Desde principios de 2020, la médica reumatóloga Eloisa Silva Dutra de Oliveira Bonfá se encuentra en el epicentro de la lucha contra la pandemia en el Hospital de Clínicas de la Facultad de Medicina de la Universidad de São Paulo (HC-FM-USP), el mayor complejo médico de Latinoamérica y punto de referencia del covid-19 en São Paulo. Como directora clínica del HC desde 2011, junto a su equipo, puso en marcha el plan contra desastres un mes antes de que se diagnosticara el primer caso de covid-19 en Brasil y anticipó la compra de guantes, mascarillas y otros materiales que serían imprescindibles para poder trabajar. En marzo, el comité de crisis, del cual formó parte, transformó el Instituto Central en un espacio exclusivo para pacientes con covid-19, trasladando la sala de urgencias y 35 consultorios de especialidades a otras unidades del HC. Al comienzo de la pandemia, uno de los mayores problemas fue la falta de camas de UTI, que en dos meses treparon de 85 a 300, y de personal: el equipo pasó de 4.000 a 6.000 miembros.
Silva Dutra de Oliveira Bonfá tuvo que motivar a los equipos, gestionar el temor a contagiarse con una enfermedad desconocida, afrontar las protestas de los médicos residentes y aprender a pedir donaciones, ya que no había dinero para contratar los refuerzos que necesitaba. En esta entrevista, concedida a través de una plataforma de video, relata que también ha visto a colegas suyos destacarse como líderes creativos o que, incluso exhaustos, pedían seguir trabajando.
La médica nacida en la localidad de Ribeirão Preto (São Paulo), casada con un economista y madre de tres hijos adultos, ha retomado recientemente un ritmo de vida casi normal, que incluye salidas a restaurantes y caminatas nocturnas tres veces por semana, en compañía de su marido.
Especialidad
Reumatología
Institución
Universidad de São Paulo (USP)
Estudios
Título de grado en medicina otorgado por la Facultad de Medicina de Ribeirão Preto de la USP (1981), doctorado por la Facultad de Medicina de la USP (1991)
Producción
377 artículos científicos y coautora de 6 libros
A casi dos años del comienzo de la pandemia, ¿cómo es su vida actualmente?
Todavía evito los lugares cerrados y con mucha gente, pero ahora voy a un restaurante abierto y ventilado. En Brasil tenemos una capacidad enorme de vacunación, sin la resistencia que existe en otros países. El resultado es un descenso constante de la cantidad de casos. Esto nos abre una perspectiva, a mediano plazo, para replantearnos una nueva forma de vida poscovid. El covid-19 no ha desaparecido, aunque el índice de ocupación de camas reservadas para esta enfermedad hoy en día es muy bajo. Nuestro hospital es una referencia para los casos graves que, con la vacunación, han disminuido bastante. Tenemos una ocupación actual de camas del 30 %.
¿Cómo se preparó el HC para hacer frente a la pandemia a principios de 2020?
En el HC llevamos mucho tiempo enfrentando crisis. Una de las integrantes de la dirección clínica, la doctora Bia [Maria Beatriz de Moliterno Perondi], es experta en desastres. En 2010 fue como voluntaria a Haití para colaborar en la atención de las personas afectadas por el terremoto. En 2013 armamos un comité de crisis, que se activa en toda ocasión que prevea una demanda mayor a nuestra capacidad de atención. Además de la fiebre amarilla y el covid-19, el comité se activó cuando se incendió el Memorial de América Latina [en 2014], durante la Copa Mundial de Fútbol [de 2014, en São Paulo] y durante la huelga de los camioneros [en 2018], porque tenemos 2.400 camas y la huelga podía dificultar la entrega de alimentos para los pacientes. Activamos el comité nuevamente el 29 de enero de 2020. Todavía no había ningún caso de covid-19 en Brasil, pero empezamos a comprar cofias, guantes, todo lo que iba a ser necesario para poder trabajar. Muchos no creían que iba a llegar acá, pero al percibir la evolución de los contagios, supimos que debíamos prepararnos. La primera propuesta del comité de crisis fue la más lógica. El HC posee ocho institutos de especialidades: en cardiología, oncología, pediatría, ortopedia y otras. Entonces, cada una tendría que montar su propia área de aislamiento para covid-19 y aguardar que llegaran los pacientes. Estábamos pensando tranquilamente en esto cuando Bia vio que un hospital en Israel había aislado un instituto para tratar solamente a pacientes con esta enfermedad y sugirió que podríamos pensar en esa posibilidad. En marzo esta idea resurgió.
¿Por qué en marzo?
Porque ahí fue cuando advertimos que la pandemia era más grave de lo que parecía inicialmente. Conversé con Bia para evaluar la posibilidad de aislar el Instituto Central, pero aún era una propuesta vaga. Al finalizar esa semana le informé al director de la Facultad de Medicina y a los miembros del Consejo del HC que estábamos estudiando la propuesta de concentrar la atención en el Instituto Central. El domingo por la tarde, el gobernador del estado de São Paulo, João Doria, vino a inaugurar camas de UTI [Unidad de Terapia Intensiva], algo previsto que no tenía nada que ver con el covid-19. Pero al llegar a la UTI para inaugurarlas, el gobernador anunció que íbamos a aislar el Instituto Central para atender casos de covid-19. Más tarde supe que había subido en el ascensor con el director de la facultad, que le había comentado esa posibilidad. Casi me da un infarto, pero ya no había forma de echarse atrás. El anuncio se había hecho.
¿Cómo hizo para adecuar los espacios?
Trasladamos los equipos y el personal del mayor centro de urgencias terciario de América Latina, de especialidades múltiples, al InCor [el Instituto del Corazón] que, de la noche a la mañana, se convirtió en un hospital de emergencias general. Distribuimos 35 consultorios de especialidades en los otros institutos, que serían de baja exposición al covid-19 y atenderían a pacientes con otras enfermedades. Los consultorios clínicos fueron al Instituto de Ortopedia, el área quirúrgica al Icesp [el Instituto del Cáncer del Estado de São Paulo] y neonatología de alto riesgo al HU [Hospital Universitario]. En 15 días transformamos el Instituto Central en un espacio exclusivo para la atención de pacientes con covid-19.
¿Hubo resistencia a estos cambios?
Mucha. En primera instancia fue, digámoslo, justificada, porque yo les había dicho a los miembros del Consejo del HC que les presentaría a ellos el proyecto y, de repente, todo el plan se aceleró. Para los miembros del Consejo era difícil creer que no había sido yo quien se lo dijo al gobernador. Pero, de cualquier manera, esa medida permitió que los colegas con factores de riesgo para el covid-19, como hipertensión o diabetes, fueran derivados a los institutos de baja exposición y los que no tenían ninguno se quedasen en el Instituto Central. La gente tenía mucho miedo de infectarse con el coronavirus o transmitírselo a algún familiar. En el Instituto Central, instauramos una organización férrea: solo ingresaban quienes habían cumplido con la capacitación y, al principio, no estaba permitido pasar de un instituto a otro. Transformamos las aulas anfiteatros en espacios de capacitación sobre la vestimenta específica, el uso de respiradores y todos los resguardos que deberíamos tomar, y las oficinas docentes en alojamientos para las personas que iban a trabajar en contacto con el covid-19. Los escritorios de los profesores se corrían a un costado y dejaban espacio para dos literas destinadas a los equipos de primera línea de atención.
¿Creció mucho el equipo?
Hemos llegado a tener 6.000 empleados trabajando en el Instituto Central. Antes trabajábamos con 3.500 ó 4.000. Necesitábamos más gente porque sumamos muchas camas de UTI. En el Instituto Central teníamos 84 y, entre abril y mayo, el número aumentó a 300. Como durante la pandemia no hubo cirugías programadas, transformamos 35 quirófanos en camas de UTI. Pero entonces surgió un problema: no había intensivistas ni neumólogos para contratar y tampoco disponíamos de respiradores mecánicos para los pacientes. Los anestesistas colaboraron utilizando los equipos de anestesia para ventilar a los pacientes. Muchos de ellos no tenían trabajo, al no haber cirugías programadas, pero tampoco había dinero para contratarlos. Nunca he vendido una rifa ni dejaba que mis hijos las vendieran, las compraba todas porque me moría de vergüenza, pero a esas alturas tuve que superarlo y salí a pedir lo que fuera. Junto al superintendente solicité una donación al banco BTG Pactual y con ella contratamos a los anestesistas. Pero ellos no sabían trabajar por su cuenta porque no eran intensivistas. Entonces, en cada quirófano pusimos a un intensivista a trabajar junto a un anestesista. Y así pudimos mantener atendidas 300 camas de UTI durante dos meses. También reclutamos médicos de otras especialidades, como ortopedistas y oftalmólogos, que han hecho un trabajo increíble. Ellos atendían la enfermería y cuidaban a los pacientes menos graves. Disponíamos de equipos de apoyo asistencial, uno de intubación, otro para conectar un vaso sanguíneo grande o realizar traqueotomías [la inserción de una cánula en la tráquea para facilitar el ingreso del aire en los pulmones]. Para activar cualquiera de los equipos bastaba solicitarlos y alguien acudía prontamente a ayudar. Además de instalar nuevas camas de UTI, creamos salas de atención específicas para la recepción adecuada de pacientes con covid-19, una pediátrica, otra psiquiátrica, otra para las embarazadas. Pero no resultó suficiente. El dinero que nos dio el BTG no alcanzó para mantener las 300 camas. Se necesitaba más.
¿Y entonces qué hizo?
Me comuniqué con todos los hospitales de São Paulo con los que teníamos más afinidad y les pedí que nos enviasen equipamientos y equipos multidisciplinarios. Y funcionó. El Sírio-Libanês montó una UTI de 10 camas para completar las 300. El [Hospital Israelita Albert] Einstein envió gente para entrenar a los empleados del HC, porque el número de pacientes de diálisis se multiplicó por siete. La red D’Or montó una UTI y una sala de atención para pacientes con covid-19 y cáncer. El HCor envió un equipo multidisciplinario completo, que era algo sumamente necesario. No recibí ninguna negativa. Incluso el equipo del Samu [Servicio Móvil de Atención de Urgencias] se comunicó conmigo para decirme que como no había tantos accidentes estaba infrautilizando recursos y montó una UTI aquí en el Instituto Central. Al mismo tiempo, debía pensar en muchas otras cosas. Si una medicación escaseaba, la sustituíamos de inmediato por otra y les pedíamos a los médicos y enfermeros que utilizaran lo mínimo posible. Los suministros se dejaron en manos de la superintendencia, que también afrontó el reto de ampliar rápidamente la capacidad de provisión de energía y de oxígeno.
¿Cómo lo resolvieron?
Tuvimos que construir una estación para elevar el suministro de oxígeno. No disponíamos de capacidad instalada para tantas camas. El Hospital de Clínicas tiene 70 años y nunca tuvo 300 camas de UTI que necesitaran tanto oxígeno. También construimos una estación de energía, porque el Instituto Central no disponía de la capacidad de energía necesaria. La superintendencia también se ocupó de que no faltaran EPI [equipos de protección individual]. En un día, pasamos de 4.000 a 40.000 mascarillas. Tuvimos que organizarnos. Tuvimos que educar sobre cuál barbijo utilizar en un lugar u otro del hospital. Fue un verdadero operativo de guerra. Y más aún, fue un operativo por la vida. Los residentes y empresas de la zona nos enviaron ropa, pizzas, helados y flores. Ahora bien, ¿cómo se hace para repartir estas cosas equitativamente? La superintendencia se la vio difícil, porque los regalos debían llegar a los equipos que estaban trabajando con covid-19 en el hospital y necesitaban un reconocimiento.
¿Cómo hicieron para definir los tratamientos para el covid-19?
Desde el principio se supo que la enfermedad afectaba a otros órganos como el corazón, además de los pulmones. Teníamos intensivistas muy experimentados y comités de UTI. Los comités elaboraban el protocolo y se indicaba al personal cómo adecuarse. Cada día, a las 7 de la mañana, hacíamos una reunión al aire libre con los responsables de área, de atención [de los pacientes], de la fisioterapia y otros. Nos formábamos en círculo frente al hospital para no estar demasiado cerca y discutíamos acerca de los ajustes en los procedimientos o de algún trabajo nuevo de publicación reciente. Al caer la noche se reunía un comité menor para definir los pasos a seguir al día siguiente. Nuestro protocolo inicial aceptó el del Ministerio de Salud, que incluía a la cloroquina como indicación, porque inicialmente no había nada en contra. Pero la dejamos de usar en cuanto surgieron las primeras evidencias de que no ayudaba en el tratamiento. E informamos a todos que ya no formaba parte de nuestro protocolo. Por supuesto, los médicos son libres de probar nuevos tratamientos, pero su trabajo debe realizarse en el contexto de una investigación científica. Así, pues, con base en estudios realizados en otros sitios y también aquí en el HC, aprendimos cuándo es el mejor momento para administrar corticoides y otros fármacos a los pacientes con covid-19. Elaborábamos una circular y todos debían seguirla. No fue fácil, la gente estaba decepcionada y agotada. Se llegó a amenazar con una huelga de residentes, cuya labor en la primera línea contra la pandemia fue fundamental, pero también resultaron perjudicados en su formación.
¿Cómo organizaron las investigaciones?
Creamos una comisión para la aprobación expeditiva de las propuestas de ensayos clínicos e investigaciones, pero la mayor dificultad era la competencia por los pacientes. Me llegaron quejas: “Fulano me está robando todos los pacientes, tienes que establecer una regla”. Entonces determinamos que el reclutamiento de pacientes sería por relevos. Un médico invitaría a un paciente, luego otro invitaría a otro, y así sucesivamente. Cargamos los datos de los pacientes de UTI en un sistema informatizado. Hasta ahora hemos atendido a más de 10.000 pacientes con sospecha o confirmación de covid-19.
Me comuniqué con los hospitales con los que teníamos más afinidad y les solicité materiales y equipos. Y salió bien
¿Cómo ha sido trabajar en el hospital durante la pandemia?
He visto cosas inimaginables. Un día encontré a una médica llorando. Me dijo: “Acabo de cantarle una canción a un paciente”. Le respondí: “¡Vaya, qué hermoso!” Y me cuenta: “Llegó muy mal y me pidió que ‘no lo deje morir’. Le dije: ‘No vas a morir y yo voy a cantarte una canción cuando te den el alta’. Recién vuelvo de la sala de internación, porque le dieron de alta”. Un profesor que trabaja en la sala de urgencias y debe andar por los 85 años, Almir Ferreira de Andrade, quería ayudar en las urgencias de covid. No lo dejé. ¿Sabes lo que hizo? Un día lo sorprendí ingresando a escondidas. Le advertí: “Profesor Almir, usted no puede ingresar aquí”. Él me respondió: “¡Pero, profesora! Si me llego a morir trabajando es lo que me gusta hacer, no me importa”. Al otro día lo encuentro de nuevo y me rezonga: “¡Me está vigilando, no es posible!”. Lo amenacé con poner un guardia de seguridad, pero él dejó de venir y se quedó trabajando en la sala de urgencias no covid. Nuestro superintendente, Antônio José Rodrigues, a quien llamamos Tom Zé, ha sido fantástico. No sé cómo hizo para que no nos faltaran medicamentos. Su equipo se las arregló para hacer todo lo necesario. Él participaba en las reuniones y sabía todo lo que ocurría. Pero también tuvimos muchas demandas de gente que no quería trabajar por temor a infectarse. Tuvimos que enfrentarnos a ellos, porque si dejábamos que algunos se quedasen en su casa, otros también querrían hacerlo.
¿Cómo consiguió que esos empleados siguieran trabajando?
Nos volvimos medio abogados, con la ayuda del Núcleo Jurídico del HC. Los tres docentes a cargo del comité de crisis eran Edivaldo Massazo Utiyama, vicedirector clínico del HC, Aluísio Segurado, presidente del Consejo del Instituto Central, y yo. Nos turnábamos para ayudar a responder las demandas y explicarle al juez por qué la persona tenía que continuar trabajando. Si le tenía miedo al covid-19, podía quedarse en un laboratorio, haciendo análisis de sangre, lejos de los pacientes, o en un área administrativa. Había trabajo para todos. Con todos los recaudos que tomamos, el Instituto Central fue, de todos los institutos que forman parte del HC, el que menores índices de contagio tuvo entre sus colaboradores. De los 22.000, tuvimos 117 hospitalizaciones de profesionales del HC con covid-19 y, desgraciadamente, 8 muertes. Nadie del comité de crisis se contagió. Pero teníamos que dar el ejemplo en cuanto a la forma de utilizar el EPI y de sentarnos a la mesa. Comíamos todos juntos, pero con las ventanas abiertas y nunca uno frente al otro. Tuvimos suerte, porque nos hemos reunido con gente que, más tarde, descubrimos que tenía covid-19.
¿Cómo se arma un buen equipo para afrontar estas coyunturas de emergencia?
Es todo un reto. La profesión médica convive con las emergencias, pero los grandes líderes que coordinaron las UTI surgieron por sí solos. Muchos se presentaron y dijeron: “Estoy disponible para lo que haga falta”.
¿Quién se destacó?
En primer lugar, las responsables de la dirección clínica: Bia, Leila Suemi Harima Letaif, Anna Miethke Morais y Amanda Cardoso Montal, que fueron las grandes artífices de todo el proceso. El profesor Carlos Carvalho también hizo un trabajo estupendo. La mortalidad en las UTI del HC estuvo muy por debajo de la de otros hospitales de la ciudad de São Paulo. Él realizaba televisitas a las UTI de otros hospitales de São Paulo y de otros estados. El médico a cargo le presentaba la situación y él sugería modificaciones que ayudaron a reducir el tiempo de internación y la mortalidad. Hizo un trabajo fantástico, que luego se extendió a la obstetricia, porque desgraciadamente, en un momento, Brasil fue el país con la mayor mortalidad por covid-19 de embarazadas. La profesora Rossana Maria dos Reis organizó una teleconsulta para brindar asistencia a los hospitales de São Paulo y de otros estados para mejorar la atención de las pacientes embarazadas con covid-19, cuyo tratamiento reviste características propias. El sector de humanización creó un verdadero ejército para auxiliar en la comunicación con los pacientes y atender a los familiares de los pacientes al momento del alta y del deceso. También se generaron avances, tales como el biorrepositorio [muestras de suero sanguíneo] y la base de datos de los pacientes, que generamos durante la pandemia. Pudimos comprobar la importancia de los equipos multidisciplinarios. En ciertos momentos, como el covid-19 es una enfermedad respiratoria, el trabajo del fisioterapeuta y del fisiatra era más importante que el del equipo médico.
¿Qué tal es trabajar en un ambiente tan masculino?
Soy la primera directora clínica en los más de 70 años del HC. La Facultad de Medicina nunca tuvo una directora. De todos modos, para mí ha sido más fácil llegar a ser directora de lo que hubiera sido en otros lugares, porque estamos habituados a trabajar por mérito. Tal vez, si hubiera sido varón, habría sido más rápido. Cuando estalló la pandemia, ya hacía 10 años que formaba parte de la dirección, lo que me daba cierto poder para lo que estaba haciendo. La dirección clínica funciona en el edificio administrativo, pero nos mudamos al Instituto Central para trabajar mejor. Transformamos un aula anfiteatro en oficinas y estábamos allí desde las 7 de la mañana hasta las 9 de la noche, todos los días. El liderazgo fue conjunto con los otros dos profesores titulares y las cuatro directoras médicas. Trabajamos en bloque y la gente nos veía así. Si alguien venía con una discusión, la resolvíamos juntos. Si algún empleado era internado, figuraba en la orden del día de nuestra reunión diaria y veíamos qué podíamos hacer por él. En una catástrofe, tenemos que priorizar a quien puede ayudar a salvar otras vidas cuando se cura.
El comando del hospital fue conjunto con otros dos docentes y las cuatro directoras médicas. Éramos un bloque y el personal así nos veía
¿Logró investigar durante la pandemia?
Nuestro equipo de reumatología llevó a cabo un trabajo con inmunodeprimidos [personas con bajas defensas naturales contra los patógenos], que se utilizó como referencia para priorizar las vacunas para este grupo de pacientes. Ese trabajo contó con financiación de la FAPESP y de la iniciativa privada, a través de la bolsa de valores de São Paulo, la B3. El primer estudio, con 910 pacientes, salió publicado en la revista Nature Medicine y nos permitió conocer mejor los efectos de los medicamentos en la vacunación contra el covid-19. Los pacientes tuvieron una respuesta moderada, de un 70 % en la producción de anticuerpos tras la inmunización con la vacuna CoronaVac. Pero el 30 % no respondía y teníamos que entender por qué. Descubrimos que era a causa del uso de determinadas drogas. Estudiamos 10 medicamentos reumatológicos diferentes. Atendiendo a una recomendación del Colegio Americano de Reumatología, suspendimos por un tiempo la medicación inmunosupresora de los pacientes con artritis reumatoide y la respuesta inmunitaria aumentó. La cantidad de casos de covid-19 descendió un 81 % tras la vacunación, cuando en la ciudad de São Paulo ocurría lo contrario, se registraba un aumento del 45 %.
Uno de los medicamentos que se evaluaron en ese estudio fue la cloroquina ¿Qué descubrieron?
La cloroquina es un fármaco inmunomodulador de amplio uso para el tratamiento del lupus, pero requiere varios pasos para ingresar al organismo. Entra, ingresa al torrente sanguíneo y luego va a los tejidos, a las células y, una vez en ellas, al lisosoma [un compartimento celular]. Todo el proceso tarda alrededor de tres meses, antes de comenzar a surtir efecto. Llegamos a la conclusión de que no era sensato pensar que para una enfermedad aguda como el covid-19 pudiera ser de ayuda una droga que necesita tanto tiempo para hacer efecto.
¿Qué cosas le preocupan ahora?
Una de ellas es el poscovid. Una investigación conducida por el profesor Geraldo Busatto monitorea a unos 800 pacientes que enfermaron gravemente de covid-19 y ahora padecen secuelas mentales y físicas que ya llevan muchos meses, más que la propia enfermedad. Otra preocupación es cómo recuperar la vida previa a la pandemia. Creíamos que, como máximo, en tres meses nuestra vida volvería a ser normal y hasta ahora no ha sido así. Tenemos una nómina enorme de gente que no acudió al hospital durante la pandemia, incluso por sugerencia nuestra, y necesita atención. Cada médico dice que su paciente es lo más importante: “Si no lo atiendo ya, se va a morir”. Pero debemos escalonar y reorganizar el sistema para poder volver a la normalidad lo antes posible.
¿Qué estrategias le recomendaría a quien dentro de unos años ocupe su lugar y tenga que enfrentarse a otra pandemia?
Lo primero que hay que hacer es prepararse con más anticipación. Es mejor tener los recursos a mano y no precisar utilizarlos que no tenerlos. Todo el mundo debe disponer de un comité de crisis y cambiar las estrategias a medida que la crisis avanza. Otra cosa importante es cuidar la comunicación. Nuestra comunicación externa es pésima, porque las fake news hacen presa fácil de nosotros. Mucha gente se pone a pontificar y hablan como si conocieran las vacunas, pero ni siquiera se trata de gente del campo de la salud. Ocupan un espacio que dejamos libre porque estamos enfocados en nuestro trabajo. Sería muy beneficioso que tuviéramos un canal de comunicación con la población, algo que se ha hecho poco a poco a través de la prensa, eligiendo mejor a las personas para comunicar. Pero se tardó demasiado. La comunicación interna tampoco es sencilla, sobre todo en un hospital con 22.000 empleados y alrededor de 3.000 trabajadores subcontratados. Estaban enojados porque teníamos que abrir otra UTI. Si les hubiésemos explicado lo que estaba ocurriendo quizá no se habrían enojado. Si hasta se pensó que la idea de abrir otra UTI solo era un capricho. Los residentes hicieron asambleas y tuvimos que explicarles que no era así la cosa. Era una crisis tras otra. Todo el tiempo teníamos que apagar incendios. La comunicación interna no fue tan buena para llegar a los responsables, atender más y justificar las decisiones. Celebramos y les agradecimos a los equipos por cada mil pacientes dados de alta, pero el personal de la primera línea tal vez necesitaba y merecía más. Iniciamos acciones preventivas, un psiquiatra se reunía una vez por semana con los responsables de las UTI, para que pudieran hablar y expresar sus quejas. El mero hecho de escucharlos, aunque no resuelva el problema, ayuda a la gente a sentir que se la considera. El Instituto de Psiquiatría, en particular el profesor Euripídes Constantino Miguel Filho, realizó varias sesiones de acogida psiquiátrica para colaboradores y nos asignó un terapeuta a cada uno de los que integramos el comité de crisis. Esto ayudó mucho. Durante la primera ola, mi marido me traía y me venía a buscar. Era lo mejor, porque salía en llamas. Cuando llegaba a casa ya estaba más relajada. El hospital nunca se había enfrentado a un reto semejante, pero posee raíces profundas, y aguantamos.