra. La ausencia de atmósfera (no hay viento ni llueve allá) preservaría estructuras en el paisaje lunar que ayudarían a comprender, por ejemplo, que los cráteres lunares sean cicatrices de un intenso bombardeo de meteoros ocurrido hace 4 mil millones de años. En la Tierra, esas señales han sido borradas por la meteorización y los movimientos de las placas tectónicas.
“Veo a la Luna como un portal hacia la exploración del espacio profundo”, manifiesta el ingeniero espacial Antônio de Almeida Prado, experto en maniobras orbitales y trayectorias espaciales del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales (Inpe, en portugués). La gravedad de la Luna es seis veces inferior a la terrestre. Por esa razón, la superficie lunar o las estaciones espaciales en su órbita permitirían lanzar naves y sondas mayores y con más masa que desde la Tierra, abriendo paso a misiones más distantes y largas.
Los intereses económicos también guían el regreso y la posible colonización del satélite terrestre. Hay estudios en los que se sugiere que la Luna tendría una cantidad importante de minerales raros. Habría también por allá grandes concentraciones de helio 3, una versión del elemento químico helio rara en la Tierra y que, en principio, permitiría realizar reacciones termonucleares, con la liberación de mucha energía como resultado. Del agua congelada de los cráteres del polo sur, sería posible extraer el oxígeno para los astronautas, y el hidrógeno para su uso como propelente para los cohetes. Empresas privadas de Estado Unidos y Europa y países como China ya vislumbran formas de explotar esos recursos, en una posible carrera mineralógica que movería una economía billonaria. Tal escenario, empero, depende del abaratamiento de los viajes por medio del uso de naves y cohetes reaprovechables.
El establecimiento de una colonia humana lunar podría además servir de experimento sociológico y antropológico, en opinión del ingeniero y emprendedor brasileño Sidney Nakahodo, cofundador y director ejecutivo de la New York Space Alliance, una startup con sede en Estados Unidos que fomenta el desarrollo de startups espaciales. Docente de la Escuela de Administración Pública y Relaciones Internacionales (Sipa), de la Universidad Columbia, Nakahodo vislumbra que los habitantes de asentamientos humanos fuera de la Tierra podrían crear nuevas formas de organización social y de explotación económica, regidas por un andamiaje legal que todavía estaría por definirse.
El Tratado del Espacio Sideral, de 1967, impide que sus signatarios reclamen la tenencia de territorios en otros cuerpos celestes. También establece que la exploración debe beneficiar a la humanidad y libera a los Estados para llevarla a cabo. En ausencia de un consenso internacional, Nakahodo prevé que la ocupación y exploración lunar seguirán los moldes de lo ocurrido en la Antártida. En un documento firmado en 1959, los 12 países que reclamaban la tenencia de partes continentales de la Antártida se comprometieron a suspender sus pretensiones por tiempo indeterminado. El texto establece que otros países que deseen participar en las discusiones sobre el continente deben demostrar que realizan investigaciones científicas sustanciales en la región. “De haber un tratado en esos moldes, Brasil solo será contemplado si se muestra capaz de desarrollar investigaciones relacionadas con la Luna”, prevé Nakahodo.
Por el momento, sin programas gubernamentales destinados a estudiar la Luna, Brasil cuenta con un proyecto privado, el Garatéa-L, que pretende enviar un nanosatélite a la órbita lunar. “El colocar un equipamiento cerca de la Luna y maniobrarlo puede permitir al país la entrada a un club restringido”, afirma Carlos Augusto Teixeira de Moura, presidente de la Agencia Espacial Brasileira (AEB). “Sería una demostración de capacidad técnica que nos daría alguna voz en un escenario internacional futuro.”
No obstante, antes de que esas posibilidades se hagan realidad, hace falta recuperar la capacidad de volver a la Luna, algo que no será tan fácil como Trump lo desearía. El 16 de mayo, un proyecto de ley de la Cámara de Representantes de Estados Unidos –equivalente a la Cámara de Diputados– añadió mil millones de dólares al presupuesto de la Nasa para el ejercicio fiscal de 2020. Con ese incremento, la agencia de la Nasa recibirá 23 mil millones de dólares, lo que corresponde a cerca del 0,5% de los gastos federales estadounidenses, muy distante del 4% consumido en el auge del programa Apollo. Incluso con esa complementación, los recursos de la agencia no alcanzarían para regresar a la Luna antes de 2024; y algunos expertos estiman que serían necesarios incrementos anuales de 5 mil millones a 8 mil millones de dólares durante los próximos años para alcanzar la meta.
El monto adicional aprobado en mayo es casi un 40% inferior al solicitado por Trump. En vísperas de la aprobación, parlamentarios del Partido Demócrata, de oposición al gobierno, vieron con desconfianza la enmienda presupuestaria de la Casa Blanca. “Reservaré mi juicio sobre el plan general de aterrizaje en la Luna hasta que el Congreso reciba informaciones más concretas sobre la iniciativa”, declaró la diputada demócrata Eddie Bernice Johnson, de Texas, que preside el Comité de Ciencias de la casa. De acuerdo con un artículo del 16 de mayo de la revista SpaceNews, especializada en política y negocios del sector espacial, Johnson está interesada en conocer algo aún no revelado: el costo total y los detalles técnicos de la misión.
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