Cada mañana, Suzana Primo dos Santos recorre los estantes de la sala en donde se encuentran acomodados casi 15 mil objetos de 120 pueblos indígenas de la Amazonia para verificar si está todo en orden. Observa detenidamente las piezas y, en silencio, les da un buen día. Es su forma de rendirles homenaje y respeto a los grupos, algunos ya desaparecidos, representados por máscaras, atavíos de cabeza, maracas, cestos, arcos, flechas y clavas en la colección etnográfica del Museo Paraense Emílio Goeldi (MPEG), la más antigua institución científica de la región norte de Brasil, creada en 1866 en la ciudad de Belém, capital del estado de Pará. “Es mi modo de comunicarme con lo visible y lo invisible”, afirma. Nacida en una aldea karipuna en el municipio de Oiapoque, en la frontera del estado de Amapá con la Guayana Francesa, Primo dos Santos vivió junto a su pueblo hasta los 17 años y aprendió con su madre a hacer grafismos en mates empleados para la producción y el consumo de alimentos y bebidas. Se mudó a Belém en la década de 1970 para terminar la secundaria (actual enseñanza media en Brasil) y posteriormente cursó sociología. Conoció la colección de artefactos indígenas y de otros pueblos de la Amazonia en 1987, en una práctica de pregrado, y no se fue más.
En una visita a la colección durante la mañana del día 20 de septiembre, Primo dos Santos abrió con sumo cuidado las gavetas y mostró cada pieza recordando qué pueblo la produjo y su región de origen. Dispuestas sobre una espuma inerte que las protege del deterioro, las mismas están organizadas de acuerdo con el material de fabricación y su uso. Las cestas y otros utensilios de paja están en una sección, los atavíos de plumas en la siguiente y los arcos, las flechas y otras armas más adelante. “Cada pieza es frágil como un niño”, comentó Primo dos Santos, quien aportó maracas, mates y collares de su pueblo a la colección.
En el salón de casi 300 metros cuadrados, la temperatura y la humedad relativa del ambiente están controladas mediante un sistema de ventiladores, extractores y deshumidificadores proyectado a comienzos de la década 2000 por un ingeniero del Instituto de Conservación Getty, de Estados Unidos, especializado en la preservación de obras de arte. En el lado opuesto a la entrada, guardada por una puerta de vidrio con acceso mediante clave y otra puerta cortafuego, una vestidura de más de 2 metros de altura se yergue imponente: es una máscara en forma de oso hormiguero, tejida por indios kayapós en el propio Campus de Investigación del museo. Es en ese conjunto de edificaciones erguidas entre las décadas 1980 y 2000 en el extremo este de la ciudad de Belém, lejos de los ojos de los visitantes, donde se encuentran las preciosidades de esa y de otras 19 colecciones de plantas, animales, fósiles, rocas, libros raros y artefactos arqueológicos de ese que es el segundo museo de historia natural de Brasil en lo que hace a su antigüedad. Estas componen un patrimonio de alrededor de 4,5 millones de objetos, inferior únicamente al del Museo Nacional antes del incendio.
Cerca de la máscara de oso hormiguero, un armario protegido con vidrio exhibe estatuillas africanas y máscaras de paja, plumas e hilos del pueblo wayana, del norte de Pará. Hay también objetos tikunas, kanelas, apinajés y de otras etnias, recolectados en expediciones del siglo XIX, como la encabezada por el explorador francés Henri Coudreau (1859-1899) o, décadas más tarde, la del antropólogo alemán Curt Nimuendajú (1883-1945), que da nombre a la reserva etnográfica del museo. Casi 700 artículos de origen kayapó les fueron vendidos por padres misioneros al propio Emílio Goeldi (1859-1917), el zoólogo suizo que dirigió el entonces Museo Paraense entre 1894 y 1907 y lo reorganizó bajo los moldes del Museo Nacional, transformándolo en un centro de estudios de historia natural y etnografía de la Amazonia.
“Muchos pueblos ven al museo como su casa”, comentó la antropóloga Lúcia Hussak van Velthem, curadora de la colección etnográfica del MPEG. “Ellos hacen hincapié en estar representados acá con sus objetos”. En la actualidad, el museo se encarga de la custodia y la producción de conocimiento científico sobre las piezas. Sin embargo, su propiedad la comparte con los grupos que las produjeron. Los indígenas pueden visitar la colección, manipular los objetos y documentarlos a través de fotos y videos. Y también les muestran a los investigadores la forma adecuada de utilizarlos y de disponerlos en la reserva técnica.
Artefactos arqueológicos y de pueblos actuales retratan 12 mil años de presencia humana en la Amazonia
En el pasillo de la colección etnográfica, una puerta de madera y otra de hierro, trabada con candado, protegen otras preciosidades. En la sala con cielorraso que retarda la propagación de llamas, una caja fuerte resistente al fuego custodia cintas magnéticas con los registros de 74 lenguas indígenas (y algunas criollas) de las casi 180 habladas en la Amazonia. Esa colección empezó a montarla en la década de 1980 el lingüista estadounidense Denny Moore, quien entrenó a los alumnos brasileños en trabajos de campo en la Amazonia y los estimuló a hacer posgrados en el exterior. Desde entonces, la colección crece lentamente con grabaciones realizadas por el equipo del Goeldi y por investigadores de Brasil y del exterior asociados al museo, quienes, por determinación de la Fundación Nacional Indígena, deben depositar copias de los registros audiovisuales en una institución científica brasileña.
Joshua Birchall, un joven lingüista brasileño-estadounidense e investigador del museo, ha ayudado durante los últimos años a organizar las colecciones del museo, que fueron digitalizadas. Dos copias completas se encuentran en servidores del Campus de Investigación, una en el despacho donde Birchall trabaja y otra en un edificio apartado. También hay una copia de parte del material en el Museo Indígena, en Río de Janeiro, y en centros de investigación extranjeros, tales como el Instituto Max Planck de Psicolingüística, en Holanda, o el Programa de Documentación de Lenguas Amenazadas, en el Reino Unido. Si bien el acceso a ese material está restringido, y es posible solo mediante autorización y con fines de investigación, hubo críticas cuando el MPEG decidió depositar copias en otras instituciones. “La intención es preservar los datos, pero colegas brasileños dijeron que estábamos entregándoles el material a extranjeros”, comenta Birchall, quien trabaja con pueblos indígenas del estado de Rondônia y registró entre 2009 y 2012 la mitología de los orouines, cuya lengua es hablada con fluidez por seis personas.
Miss Marajó
La historia de la ocupación reciente de la Amazonia, contada mediante objetos y en lenguas de los pueblos actuales, se completa con señales de la presencia humana mucho más antigua, indicadas por los artefactos arqueológicos. En un edificio vecino, están guardados y catalogados casi 2 millones de fragmentos y 120 mil piezas enteras de cerámica, además de objetos líticos y de metal, recolectados cerca de los principales ríos amazónicos. Allí hay objetos encontrados en algunas de las ocupaciones humanas más antiguas de la región: artefactos de piedra trabajada de 12 mil años, hallados mediante excavaciones en Serra dos Carajás, 800 kilómetros al sur de Belém. Son casi tan antiguos como el material lítico y las pinturas rupestres de los sitios arqueológicos de Monte Alegre, 700 kilómetros al oeste de la capital de Pará, estudiados desde la década 1980 por la arqueóloga Edithe Pereira, del Goeldi.
Los armarios deslizantes guardan piezas de 15 regiones de la Amazonia en casi 20 estilos distintos. Una de las más famosas recibió el apodo de Miss Marajó: una urna funeraria de casi 1 metro de altura, del estilo Joanes, estudiada por Pereira. Con gollete un poco más angosto que la base, está pintada de rojo, blanco y negro con relieves que evocan los ojos, la nariz y la boca humanos. Fue hallada en la isla de Marajó en la década de 1950 por la arqueóloga estadounidense Betty Meggers (1921-2012) y viajó el mundo en exposiciones.
Otro objeto importante es un ídolo de piedra de la región del río Trombetas, guardado bajo llave en un armario. Esculpido en un fragmento de roca de unos 15 centímetros de altura y en forma de “L”, surge como ser humano, mono, papagayo o arpía, dependiendo del ángulo desde el cual se lo observa. “Esta transformación entre humano y animal y viceversa integra la cosmología de muchos pueblos amerindios”, comenta la arqueóloga Helena Lima, curadora de la colección.
El patrimonio de arqueología adquirió una nueva dimensión a partir de la década de 1950 con la financiación de expediciones a cargo del Smithsonian, un instituto de investigación estadounidense, y en las décadas siguientes del Programa Nacional de Investigaciones Arqueológicas en la Cuenca Amazónica (Pronapaba). Sin embargo, su origen se remonta al nacimiento del museo, en la segunda mitad del siglo XIX, con recolecciones realizadas por su fundador y dos veces director, el naturalista y etnólogo autodidacta Domingos Soares Ferreira Penna (1818-1888). Nacido en Minas Gerais, Ferreira Penna fue durante casi una década secretario de la provincia de Grão-Pará. Actuaba como interlocutor entre la elite local y el presidente de la provincia, en general designado desde la capital del Imperio.
El naturalista exploró la provincia y participó en las recolecciones de la expedición del zoólogo suizo-estadounidense Louis Agassiz (1807-1873). El 6 de octubre de 1866, convocó a través de los periódicos a una reunión para crear la Asociación Filomatemática, embrión del Museo Paraense. Planeaba fundar una institución que fuese “el núcleo de un establecimiento de educación superior en Pará” y un centro destinado al estudio de las ciencias naturales, relata la historiadora de la ciencia Maria Margaret Lopes en el libro O Brasil descobre a pesquisa científica (editora UnB, 2009). Instalado en 1867 en una casa alquilada y después en una sala del Liceo Paraense, el museo recibió al principio donaciones del Museo Nacional y de naturalistas que viajaban por la Amazonia.
El propio Ferreira Penna recogió artefactos arqueológicos e identificó concheros, entre ellos el de Taperinha, uno de los más antiguos del país. El museo funcionaba de modo precario, y cerró de 1888 a 1891. Durante los primeros años de la República, el período áureo de la exportación de caucho, el gobernador Lauro Sodré, entusiasta de la ciencia, decidió reestructurarlo. Invitó a Goeldi, un exempleado del Museo Nacional, para dirigir la institución paraense. “Goeldi daba el alma por el museo”, comenta el historiador de la ciencia Nelson Sanjad, investigador del MPEG y autor de A coruja de Minerva, de 2010 (editorial de la Fundación Oswaldo Cruz), libro en el cual narra la historia del Museo Paraense entre 1866 y 1907.
Al asumir la dirección, Goeldi criticó la inexperiencia de sus antecesores y descartó parte de la colección, en mal estado de conservación. El material de fuera de la Amazonia fue enviado a otras instituciones. Con apoyo político y fondos, trabajó para crear un museo orientado hacia el estudio y la difusión de la historia natural y de la etnología amazónicas y al desarrollo de la región.
En 1895, Goeldi inauguró el primer zoológico de la Amazonia en donde actualmente es el Parque Zoobotánico, sede administrativa y área de exposiciones del museo, en la región central de la ciudad. Ese mismo año, llevó a Belém al botánico suizo Jacques Huber (1867-1914), quien, en medio del área de exposición de los animales, puso en marcha la formación de un huerto con casi 500 especies de plantas amazónicas. Huber empezó también a organizar el herbario del museo. “Fue el primer botánico que se radicó en la Amazonia”, comenta la ingeniera agrónoma Ely Gurgel, jefa de la Coordinación de Botánica del MPEG. Empezó su trabajo identificando a las especies amazónicas y después estudió la ecología de la hevea, el árbol del caucho, de importancia económica para a región.
En la actualidad el herbario que Huber creo cuenta 233 mil ejemplares de plantas, es el tercero de Brasil en cuanto a antigüedad –más joven únicamente que el del Museo Nacional y el del Jardín Botánico del Río de Janeiro– y la más antigua colección botánica de la Amazonia. La misma está compuesta casi exclusivamente por plantas de la región y el 65% de los ejemplares ya han sido escaneados para que las imágenes queden disponibles online. Allí están los ejemplares que Huber empleó para describir especies nuevas y alrededor de 600 duplicados de plantas recolectadas por el botánico inglés Richard Spruce (1817-1993) durante los 15 años que recorrió la Amazonia, desde la desembocadura del río Amazonas hasta los Andes. Parte de la colección original de Spruce fue destruida en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial.
“Las colecciones del museo no siempre son muy grandes, pero son valiosas por ser especializadas y por contener mucha información científica agregada: el lugar y la fecha de la recolección, por ejemplo”, explica Sanjad. “Goeldi decía que no quería colecciones de todo el mundo sino las mejores de la Amazonia.”
Una es la de aves, la segunda en antigüedad y la tercera del país en tamaño. “Con casi 80 mil ejemplares, es la mayor colección de aves de la Amazonia existente en el mundo”, comenta su curador, el ornitólogo Alexandre Aleixo. En un estudio publicado en 2017 en la Revista Brasileira de Ornitologia, el patrimonio del MPEG fue considerado el de mayor valor entre 56 analizados en Brasil, y el más citado en publicaciones internacionales. Otra colección importante es la entomológica, iniciada por el entomólogo y botánico austríaco Adolpho Ducke (1876-1959), reclutado por Goeldi. Son casi un millón y medio de ejemplares de insectos de una cantidad aún desconocida de especies. “Contamos con datos informatizados de más de 300 mil ejemplares que quedarán disponibles para acceso público”, comenta el biólogo Cléverson dos Santos, investigador del museo.
El mantenimiento de este patrimonio insume alrededor de una tercera parte del presupuesto anual del museo
La seguridad
Hasta la década de 1980, espacios exiguos en los edificios centenarios del Parque Zoobotánico concentraban, en condiciones precarias, los laboratorios de investigación y las colecciones del MPEG. Fondos del gobierno federal y de un proyecto vinculado al Programa Piloto de Protección de Selvas Tropicales hicieron posible la construcción de los edificios del Campus de Investigación y el traslado de las colecciones y los laboratorios allí. “Fue un trabajo de salvaguardia de las colecciones del museo”, comenta el antropólogo Marcio Meira, investigador del MPEG.
Aparte de esas dos unidades, el museo mantiene una estación científica en la Selva Nacional de Caxiuanã, en la isla de Marajó, estado de Pará, y un campus avanzado en el Pantanal, en el estado de Mato Grosso. Los 23 laboratorios del museo están concentrados en la unidad de la región este de Belém, donde trabajan 53 investigadores (eran casi 100 en la década de 1990), 120 becarios y parte de los 173 empleados de la institución. En el Campus de Investigación también funcionan los seis programas de posgrado –uno propio y cinco en colaboración con instituciones de educación e investigación de la Amazonia–, en los cuales ya se han graduado alrededor de 600 magísteres y doctores durante las dos últimas décadas. En los últimos cinco años, los investigadores del Goeldi han publicado en promedio 340 artículos científicos por año.
El museo llegó a los 152 años el 6 de octubre con sus colecciones mejor acondicionadas, pero no en las condiciones de seguridad deseables. En el Campus de Investigación, el sistema de detección de humo de los laboratorios y de las salas de las colecciones no funciona adecuadamente desde hace un año por falta de mantenimiento. Oscilaciones en la red eléctrica quemaban los sensores, que, con una cierta frecuencia, también eran accionados por hormigas. Los extintores de polvo químico y dióxido de carbono constituyen la forma de proteger contra el fuego a las colecciones que no pueden mojarse; para las otras hay hidrantes instalados y funcionando en el campus.
Después del incendio del Museo Nacional, el Ministerio de Ciencia, Tecnología, Innovación y Comunicaciones (MCTIC), al cual el MPEG está vinculado, solicitó a la dirección un informe sobre la situación de seguridad de la institución que abarcó a las colecciones y a las edificaciones históricas, y una estimación de costos para la instalación de sistemas más modernos de combate contra incendios.
“El año pasado, hubo un principio de incendio en la central eléctrica del Campus de Investigación”, comenta la bióloga Ana Luisa Albernaz, quien se hizo cargo de la dirección del museo en julio de este año. Hay también infiltraciones e infestación de termitas en los edificios que son sedes de los laboratorios y de las colecciones, además de rajaduras en algunos de los edificios centenarios del Parque Zoobotánico. En caso de que los 15 millones de reales solicitados para 2019 sean aprobados y girados, 3 millones de reales se destinarán a cambiar la central eléctrica del Campus de Investigación. “Durante los próximos meses remitiremos proyectos en el marco de un pliego del BNDES y otro del Ministerio de Justicia en busca de fondos para la restauración de algunos edificios históricos y la mejora de los sistemas de seguridad”, afirma Albernaz.
El valor que el museo percibe del MCTIC osciló entre 10 y 12 millones de reales entre 2010 y 2016, y fue suficiente como para contratar servicios tercerizados de limpieza y seguridad y pagar las boletas de agua y energía eléctrica (esta última insumió 1.400.000 reales por año). Alrededor de una tercera parte de los fondos se gastó en el mantenimiento de las colecciones: es aproximadamente 1 real por artículo patrimonial por año. En 2017, un recorte del 43% derribó el presupuesto a 7,1 millones de reales y agravó la situación. En septiembre, el lingüista Nilson Gabas Júnior, entonces director, amenazó con cerrar la Estación Científica Ferreira Penna, en Marajó, y el Parque Zoobotánico, por donde pasan 400 mil visitantes por año. La población reaccionó y el día 17, un domingo, miles de personas le dieron un abrazo simbólico al parque, lo cual ayudó a recuperar parte del presupuesto inicial.
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