Einstein debió hacer gala de una gran valentía para asumir, en plena edad moderna, que “la ciencia sin la religión es renga y la religión sin ciencia es ciega”. La primera parte de la frase especialmente, sigue provocando escalofríos en muchas mentes científicas que asocian de forma ortodoxa a la ciencia con la idea de progreso: así pensada, los antiguos conocieron menos que los medievales, y éstos, menos que los modernos, ya totalmente liberados de cualquier “oscurantismo” religioso. “Existe particularmente la visión de un estrecho pasaje de la alquimia hacia la química entre mediados del siglo XVII y finales del siglo XVIII, cuyas marcas serían la publicación de El químico escéptico, de Boyle, un libro que habría dado inicio a la química moderna, en 1661, y el ‘gran finale’ de Lavoisier, en su Tratado elemental de química, en 1789”, explica la profesora Ana Alfonso-Goldfarb, del Centro Simão Mathias de Estudios en Historia de la Ciencia (Cesima), de la Pontificia Universidad Católica de São Paulo (PUC-SP).
“No se puede disociar el desarrollo de la ciencia de ciertos aspectos religiosos, como tampoco el saber alquímico y la tradición hermética fueron eliminados por la revolución científica, sino que convivieron durante largos siglos. No se trata de rupturas, sino de permanencias y lentas transformaciones de conocimientos antiguos”, analiza la investigadora, quien junto a la profesora Márcia Ferraz, también del Cesima, echó luz sobre una importante trama de discusiones acerca de los principios de la materia que se extendió al menos hasta el siglo XVIII, en el marco del proyecto temático intitulado Revelando los procesos naturales a través del laboratorio: la búsqueda de principios materiales en los tres reinos hasta la especialización de las ciencias en el siglo XVII, apoyado por la FAPESP. “Mentes notables de una institución como la Royal Society, pese a que realizaban procedimientos rayanos con los de la ciencia moderna, aún veían ‘la mirada de Dios’ en el laboratorio ‘iluminista’”, sostiene Márcia Ferraz. Por cierto, es precisamente mediante una inmersión en los archivos de la sociedad británica como ambas están cuestionando cada vez más la creencia de que la alquimia, basada en misterios, no resistió el tránsito hacia un universo racional y mecanicista, donde los misterios eran inadmisibles.
“Las ideas alquímicas, bajo otro nombre, siguieron intrigando durante mucho tiempo a grandes personalidades hoy en día asociadas con la ciencia moderna. Y ésa es la belleza de esta historia: no existe una razón única, sino varias ‘razones’, que supieron convivir hasta el siglo XIX”, analiza Alfonso-Goldfarb. Por cierto, éste será el foco del despliegue del temático en un nuevo proyecto, también con el apoyo de la FAPESP, que ha comenzado ahora, y que llegará al siglo XIX, período en que, según lo confirmaron las investigaciones de las profesoras, se concretará el efectivo desmembramiento de las áreas del saber en dirección a un sistema de organización moderno. “Al mismo tiempo, y quizá no por casualidad, la noción de principio o de principios materiales será superada de diversas maneras, incluso mediante variaciones lejanas, tal como lo fueron las nuevas concepciones de principios activos”, afirma Ferraz.
Hasta ese entonces, dos vertientes dividían el interés de los estudiosos. Una de las perspectivas concebía a la organización de la materia en “principios rectores”: los mismos serían exclusivos del reino que constituían e intransferibles ‒ni siquiera en laboratorio‒ a los otros reinos de la naturaleza. Un segundo grupo preconizaba la existencia de un único principio, que circularía entre los tres reinos (el mineral, el vegetal y el animal), aunque el mismo actuaría de manera distinta en cada uno de ellos. Esta idea, una creencia que databa de tiempos aristotélicos, se fundamentaba en la observación de procesos en los cuales materiales de reinos distintos, al interactuar, parecían transferir sus características unos a otros. Entre los adeptos a esta visión figuraban notables estudiosos de la primera modernidad, y sus reflejos prevalecieron a través del siglo XVIII.
“Muchas de las obras que crearon la ciencia moderna se ubicaban en un umbral, captando de un lado esa lógica totalizadora de los saberes de voces del pasado; pero, al mismo tiempo, daban inicio a un contacto con la nueva cosmología y las nuevas ideas”, dice Alfonso-Goldfarb. A las propias investigadoras, de entrada, el descubrimiento de que hombres como Boyle y Newton creían en la posibilidad de la existencia de “la piedra filosofal” les provocó una sensación desagradable. Sin embargo, como buenas adeptas a la razón, sus hallazgos documentales en el archivo de la Royal Society las indujeron a rever sus creencias y pasaron a ver los antiguos modelos de la nueva ciencia a través del prisma de la época, y no con la visión anacrónica y “prejuiciosa” de nuestros tiempos.
Al fin y al cabo, ¿cómo desmentir un documento oficial de una venerable institución que acaba de llegar a los 350 años de historia, especialmente los escritos de Henry Oldenburg, miembro de una red europea de sabios y secretario de la en ese entonces recién creada sociedad inglesa? “Para los estudiosos de la Royal Society no había nada que descubrir en sus archivos, especialmente luego de su catalogación completa a cargo de la pareja integrada por Marie y Rupert Hall a partir de los años 1960”, comenta Alfonso-Goldfarb. Pero las brasileñas descubrieron mucho material en los “fondos cerrados” del archivo, lo cual no fue poca cosa. El hallazgo más “espectacular” fue la “receta” del alkahest, el supuesto “solvente universal” alquímico que podría disolver cualquier sustancia, reduciéndola a sus componentes primarios. Y eso entre los papeles de hombres “iluminados” por la razón como Oldenburg y Jonathan Goddard, miembros reputados de la institución. El descubrimiento no hacía sino confirmar que los “papeles secretos” de Newton, revelados poco a poco desde los años 1930, y su relación con la alquimia, eran la punta de un iceberg mayor que el deseable.
“Había una segunda agenda en la pauta de los nuevos científicos, y los documentos revelan, en forma concisa y casi moderna, que en muchos experimentos había concepciones y procesos ligados a antiguos tratados y recetarios. Basta con ver las tentativas de refinar oro con antimonio descritas por Goddard a la Royal Society”, recuerda Ferraz. Pero antes de juzgar, se debe conocer la vinculación que existía en la época entre las ciencias de la materia y las ciencias médicas, el lugar de preferencia de ese hibridismo entre lo antiguo y lo nuevo en el campo de batalla de los laboratorios. “Los llamados ‘males de la piedra’, la litiasis renal, constituían una de las principales causas de muerte hasta el siglo XIX. En ese contexto, la alquimia se insinuó como tabla de salvación, ya que su supuesta capacidad de ‘abrir’ los materiales más resistentes, para extraer su esencia más pura, podría disolver las piedras del organismo”, sostiene Alfonso-Goldfarb.
Era necesario hallar algo con el poder del ácido y sin sus letales efectos colaterales para el cuerpo humano. “El alkahest y la piedra filosofal, combinados, compondrían ese remedio ideal: el primero suavizaría los efectos negativos del ácido, en tanto que la piedra era el complemento ideal, pues sería lo suficientemente potente como para disolver incluso un metal resistente como el oro y, al mismo tiempo, inocuo contra el organismo”, explica Márcia. Sin embargo, no se puede negar que la búsqueda de estos productos alquímicos también estuvo ligada al deseo de producir oro, algo ansiado por plebeyos y monarcas, y a muchos “filosofismos” esotéricos en boga en la Inglaterra puritana. “Encontramos muchos documentos en los archivos de la Royal Society que revelan una visión milenarista de muchos sabios de la época”, dice Alfonso-Goldfarb.
Menos vulgares que el milenarismo medieval, los estudiosos británicos preconizaban la “importación” de judíos de los Países Bajos a Inglaterra, promoviendo el encuentro de éstos con los puritanos, una mezcla que crearía un “caldo natural” del cual surgiría el mesías capaz de iniciar una nueva era de progreso científico, educativo y médico, en la cual todos podrían beneficiarse con los avances obtenidos en los laboratorios. “Querían que todo aquello que era incomprensible, y por ende amenazador, se volviese comprensible por la vía del puritanismo, para engendrar el mejor y más racional de los mundos”, comenta Alfonso-Goldfarb. Lejos de ser un delirio, era un debate que implicó un intenso intercambio epistolar entre miembros de la Royal Society y figuras como Spinoza y Leibniz. Einstein, que no jugaba a los dados con el universo, tenía sus razones.
En torno de las investigaciones híbridas con la alquimia, todos eran secretos guardados bajo siete llaves. “A menudo surgían casos de soborno, espionaje y robo de ‘recetas’ alquímicas al mando de Oldenburg, en nombre del progreso científico”, comenta la investigadora. Sucede que esas recetas ponían sobre el tapete cuestiones que ayudaron a la creación de la nueva ciencia. Al fin y al cabo, los papeles secretos o se referían a ingredientes exóticos, o no los describían con precisión. Y entonces, ¿cómo hacer para obtener el material correcto, lo suficientemente puro, capaz de hacer que la receta funcionase? Podía ser que el malogrado intento de obtener la piedra filosofal, por ejemplo, se debiese a esas imprecisiones. “Era la búsqueda de la transmutación, pero con procedimientos que erigirían la piedra fundamental de la ciencia moderna. El laboratorio se transforma así en el lugar de la ‘prueba’. Antes empleado para crear productos, ahora ‒entre los siglos XVII y XVIII‒ pasaba a servir como centro de estandarización de experimentos”, sostiene Alfonso-Goldfarb.
Con base en cuestiones alquímicas se dio inicio a la discusión sobre la necesidad de una ciencia universal, en cuyo centro se hallaba la preocupación por la capacidad de reproducir un determinado experimento, en establecerse parámetros científicos, a mitad de camino entre aspectos místicos y la ciencia. “El desarrollo gradual de la prensa, que permitió una mayor circulación de la información, y los intercambios entre los que habían guardado tradicionalmente información secreta extraída de la antigua literatura y portadora de sus vestigios, constituyó un factor de peso para el nacimiento de la nueva ciencia química”, analiza Alfonso-Goldfarb. “En lugar de búsquedas obsesivas de materiales legendarios, el laboratorio terminó asegurando excelentes marcadores para el progresos de análisis y síntesis. Por encima de todo, se pensaba en asegurar con ellos una expresión material y visible del estudio de los principios o las bases elementales que, de otra forma, parecían inalcanzables”, añade Ferraz. Fueron necesarios más de dos siglos para que el viejo laboratorio del alquimista se transformase en el del químico, con sus estándares modernos. Tiempos en que la ciencia intentaba no cojear y parte de la religión quería ver.
El proyecto
Revelando los procesos naturales a través del laboratorio: la búsqueda de principios materiales en los tres reinos hasta la especialización de las ciencias en el siglo XVII (nº 2005/56638-7) (2006-2011); Modalidad Ayuda a la Investigación – Proyecto Temático; Coordinadoras Ana Maria Alfonso-Goldfarb y Márcia Ferraz Cesima – PUC- SP; Inversión R$ 659.361,18
Artículos científicos
ALFONSO-GOLDFARB, A. M. et al. Gur, Ghur, Guhr or Bur? The quest for a metalliferous prime matter in early modern times. British Journal for the History of Science. v. 44, p. 1-15, 2011.
ALFONSO-GOLDFARB, A. M. et al. Chemical Remedies in the 18th Century: Mercury and Alkahest. Circumscribere. v. 7, p. 19-30, 2010.
ALFONSO-GOLDFARB, A. M. et al. Lost Royal Society documents on ' lkahest' (universal solvent) rediscovered. Notes and Records of the Royal Society of London. p. 1-23, 2010.
De nuestro archivo
La agenda secreta de la química – Edición nº 154 – diciembre de 2008
Documentos que valen oro – Edición nº 182 – abril de 2011
El oro de la sabiduría – Edición nº 177 – noviembre de 2010