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Tapa

La pastoral americana

Henry Ford intentó infructuosamente producir caucho y utopías en la Amazonia

Fordlandia_1reproducción del libro "Fordlandia", de Greg GrandiniEn noviembre de 1938, Joseph Goebbels asistió entusiasmado al estreno de “El infierno verde” [Die Grüne Hölle], dirigido por el cineasta alemán Eduard von Bosordy, rodado en gran parte en la selva amazónica: “Una película valiosa, tanto política como artísticamente”, elogió el ministro de Propaganda nazi. El film, aunque inspirado en un hecho histórico, constituía una fantasiosa defensa del colonialismo y tenía como “héroe” y protagonista al explorador inglés Henry Wickham (1846-1928), quien luego de enfrentar a indios con flechas venenosas, pirañas, cocodrilos y una anaconda inmensa, regresa ileso a Inglaterra con 70 mil semillas de Hevea brasiliensis, la siringa, cauchera o árbol del caucho, dispuesto a replantarlas en la Malasia británica y de esta manera, destruir el monopolio brasileño del caucho. Curiosamente, en aquel mismo año, el industrial estadounidense Henry Ford (1863-1947), fundador de la Ford Motor Company y el primer empresario en aplicar el montaje en serie para producir automóviles en masa, viajó a Alemania para recibir, tal como un héroe, una alta condecoración por su apoyo al nazismo y a la lucha antisemita (Hitler tenía una foto suya en su gabinete). En la ocasión, Ford expresó a los reporteros que Fordlandia, el desastroso intento estadounidense de establecer una plantación de caucho en la Amazonia entre 1927 y 1945, que estaba dispuesto a recibir a judíos “indeseables” para los alemanes, ya que “son mis mejores trabajadores, allá en América”.

El “encuentro” de Wickham y Ford, ambos relacionados con los altibajos de la economía brasileña del caucho, un año antes del conflicto que pondría al colonialismo del primero en jaque y revolucionaría el imperialismo del segundo, y los haría a ambos dependientes de esa economía, revela la notable e inusitada asociación entre ambas figuras. Al “robar” las semillas y ayudar en la transferencia del monopolio del caucho de Brasil a Inglaterra, Wickham no podía imaginar que en 1922, pocas décadas después de su emprendimiento, los ingleses dejarían de lado el discurso liberal y se verían obligados a distorsionar el mercado del caucho, disminuyendo la producción, sobreestimada, para intentar aumentar los precios del producto, antes cotizado a peso de oro. A su vez, este giro animaría a los americanos, en particular a Ford, cuya inmensa producción de automóviles requería caucho a bajo precio, a ingresar en el negocio de la producción de siringas en Brasil, un desafío a la “descortesía” comercial británica. El resultado de esa aventura yanqui sería la Fordlandia, un proyecto utópico por recrear, en la selva, una América que había sido maculada, según Ford, por el capitalismo que él mismo ayudara a fortalecer. Junto a su ciudad hermana, Belterra, ambas cercanas al río Tapajós, costaron a Ford más de 20 millones de dólares, en valores de la época. La inversión inicial prevista para establecer una plantation eficiente de caucho en Brasil que pudiese atender la demanda interna de Ford Company era de menos de dos millones de dólares. “En dos décadas Ford gastó millones de dólares y acabó sin su plantation, devastada por la falta de trabajadores y por el mal de las hojas, pero con dos ciudades ‘americanas’, hoy abandonadas, con plazas centrales, aceras, chalet de estilo suizo, hospitales, comercios, cines, campos de golf, piscinas, y por supuesto, automóviles Ford modelos T y A circulando por las calles de polvo de ladrillo”, explica el historiador Grez Grandin, profesor asociado de la New Cork University y autor de -Fordlandia: the rise and fall of Ford’s forgotten jungle city, que saldrá publicado en junio en Estados Unidos. Ironía aparte, acaba de editarse ‘The Thies at the end of the World‘, de Joe Jackson, que cuenta la vida de Wickham.

Fordlandia_2Reproducción/Hart Preston/LifeTodo comenzó en la Amazonia, a partir del descubrimiento de la utilidad comercial del árbol del caucho por parte de los portugueses, allá por el año 1750. Cuando en 1839 Charles Goodyear creó el proceso de vulcanización, que modificaba el caucho y permitía que fuera utilizado bajo condiciones de altas temperaturas, Brasil era el único país en el que se encontraba la materia prima, aunque debido a un “accidente geográfico”. Hasta el advenimiento del siglo XX, el país era responsable por el 90% del caucho comercializado en el globo. “La industria brasileña consistía en una estructura basada en la extracción directa de la selva, con escasez de mano de obra y ausencia total de competencia. Ese sistema funcionaría bien mientras que la demanda de caucho no creciese demasiado ni otra forma de explotación, más racional, interviniese para competir. Entre 1900 y 1913, esas condiciones desaparecieron”, sostienen los economistas Zephyr Frank, de la Stanford University, y Aldo Musacchio, del Ibmec. La popularización mundial de la bicicleta dio comienzo al “boom del caucho”, intensificado en mucho, a partir de 1900, con el desarrollo de la industria del automóvil. “El aumento de la demanda hizo que los precios subieran como cohetes y eso fue un gran incentivo para el ingreso de otros productores en el mercado. El contrabando de semillas por parte de Wickham, al resolver el dilema de cuál sería la fuente de caucho de buena calidad de los brasileños (hasta el siglo XIX, varias expediciones científicas intentaron sin éxito localizar los árboles y transportar sus semillas con seguridad hacia Londres), hizo que la balanza se inclinara hacia el lado europeo”, notan ellos. Asia se hallaba dominada por el sistema colonial inglés y holandés, ofrecía mano de obra barata, contrariamente a la brasileña, cara por ser escasa, y condiciones ideales para transformar una actividad extractiva en una industria eficiente organizada en plantaciones de bajo costo. “Mientras el caucho brasileño era recolectado en la selva, la producción no podría sobrepasar las 40 mil toneladas anuales por mejor que fuese el precio. Esa cantidad era insignificante de cara a las crecientes aplicaciones industriales del caucho”, escribe Warren Dean en su A luta pela borracha no Brasil.

Fordlandia_3ReproducciónLos ingleses demoraron en comenzar con sus plantaciones, pero cuando lo hicieron fueron, sin querer, demasiado lejos. “La producción de las plantaciones orientales crece más que las necesidades del mercado, acumulando stock y haciendo caer la cotización del producto. El gobierno inglés se ve entonces obligado a intervenir con una política de restricción de la producción para imponer precios más elevados, el denominado Plan Stevenson. El gobierno y las empresas americanas, tomados por sorpresa en el auge de la demanda debido al crecimiento de sus industrias, comienzan a predicar la doctrina de que -es necesario producir caucho bajo el control de Estados Unidos-“, explica el economista Francisco de Assis Costa, de la Universidad de Pará. “Si las oligarquías del café, beneficiadas por las políticas de valorización del gobierno, cuentan con las puertas del financiamiento internacional abiertas, la oligarquía del caucho, en la Amazonia, se halla en abandono y decadencia desde que existe el cultivo inglés en Asia. Cuando se enteran de los planes de Estados Unidos, inmediatamente deciden que ‘la Amazonia quiere a los americanos’. La posibilidad de contar con capitales simplemente aceptando la ocupación de la remota región era para ellos una oportunidad única de recrear una Amazonia útil en la federación. Lo que sólo constituía una intención de los americanos se transforma en el centro de una propuesta política nacional de ocupación de una región para la cual no se contaba con ninguna política”, analiza costa. En América, no obstante, la proclama del entonces secretario de Comercio (y futuro presidente de Estados Unidos), Herbert Hoover, para que los empresarios estadounidenses invirtiesen en el cultivo del cauchero en América Latina, como forma de contrarrestar al cartel inglés, incluso enviando expediciones científicas a Brasil a tal fin, sólo encontró eco en dos emprendedores: Harvey Firestone, quien prefirió invertir en plantaciones en Liberia; y Henry Ford, quien en 1924, había intentado infructuosamente cultivar siringas en Florida.

“Pero no sólo fue la búsqueda de materia prima más barata lo que hizo que Ford se interesase en Brasil. A sus 60 años, él estaba desilusionado con los rumbos tomados por América. Se sentía frustrado con la política local y abominaba de la adhesión americana a la guerra, a los sindicatos, Wall Street, los monopolios de la energía, a los judíos, el baile moderno, a Roosevelt y su New Deal, los cigarrillos, el alcohol y la creciente intervención del gobierno en los negocios”, observa Grandin. “Se trataba de una especie de ‘teología americana’ que no veía oposición entre naturaleza e industrialización. Para gente como Ford, era posible integrar agricultura e industria, ya que la mecanización marcaría no la conquista, sino la realización de los ‘secretos’ de la naturaleza. Su pretensión era que los americanos tuviesen como misión recrear el Edén capitalista”, completa. “No estamos yendo para Brasil para ganar dinero, sino para ayudar al desarrollo de esa tierra maravillosa y fértil. Vamos a entrenar a los brasileños y ellos van a ser excelentes profesionales tal como nosotros”, afirmó Ford. Paradójicamente, acota Grandin, el mismo hombre que contribuyó a liberar el poder de la industrialización y revolucionó las relaciones humanas, pasó el resto de su vida intentando devolver al genio a la botella. “Fordlandia representa cabalmente la utopía que por ese entonces movilizaba a Ford, y por extensión, el ‘americanismo’. Revela la fe en que el movimiento en dirección a una mayor eficiencia puede ser manipulado de forma tal que la tecnología, sin la intromisión del gobierno, pueda resolver cualquier problema social que surja debido al avance del progreso”, analiza el historiador. Fordlandia sería entonces una parábola de la soberbia, pero de otra especie, tan sólo una exhibición de poder por parte de Ford al domar la naturaleza salvaje. “La verdadera soberbia del emprendimiento residía en que él consideraba que las fuerzas del capitalismo, una vez liberadas, podrían ser controladas según su voluntad”, considera Grandin.

Fordlandia_trio-okReproducciónLuego de intentar recrear su Edén en el Medio Oeste americano, Ford, frustrado, recibió la visita, en 1925, del diplomático brasileño José Custódio de Lima, quien hacía dos años cortejaba al industrial con ofertas de inversión en Brasil, pero, en esa oportunidad, fue con una carta blanca del gobernador del estado de Pará, ofreciendo al americano concesiones de tierras y exención de impuestos. Desde 1914, Ford Company operaba en el país y, en aquel año, la empresa contaba con el monopolio nacional de los vehículos. Ford era visto por la elite industrial brasileña como el “Moisés del siglo XX”, tal como se refirió a él un importante industrial paulistano (tal vez desconociendo el antisemitismo de Ford). Monteiro Lobato, quien tradujera su biografía al portugués, veía en él al “Jesucristo de la industria”, cuya vida constituía el “evangelio mesiánico del futuro”. No puede negarse el mérito del hombre que, en la conversación con Lima, al conocer que un extractor de caucho ganaba 50 centavos de dólar por día de trabajo, dijo que “es preciso pagar al menos 5 dólares, pues los brasileños no deben trabajar como esclavos”. La prensa de Amazonas, al saber del interés de Ford, se llenó de entusiasmo. “Los diarios contrarios a su arribo son clasificados como ‘diarios rojos’. Mientras la prensa se regocijaba con la llegada del capital extranjero, ‘esos izquierdistas’, escribió un editor de la época, ‘movilizan esa campaña de descrédito, criminal e ingrata y que refleja la pequeñez de esos patriotas que quieren salvar el país; pero no será el ladrido de esos perros guardianes lo que habrá de alejar los dólares de Ford de la fecunda Amazonia’. También existen fuertes críticas contra los paulistas, en especial de los estudiantes que ahora, notan los diarios de Pará, se acordaban de la región no para ayudarla, sino para protestar contra el capital extranjero”, comenta la geógrafa Elaine Lourenço, del Centro Universitario Nove de Julio. No faltó en la historia el típico taimado: Jorge Dumont Villares, sobrino de Alberto Santos Dumont. Según Grandin, sabedor del interés potencial de los americanos en la región, Villares se habría aliado con funcionarios americanos, incluyendo un cónsul y un miembro de la comisión científica enviada a Brasil en 1923, para asegurar junto con el gobierno de Pará, la opción de compra de un área de 2,5 millones de acres en el valle del Tapajós. Cuando Ford envió un equipo para evaluar el mejor lugar para instalar su plantación de caucho, cuenta el historiador, sólo le mostraron el área bajo el control de Villares, quien lucró con el negociado 125 mil dólares por tierras que las autoridades paraenses pretendían donar a la empresa americana. Igualmente el tasador de Ford habría entrado en esa trama, describiendo a la región con “palabras dignas de una novela de Dickens [Charles], con la intención de despertar en Ford el deseo de intervenir y salvar a aquella población de la degradación, del vicio, del alcohol y de la pobreza”. “Para confirmar que la lógica que impulsaba Ford para la Amazonia iba más allá de las leyes de la oferta y la demanda, en el momento en que recibió el informe sobre la región él ya estaba al tanto de que el cartel inglés estaba por ser desmontado, porque los holandeses no habían adherido a él. Ford fue aconsejado de desistir de la idea de la plantación, pero siguió adelante, aunque los precios del caucho estuviesen cayendo”, cuenta Grandin. “Voy a reconocer mis tierras desde un avión con mi amigo Charles Lindbergh”, dijo Ford al revelar sus planes a la prensa.

Brazil - Para - Henry Ford's Industrial Experiment© Colin McPherson/CorbisÉl nunca vino, pero dos navíos suyos arribaron en 1927 a Brasil, con material tecnológico de última generación, suficiente para crear una “ciudad americana” en la selva. El contrato de creación del emprendimiento en la Amazonia establecía que no habría ninguna forma de intervención brasileña en las actividades de Ford en el territorio nacional. Al año siguiente, cuando comenzaron realmente las operaciones de Ford, falleció Henry Wickham, apodado entonces como “Henry I”: recordando la “traición” pasada, la prensa brasileña comenzaba a cuestionar la “invasión yanqui” en Amazonas. Igualmente las cosas no marchaban bien: el primer director de la compañía, comenzó mal en la región, cometió varios errores, incluyendo la deforestación de una vasta región para albergar las instalaciones, destruyendo la preciosa madera que Ford, consideraba como forma de recuperar parte de su inversión. El nuevo encargado fue el comandante de los barcos que llevaron el material, con el espíritu fordista de no confiar en los especialistas, un error que resultaría fatal para el emprendimiento. “La estructuración de la compañía estaba basada en la utilización de equipamientos avanzados, en la marcada división del trabajo y por las relaciones capitalistas de producción que iban a contramano de la mentalidad de la mano de obra local. Carecía del capital social básico y del conocimiento científico para el plantío, y sobre todo, de un mercado de trabajo de las dimensiones requeridas por el emprendimiento”, analiza Costa. Los datos recogidos por la compañía indicaban un potencial de 30 mil hombres, un volumen razonable para que el negocio prosperase según los parámetros fordistas. La realidad, sin embargo, era otra: “Hay mucha gente sin empleo y vagando por ahí, pero cuando uno les habla de trabajo a ellos, le retrucan en su cara que ese tipo de trabajo no les interesa. Prefieren el trabajo estacional, ya sea en la agricultura, o en las caucheras, y pocos se interesaban por la Fordlandia”, comentaba exasperado un ejecutivo norteamericano.

“Contando con un acceso relativamente libre  a la tierra y a los recursos naturales, disponiendo así de medios de subsistencia, los trabajadores se negaron a someterse al sistema fabril fordista, con horarios, uniformes, tarjeta de registro, sirenas de fábrica y salarios”, explica Costa. Siendo moralista, Ford prohibía el consumo de bebidas alcohólicas y la prostitución dentro de los límites de la fábrica, lo cual obligaba a los trabajadores a escabullirse rumbo a las regiones vecinas, apodadas como “Islas de los Inocentes”, que comenzaron la concentrar criminalidad y violencia. Los americanos, igualmente, no se interesaban en aproximarse a los brasileños. Un chiste corriente decía que, luego de un año en Fordlandia, un americano sabía decir “una cerveza”; al cabo de dos años, ya lograba hablar, en portugués, “dos cervezas”. Las casas, construidas según el modelo americano, no se adaptaban al clima ni al temperamento nacional, con sus techos bajos y grandes ventanas, que permitían la entrada de mosquitos. Aún así, eran visitadas periódicamente por agentes de inspección sanitaria que exigían a los trabajadores, en las casas y calles, sus hábitos de higiene. Había escuela para los niños y los sueldos, relativamente altos, se pagaban con total puntualidad. Ford pregonaba que se plantasen flores en sus frentes, ya que según él, era una forma de embellecer el lugar de trabajo. El reloj de control de entrada, sin embargo, era odiado por el personal, cuyos horarios también estaban regulados, según los modelos capitalistas modernos, por silbatos e incentivos. Ford exigía que la comida fuese saludable, y los lugareños se veían obligados a comer avena en el desayuno, prescindiendo de los frijoles y de la harina de mandioca. El mero cambio en el sistema de alimentación generó una crisis que puso en riesgo la vida de los americanos. En lugar de ser servidos por las mujeres, los trabajadores, un cierto día, se encontraron con una cafetería por autoservicio. “No somos perros”, fue el grito generalizado. El equipo de Ford se vio obligado a pasar la noche en un barco en medio del río, siendo rescatado al día siguiente por un destacamento policial. Volvieron a comer buenos porotos.

© Colin McPherson/Corbis

Sin mano de obra suficiente, insistiendo en la aplicación de los métodos fordistas en la región y con un insuficiente conocimiento del cultivo del cauchero, el emprendimiento no prosperaba. “En 1929, la compañía ya había gastado más de 1,5 millones de dólares y tenía poco que mostrar. Alrededor del 95 % de las semillas plantadas no germinaron o murieron y la mitad de la madera desmontada se perdió al ser quemada. Fordlandia crecía en grandes proporciones, pero las instalaciones, elaboradas, no tenían nada del negocio central del proyecto: producir caucho. Recién en 1933, desesperadamente, la compañía Ford contrató a James Weir, un técnico agricultor que trabajara con las caucheras en Asia”, cuenta Grandin. La propuesta de Weir, para combatir la plaga que consumía los árboles, fue radical: abandonar Fordlandia, que se transformaría en un lugar de experimentos contra el mal de las hojas, y crear una nueva plantación en Belterra. “Como contrapartida del contrabando de las semillas de Wickham, Weir propuso que se importasen nuevos híbridos de Malasia, justamente aquellos generados por la piratería del inglés. Para peor, el nuevo lugar escogido se hallaba cerca del sitio donde Wickham había recolectado las semillas 57 años antes”, revela el historiador. Como si no bastase, el emprendimiento tuvo problemas con el gobierno local, que vio en la importación una repetición del golpe británico. Para suerte de Ford, la revolución de 1930 colocó a Vargas en el poder, cuyo nacionalismo sabía contemporizar con el capital extranjero, en especial para cumplir su promesa de recuperar la Amazonia. Invitado por la familia Ford, Vargas visitó Belterra en 1940 y exaltó el trabajo del americano como un ejemplo que debía seguirse. “Aun así, la Compañía Ford de Brasil fue incapaz de estructurarse, ya sea rentablemente o para atender las necesidades de Ford Company. Y eso como resultado de la incapacidad para formar el conjunto de medios de producción para obtener el caucho. Incapaz por subordinar la fuerza laboral en un volumen adecuado, no logró alcanzar niveles de producción rentables y mucho menos para alcanzar escalas mayores de producción”, observa Costa.

La segunda Guerra Mundial y la necesidad de caucho, ya que el Asia británica se hallaba en manos de los japoneses, trajeron el intento por cristalizar el emprendimiento fordista con la llegada de técnicos americanos, la inversión de dinero de Washington (para horror del liberal republicano Ford). Finalmente, tal como afirmó el presidente Roosevelt: “No se puede hacer una guerra moderna sin caucho”. El esfuerzo internacional y el reclutamiento de los denominados “soldados del caucho” no cambiaron la terrible situación en Fordlandia y Belterra. En 1937, 1.200 acres fueron deforestados para recibir más de de 2,2 millones de semillas. En 1941 la cifra trepó 3,6 millones. En 1942, sin embargo, la producción no logró exceder la mera cantidad de 750 toneladas de caucho, una fracción de las 45 mil toneladas extraídas en el auge del boom del caucho. Luego de gastar 20 millones de dólares, Ford vendió todo a Brasil por 500 mil dólares.

“En 1945, con el fin de la Segunda Guerra Mundial, las nuevas posibilidades abiertas con la producción de caucho sintético, la propia especialización la compañía de Ford, que pasó a concentrar su industria solamente en los automóviles, y ante las resistencias naturales y humanas, ésta devolvió su concesión al gobierno brasileño, quien la indemnizó por las mejoras realizadas”, observa Elaine Lourenço. En 1950, las dos ciudades fueron abandonadas. “En mayo de 1951 llegó el primer cargamento de látex de Singapur al puerto de Santos, producido por los árboles que descendían directamente de las semillas robadas por Wickham hacía exactamente 75 años. Desde entonces, Brasil se vio obligado a importar látex para hacer frente a su demanda de caucho”, completa Grandin. En la creación de un imperio del caucho, el aventurero colonial Henry I tuvo más éxito que el emprendedor moderno Henry II.

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