EDUARDO SANCINETTIEl psiquiatra Rodrigo Bressan y otros investigadores de la Universidad Federal de São Paulo (Unifesp) monitorean desde 2009 a un grupo de adolescentes con alto riesgo de desarrollar graves enfermedades mentales, tales como trastorno bipolar y esquizofrenia. Intentan descubrir el momento adecuado para actuar antes de que los problemas se manifiesten y, de esa manera, tratar de evitar que se instalen. Simultáneamente, pretenden enseñarles a los adolescentes y a sus familiares a lidiar con situaciones estresantes que pueden disparar las crisis. Bressan y los psiquiatras Elisa Brietzke y Ary Araripe Neto quieren comprobar lo antes posible si los compuestos antiinflamatorios, antioxidantes o neurotróficos podrían proteger a las células cerebrales y, quizá, reducir el riesgo de desarrollar esas enfermedades mentales.
La estrategia de intentar proteger al cerebro con estos y otros compuestos se basa en la hipótesis de que las neuronas y otras células cerebrales sufren daños degenerativos a partir del primer episodio intenso de la enfermedad, y algunos sospechan que los daños incluso pueden comenzar antes. Estudios recientes señalan que en esos trastornos el cerebro produce ciertos componentes en niveles nocivos que alteran el funcionamiento de las células y pueden provocar daños irreversibles a medida que van ocurriendo, ocasionando un deterioro de las capacidades de razonamiento, planificación y aprendizaje, e incluso una cierta alteración leve y definitiva del humor. Simultáneamente con el aumento en la concentración de estas sustancias, también ocurriría una disminución de los compuestos neuroprotectores naturalmente producidos por el organismo.
Uno de los investigadores que ayudó en el desarrollo de esta hipótesis es el psiquiatra Flávio Kapczinski, docente de la Universidad Federal de Rio Grande do Sul (UFRGS) y coordinador del Instituto Nacional de Ciencia y Tecnología en Medicina Traslacional. Kapczinski está convencido de que la evolución dramática de los casos graves de trastorno bipolar y de depresión es la consecuencia de alteraciones fisiológicas causadas por crisis recurrentes.
Las crisis que de tanto en tanto atormentan la mente también envenenan el cuerpo, considera Kapczinski. Se comportarían como tempestades químicas que alteran el equilibrio de las células cerebrales y liberan compuestos que, transportados por la sangre, inundarían el organismo, en algunos casos provocando un grado de intoxicación tan grave como el que afronta alguien que desarrolla una infección generalizada (septicemia). Esas avalanchas tóxicas, reiteradas en el transcurso de años o décadas, y precipitadas por ataques de depresión o de manía, producirían un desgaste lento y progresivo del cerebro y de todo el cuerpo, disminuyendo la capacidad de recuperación y acelerando el proceso de envejecimiento.
EDUARDO SANCINETTIKapczinski empezó a elaborar este modelo teórico basándose en experimentos llevados adelante por su equipo y por otros grupos con miras a explicar cómo y por qué la depresión y el trastorno bipolar, una vez declarados y sin un tratamiento adecuado, siguen un patrón de agravamiento progresivo que puede culminar con la muerte precoz por problemas cardiovasculares e incluso cáncer. Según el modelo, otras enfermedades que aparentemente nada tienen que ver con lo que ocurre en el cerebro, podrían evolucionar como resultado de los desequilibrios orgánicos generados por los episodios severos de depresión y manía.
Esta hipótesis, presentada inicialmente en 2008 en la revista Neuroscience and Behavioral Reviews, está obteniendo reconocimiento internacional. Durante el último año, los estudios de Kapczinski han sido citados alrededor de mil veces en otros trabajos. El psiquiatra australiano Michael Berk, de la Universidad de Melbourne, examina esas investigaciones y, junto a Kapczinski, nombró a este nuevo modelo como neuroprogresión.
“Sabemos que estos desórdenes son progresivos, y esta propuesta teórica explica por qué”, dice Berk. En su opinión, la interpretación de que estas enfermedades se agravan con cada brote puede generar un importante impacto en el tratamiento, ya que indica la necesidad del diagnóstico e intervención precoz, aparte de sugerir que las terapias neuroprotectoras pueden atenuar el efecto de estos problemas.
“La idea está planteada”, dice el investigador de la UFRGS. “Ahora se puede trabajar para intentar confirmarla o refutarla”. Él sabe que el modelo es audaz y que se necesita recabar mayores evidencias para demostrar que representa de manera adecuada la evolución de la depresión y del trastorno bipolar. “Tenemos trabajo para unas dos décadas”, dice Kapczinski.
Concepto y realidad
Según algunos especialistas, el concepto de neuroprogresión explica correctamente los síntomas clínicos, pero podría cuestionarse si esas alteraciones biológicas ocurren realmente, toda vez que las evidencias todavía son incipientes. En general los estudios por imágenes que indican una reducción del volumen de algunas áreas cerebrales se efectúan con pacientes de diferentes edades que afrontaron distintas cantidades de brotes maníacos o depresivos. Para recabar pruebas más concluyentes se necesitaría evaluar a los pacientes durante varios años, realizando exámenes de tanto en tanto, para analizar la evolución del problema.
Aunque se halle lejos de comprobarse, esta propuesta está abriendo caminos para la búsqueda de terapias más específicas y eficientes, y para el desarrollo de estrategias que permitan detectar precozmente a los individuos con propensión al desarrollo de esas afecciones, tal como viene haciendo el equipo de la Unifesp.
De estar correcta, esta idea puede ayudar a comprender cómo una enfermedad que en principio se manifiesta con un cuadro relativamente benigno, en pocos años deteriora la capacidad de raciocinio, planificación y aprendizaje y altera definitivamente el humor a punto tal de impedirle al individuo llevar una vida normal, tal como Kapczinski y otros médicos están habituados a observar.
“Ése es uno de los múltiples mecanismos de progresión de la enfermedad”, afirma el psiquiatra estadounidense Robert Post, una autoridad internacional en trastorno bipolar. “La evidencia más clara [de que puede estar en lo cierto] es que el número de episodios maníacos o depresivos precedentes se encuentra correlacionado con el grado de disfunción cognitiva”, afirma Post, con quien Kapczinski colabora desde 2008.
En un artículo publicado en mayo de este año en el Journal of Psychiatric Research, Post, Kapczinski y Jaclyn Fleming analizaron casi 200 trabajos que contienen evidencias de que la disfunción cognitiva aumenta, las alteraciones en algunas regiones cerebrales se intensifican y el tratamiento pierde eficacia a medida que crece el número de crisis y la duración de la enfermedad. En el artículo, los investigadores reconocen que no es posible saber si toda esta transformación es la causa o una consecuencia de la afección. Aunque sugieren que, desde el punto de vista clínico, parece prudente comenzar el tratamiento lo más pronto posible y mantenerlo durante un período prolongado.
“Según este enfoque, un brote maníaco o depresivo puede entenderse de la misma manera que un infarto”, dice Elisa Brietzke, quien fuera alumna de posgrado de Kapczinski. “Son todos eventos agudos, productos de alteraciones que aparecieron en el organismo bastante antes”. Frente a esta interpretación, añade Araripe, “el objetivo del tratamiento deja de ser la sola remisión de los síntomas y pasa a ser evitar la recaída y ayudar en el mantenimiento de la capacidad funcional”.
Daños a las células
El modelo sobre la progresión de las enfermedades mentales postulado por Kapczinski y sus colaboradores representa un avance en relación con los anteriores. La propuesta teórica más aceptada considera a los trastornos mentales el resultado de la interacción entre las condiciones sociales, económicas, psicológicas y culturales en que vive el individuo (los factores ambientales) y su propensión al desarrollo del problema, determinada por sus características genéticas.
Ese abordaje más antiguo comenzó a construirse hace una década; elaborado por los psicólogos Avshalom Caspi y Terrie Moffit, investigadores del King’s College, en Londres, a partir de los resultados de los estudios donde evaluaron 1.037 niños desde los 3 años de edad hasta los 26 años. En esos trabajos, observaron que ciertas alteraciones en los genes encargados de la producción de mensajeros químicos del cerebro (neurotransmisores) aumentaban el riesgo de los individuos de desarrollar un comportamiento antisocial o una depresión.
Más allá de la influencia de los genes y del medio ambiente, Kapczinski y sus colaboradores incluyen en el nuevo modelo un tercer elemento: los daños en las células cerebrales y de otros órganos causados por los brotes de la propia enfermedad psiquiátrica. Estos ataques, en general comienzan como una respuesta del organismo ante un evento estresante, que puede ser intenso y breve, tal como un asalto a mano armada, o más leve y duradero, como es el caso de aquél que vive quien trabaja todo el tiempo bajo tensión. Al repetirse muchas veces, los episodios maníacos o depresivos acaban por minar la capacidad del cuerpo para afrontar nuevos eventos estresantes. “Nuestra hipótesis consiste en que la enfermedad se realimenta”, comenta Kapczinski.
Esta propuesta parece explicar mejor la profundización de los desórdenes psiquiátricos signados por crisis sucesivas, tales como la depresión y el trastorno bipolar. En estas enfermedades, la incidencia de los factores ambientales sobre la propensión genética sería fundamental para provocar los primeros episodios maníacos o depresivos. Pero esos factores perderían relevancia a medida que avanza la enfermedad y los brotes son cada vez más frecuentes y prolongados –y, en algunos casos, incluso utilizando medicamentos–, y el intervalo entre ellos es menor. Con el tiempo, en general, a partir de la décima crisis, los brotes adquieren autonomía y pueden ser independientes de las condiciones estresantes que anteriormente se disparaban (vea infografía).
Una tormenta química
Desde hace tiempo se sabe que con cada episodio leve o intenso de estrés, provocado por un peligro real o imaginario, el organismo reacciona liberando la hormona cortisol. Esta hormona, producida por las glándulas situadas sobre los riñones y vertida al torrente sanguíneo en pequeñas cantidades y en un breve lapso de tiempo, eleva la frecuencia cardíaca, aumenta la presión arterial y acelera la producción de energía. En fin, prepara al cuerpo para huir del peligro o para enfrentarlo. No obstante, en dosis altas y durante períodos prolongados, tal como suele suceder frente a las crisis, el cortisol comienza a lesionar los órganos, entre ellos el cerebro (lea en Pesquisa FAPESP, edición nº 129).
EDUARDO SANCINETTIHace poco, los investigadores del Instituto Nacional de Salud Mental de Estados Unidos comprobaron que, en el interior de las células cerebrales, especialmente en las neuronas, los niveles elevados de cortisol dañan las mitocondrias, que son los compartimientos donde el azúcar de los alimentos se convierte en energía. Y los daños en las mitocondrias significan problema seguro. Éstas producen el 85% de la energía que consumen las células para mantenerse vivas. Aunque de manera indirecta, el exceso de cortisol provoca la aparición de poros en las paredes mitocondriales, por donde se filtran compuestos tóxicos que dañan los lípidos y las proteínas, alterando la estructura de la molécula de ADN en el núcleo de las células. Toda esta transformación activa los mecanismos de la apoptosis, la muerte celular programada.
Mediante una técnica que permite evaluar las miles de proteínas producidas por el organismo en determinado momento, el biólogo brasileño Daniel Martins-de-Souza, investigador del Instituto Max Planck para Psiquiatría, con sede en Alemania, también obtuvo indicios de que el funcionamiento de estos orgánulos se ve alterado en las enfermedades psiquiátricas. En particular, en los casos de depresión, verificó diferencias en la fase final de la producción de energía, la denominada fosforilación oxidativa o respiración celular, que ocurre en el interior de las mitocondrias.
Las consecuencias de los daños en las mitocondrias no se restringen a las células. Los compuestos liberados por éstas llegan al torrente sanguíneo y activan proteínas del sistema de defensa que disparan la inflamación, tales como la interleuquina-6 (IL-6), la interleuquina-10 (IL-10) y el factor de necrosis tumoral alfa (TNF-alfa). Cuando llegan al cerebro, estas proteínas provocan otras reacciones bioquímicas que causan la muerte de más neuronas. Según Kapczinski, este proceso realimenta la destrucción celular, reforzada por otro fenómeno típico del trastorno bipolar: la superproducción del neurotransmisor dopamina, que también activa la apoptosis.
Al medir los niveles de esos compuestos en la sangre, el grupo de Kapczinski detectó un fenómeno al cual se prestaba poca atención: los brotes causan una toxicidad sistémica. Según él, durante los episodios maníacos y depresivos, el nivel de compuestos asociados con la inflamación era bastante más elevado que el normal en sangre de los individuos con trastorno bipolar, y en algunos casos era similar al de la gente internada en unidades de terapia intensiva con infección generalizada (septicemia).
Ya se demostró en roedores que la toxicidad evidenciada en la sangre se corresponde con alteraciones en las células cerebrales. Pero esto todavía necesita comprobarse en seres humanos. “El mejor test para comprobar los efectos tóxicos de los episodios consistiría en realizar una intervención para evitarlos y verificar si la misma sería capaz de evitar alteraciones neurobiológicas”, dice Post.
EDUARDO SANCINETTILa mayoría de las células parece sobrevivir a esta tormenta química, aunque con daños. Las imágenes del cerebro en funcionamiento y exámenes microscópicos del tejido cerebral post mortem indican que, durante las crisis maníacas o depresivas, algunas regiones pierden entre un 10% y un 20% más de neuronas que en condiciones normales. De acuerdo con psiquiatras y neurólogos, ese nivel de pérdida no resulta suficiente como para clasificar a los trastornos de humor como enfermedades neurodegenerativas. Tanto en el trastorno bipolar como en la depresión, el problema mayor reside en que las neuronas que sobreviven no quedan íntegras: aparentemente, pierden las prolongaciones denominadas neuritas, que las conectan con otras neuronas.
Muchos investigadores del área consideran que es la pérdida de conectividad neuronal lo que compromete el funcionamiento de las regiones cerebrales mayormente afectadas por los trastornos del humor. El hecho de constituir alteraciones sutiles puede explicar por qué el neuropatólogo alemán Alois Alzheimer, quien describiera hace 100 años los daños neuronales típicos de la enfermedad que lleva su nombre, no halló alteraciones importantes en el cerebro de los individuos con depresión, razón por la cual se dijo en la época que la neuropatología era la tumba de los psiquiatras. “A pesar de ser sutiles, estas transformaciones serían suficientes para ocasionar una reorganización patológica del cerebro”, afirma Kapczinski.
Las transformaciones anatómicas del cerebro en las enfermedades del humor comenzaron a hacerse evidentes hace alrededor de 10 años, cuando Grazyna Rjkowska y su grupo en la Universidad de Misisipi constataron una disminución del volumen de la corteza prefrontal en los individuos con depresión. La reducción del volumen de esa área y también en la región de los ventrículos está confirmándose mediante estudios por imágenes también para el trastorno bipolar. Ubicada en el sector anterior del cerebro, la corteza prefrontal es responsable por la estructuración del raciocinio, por la toma de decisiones y por el control del comportamiento. Esta alteración morfológica permite explicar por qué, cuando avanza la enfermedad, quien padece trastorno bipolar pierde progresivamente la capacidad de planificación y aprendizaje. Estos individuos también se volverían más impulsivos y susceptibles a las emociones, dado que ocurre simultáneamente un aumento del volumen de la amígdala, que coordina la respuesta al miedo y a las emociones negativas.
EDUARDO SANCINETTIUna hipótesis en formación
Kapczinski comenzó a reunir evidencias de que una tormenta química se instala en el organismo de quien sufre de trastorno bipolar en 1997, cuando regresó de su doctorado en Inglaterra y de una pasantía en Canadá. En esa época, el grupo que conducía en el Laboratorio de Psiquiatría Molecular de la UFRGS había notado que los individuos con trastorno bipolar, más allá de las alteraciones psicológicas y cognitivas observadas en general por los psiquiatras, presentaban altos niveles de compuestos en sangre que indican daños en las células cerebrales y bajo índice de factores de protección de esas células. “Las moléculas que estudiamos funcionan como biomarcadores [indicadores de alteraciones biológicas] que permiten distinguir si la enfermedad se encuentra en una fase inicial o avanzada”, afirma Kapczinski.
Y conocer en qué fase se encuentra la enfermedad es importante para indicar un tratamiento adecuado, que en el caso de esta nueva hipótesis puede colaborar para perfeccionar el uso de los medicamentos. Existen evidencias de que el control de la enfermedad inmediatamente después de los primeros episodios de depresión o de euforia preserva la capacidad de recuperación del organismo, impidiendo la degradación psicológica y cognitiva. Los medicamentos –estabilizadores del humor, antidepresivos, antipsicóticos y anticonvulsivos, utilizados solos o combinados– en general son eficaces en un 80% de los casos de trastorno bipolar y de depresión, y, está comprobado, producen un efecto neuroprotector, especialmente el litio, un estabilizador del humor barato y eficiente, que en el pasado se utilizaba para combatir el estrés, la gota y los cálculos renales.
Pero los psiquiatras no siempre logran acertar con la medicación y la dosis en el primer intento. Un reciente estudio estadounidense, llevado a cabo por investigadores de la Escuela Médica Mount Sinai, con 4.035 casos de trastorno bipolar, comprobó que un 40% de ellos, especialmente aquéllos con un cuadro depresivo muy grave, sólo lograban mantener bajo control la enfermedad tomando tres o más fármacos.
Kapczinski cree que, generalmente, estas afecciones alcanzan una fase mucho más difícil de controlar luego de la décima crisis, que comúnmente ocurre unos 10 años después de las primeras manifestaciones de la enfermedad. Por esa razón, los psiquiatras consideran fundamental comenzar el tratamiento con medicamentos lo más pronto posible. Ya se había observado también que el litio, uno de los medicamentos más utilizados en el tratamiento del trastorno bipolar, pierde eficacia luego del décimo brote (observe gráfico).
EDUARDO SANCINETTILos individuos con trastorno mental normalmente recién acuden al psiquiatra mucho tiempo después de la aparición de los primeros síntomas de la afección. Puede que pasen años hasta que un especialista haga un diagnóstico correcto y recete los medicamentos adecuados. En el caso del trastorno bipolar, el período transcurrido entre la primera manifestación del problema y el inicio del tratamiento varía entre 5 y 10 años, un tiempo suficiente como para que surjan complicaciones laborales, de convivencia con la familia y los amigos, y la vida se desordene.
Las partes y el todo
Al analizar las variaciones en los niveles de esos biomarcadores en la sangre de los pacientes, Kapczinski se vio ante la necesidad de buscar una explicación con mayor alcance, que le permitiera asociar los síntomas clínicos de la enfermedad con las alteraciones fisiológicas y anatómicas que la ciencia empezaba a detectar en el cerebro de los individuos con trastorno bipolar, que en promedio, afecta al 1% de la población –se calcula que hasta un 8% pueden presentar formas más leves–, y otro desorden del humor bastante más común: la depresión mayor o unipolar, que casi un 15% de los adultos desarrolla durante el transcurso de su vida.
Kapczinski no estaba satisfecho con lo que tenía entre manos cuando recibió una invitación para presentar los resultados logrados por su grupo en un simposio internacional en el Hospital Clínic de Barcelona, en España, a mediados de 2006. “Faltaba una amalgama teórica que demostrase cómo encajaban los datos”, dice Kapczinski.
Él y su equipo habían extraído muestras de sangre de pacientes con trastorno bipolar durante los períodos en que se sufren los estados extremos de humor, que varían entre una tristeza intensa y baja autoestima y una gran vitalidad y energía mucho mayor que lo normal. Por medio de una batería de test, el psiquiatra Angelo Miralha da Cunha, quien entonces actuaba en la UFRGS, observó un nuevo fenómeno, tanto en las crisis depresivas como en los episodios maníacos: los niveles del factor neurotrófico derivado del cerebro (BDNF), de acción neuroprotectora, eran al menos un 25% más bajos que en los individuos que no sufrían el trastorno o que lo mantenían bajo control con la ayuda de medicamentos.
EDUARDO SANCINETTIAl mismo tiempo, Ana Cristina Andreazza y Elisa Brietzke, quienes integraban el equipo de Kapczinski, detectaron tasas más elevadas de proteínas indicadoras de inflamación, además de altos niveles de radicales libres, moléculas altamente reactivas, con potencial para dañar las células, durante los períodos de alteración del humor. Estos datos sugerían que la sangre podría albergar pistas de lo que ocurría en el cerebro. Sin embargo, a esa altura, no era posible conocer con seguridad qué significaba esa alteración ni por qué sucedía.
La amalgama teórica
Kapczinski halló la amalgama teórica que buscaba en los estudios del neurocientífico estadounidense Bruce McEwen. En el año 2000, McEwen había postulado la hipótesis de que las situaciones estresantes obligan al organismo a realizar ajustes para recuperar la estabilidad perdida. McEwen denominó a esa adaptación, alostasis, una modificación necesaria para restablecer el equilibrio (homeostasis). Y agregó algo más. Con el paso del tiempo, esta adaptación cobraba un precio: ocasionaba un desgaste en el organismo.
Las propuestas teóricas del psiquiatra Robert Post complementaban esa idea. En la década de 1980, Post había sugerido que los signos clínicos del trastorno bipolar se volverían más intensos con cada crisis, como consecuencia de la mayor sensibilidad de los circuitos cerebrales afectados en los episodios previos. Este fenómeno, denominado en inglés kindling, había sido descubierto dos décadas antes por Graham Goddard, un neurocientífico inglés que estudiaba la epilepsia. En ensayos con roedores, Goddard notó que los estímulos eléctricos de baja intensidad, inicialmente incapaces de ocasionar daños al animal, pasaban a disparar crisis epilépticas luego de repetirse algunas veces, un síntoma de que el cerebro se había tornado más sensible.
“A partir de esos experimentos, otros autores comenzaron a estipular la idea de que el cerebro aprendía también a estar enfermo en otras situaciones, especialmente en el caso del trastorno bipolar”, comenta el neurofisiólogo Luiz Eugenio Mello, de la Unifesp. “En concordancia con esa idea, las modificaciones del sistema nervioso central, posiblemente al nivel de las sinapsis [las conexiones entre las células cerebrales], serían capaces de transformar un cerebro levemente enfermo en uno muy enfermo”, explica.
Al analizar sus datos a la luz de la idea de alostasis y sensibilización –posteriormente reunidas en el concepto de neuroprogresión–, Kapczinski halló el vínculo entre lo que su grupo había observado y las alteraciones de volumen de algunas áreas del cerebro que detectaban los equipos extranjeros. Esta unificación de conceptos podría explicar el origen de los síntomas clínicos característicos de estas enfermedades y, además, por qué los individuos con trastorno bipolar y depresión pueden morir entre 25 y 30 años más pronto que la gente sin desordenes psiquiátricos. Una proporción mayor de los individuos con trastorno bipolar y depresión, desarrolla cáncer y trastornos cardiovasculares.
Alentado por el neurocientífico Iván Izquierdo, Kapczinski hizo algo poco frecuente en el área de la salud en Brasil: formuló una teoría para explicar el desarrollo y las derivaciones de las enfermedades psiquiátricas. Como todo intento por reproducir una realidad a partir de fragmentos que pueden identificarse y medirse, el modelo teórico concebido por el grupo gaúcho continúa en constante perfeccionamiento. Desde la presentación en Barcelona, Kapczinski y sus colaboradores de Brasil, Australia, Estados Unidos y España, trabajan para mejorar esa propuesta teórica y comprobar si se hallan en la dirección correcta.
El propio Kapczinski está poniendo a prueba su hipótesis al testear en ratones una versión modificada del antidepresivo tianeptina, desarrollado en la UFRGS, con el propósito de aumentar la protección de las neuronas. Otra forma de verificar si la hipótesis es correcta consiste en examinar las alteraciones químicas y celulares en muestras de bancos de cerebros de individuos con enfermedades psiquiátricas, tal como el que están organizando los psiquiatras Beny Lafer y Helena Brentani en la Facultad de Medicina de la USP. En otra línea de trabajo, Lafer comenzó recientemente un test clínico con suplementos del aminoácido creatina, que mejorará el funcionamiento de las mitocondrias y también puede aumentar la protección celular.
Ana Cristina Andreazza, actualmente investigadora en la Universidad de Toronto, estudia los efectos del mal funcionamiento de las mitocondrias en las células cerebrales, y recuerda que una dieta adecuada y rica en antioxidantes también puede auxiliar en la protección cerebral.
“La hipótesis de la neuroprogresión constituye hoy en día uno de los modelos relevantes para explicar la progresión de estas enfermedades”, comenta Lafer, colaborador del grupo gaúcho. “Existen otras hipótesis, basadas en la genética, en la interacción entre los genes y el medio ambiente, y en la inflamación, aunque todavía no se ha arribado a un consenso”.
Los proyectos
1. Análisis estereológico post mortem de las principales regiones cerebrales de individuos portadores de trastorno afectivo bipolar (nº 09/51482-0); Modalidad Apoyo Regular al Proyecto de Investigación; Coordinador Beny Lafer – USP; Inversión R$ 130.249,30
2. La prevención en la esquizofrenia y en el trastorno bipolar, de la neurociencia a la comunidad: una plataforma multifacética, multimodal y traslacional para la investigación y tratamiento (nº 11/50740-5); Modalidad Proyecto Temático/Pronex; Coordinador Rodrigo Affonseca Bressan – Unifesp; Inversión R$ 2.378.201,50
Artigos científicos
KAPCZINSKI, F. et al. Allostatic load in bipolar disorder: Implications for pathophysiology and treatment. Neuroscience and Behavioral Reviews. v. 32, p. 675-92. 2008.
BERK, M. et al. Pathways underlying neuroprogression in bipolar disorder: Focus on inflammation, oxidative stress and neurotrophic factors. Neuroscience and Behavioral Reviews. v. 35, p. 804-17. 2011.