Una tarde de principios de diciembre de 1947, la bióloga Maria Ignez da Rocha e Silva (1911-2011) atendió un llamado telefónico y oyó la voz entusiasmada de su marido: “¡Creo que hemos descubierto algo importante!”. El farmacólogo carioca Maurício Oscar da Rocha e Silva (1910-1983) llamaba desde el Instituto Biológico de São Paulo para avisarle a su esposa que había descubierto algo inesperado: un lento descenso de la presión arterial en un perro, en el marco de un estudio sobre los efectos del veneno de la yararaca (Bothrops jararaca) también llamada yarará perezosa, en los mamíferos. Al año siguiente, junto con el fisiólogo Wilson Beraldo (1917-1998) y el biomédico Gastão Rosenfeld (1912-1990) identificaron una sustancia generada por el propio organismo, capaz de dilatar los vasos sanguíneos y reducir la presión arterial.
Este descubrimiento tuvo cierta dosis de serendipia, o feliz coincidencia. Lo que Rocha e Silva y Beraldo querían entender era la reacción del veneno de la yararaca en el intestino aislado de cobayas (Cavia porcellus), el modelo experimental utilizado en aquella época. Esperaban una reacción rápida, pero no la vieron. “Pensaron que el experimento había salido mal”, relata la historiadora de la ciencia Isabella Bonaventura, de la Universidad de São Paulo, quien aborda la actuación de Rocha e Silva y José Ribeiro do Valle (1908-2000) en la farmacología en su doctorado, que concluirá en 2023. “Pero, de improviso, el intestino se contrajo. Pensaron que se debía a la histamina”, un péptido (fragmento de proteína) que se libera en las reacciones alérgicas.
Con su conocido temperamento impetuoso, Rocha e Silva ya había trabajado previamente con la histamina y con una enzima digestiva liberada por el páncreas, la tripsina, así como con procesos inflamatorios, que habían adiestrado su olfato para percibir e interpretar de manera correcta los fenómenos inesperados. Beraldo y él identificaron lo que solo podía ser una sustancia desconocida hasta entonces, otro fragmento proteico que recibió el nombre de bradicinina o bradiquinina, en alusión a dos palabras en griego: brady (lentitud) y kinein (movimiento).
Con base en la descripción de la bradicinina y en los estudios complementarios del farmacólogo Sérgio Henrique Ferreira (1934-2016 – Lea en Pesquisa FAPESP, edición nº 246), tres investigadores de la empresa E.R. Squibb & Sons Pharmaceuticals, en la actualidad denominada Bristol Myers Squibb, de Estados Unidos, desarrollaron el captopril, el primer antihipertensivo capaz de inhibir la degradación de la bradicinina y, simultáneamente, la producción de la enzima que transforma la angiotensina 1 en angiotensina 2, que induce el aumento de la presión arterial. El medicamento, lanzado en 1977, se convirtió en uno de los más utilizados en todo el mundo.
“El trabajo de Rocha e Silva sobre la dilatación de los vasos sanguíneos inducida por la bradicinina motivó nuevos estudios sobre los procesos inflamatorios y sustancias generadas por el propio organismo con efectos farmacológicos poderosos, los llamados autacoides”, le dijo a Pesquisa FAPESP la historiadora británica de la ciencia Barbara Hawgood, de la Universidad de Londres (Reino Unido), y autora de un artículo sobre el farmacólogo brasileño publicado en 1997 en la revista científica Toxicon.
El investigador carioca era hijo de un médico cuya biblioteca “era el único lugar de nuestra casa que imponía respeto”, como él mismo relata en sus memorias. Estudió en el tradicional Colegio Pedro II, fue un ávido lector de novelas durante su adolescencia, escribió algunos cuentos y pensaba dedicar su vida a la literatura. Eligió estudiar medicina por influencia de su hermano mayor, Olavo, quien era médico y le enseñaba matemática y ciencias. Tras graduarse en la Facultad de Medicina de Río de Janeiro, realizó una pasantía en el Instituto Oswaldo Cruz, pero no congenió con su jefe y en 1936, por sugerencia de su amigo, el inmunólogo Otto Bier (1906-1986), se trasladó al Instituto Biológico.
Rocha e Silva era crítico del predominio del pensamiento colonizado en Brasil, que no incentivaba la producción científica original y ello se plasmaba en una “ciencia de segunda mano”, como él la llamaba, que replicaba lo que ya se había hecho en los países desarrollados. También cuestionaba a la por entonces rígida jerarquía de las universidades brasileñas, dominada por los profesores catedráticos, que ostentaban un poder casi absoluto en lo concerniente a la conformación de los equipos y la elección de las prioridades de investigación. “Era una pulga por perro” compara el farmacólogo Emer Ferro, del Instituto de Ciencias Biomédicas de la USP, para definir el dominio exclusivo de los catedráticos sobre sus disciplinas de trabajo, “y Rocha e Silva era muy crítico del conocimiento establecido y de las figuras de autoridad”. Ferro identificó otra molécula capaz de reducir la presión arterial, la hemopresina, a la que en 2003 apodó “nieta de la bradicinina” (lea en Pesquisa FAPESP, ediciones nº 84 y 143).
Aunque defendía la investigación básica y la libertad de investigación de los científicos, Rocha e Silva no se oponía a la investigación aplicada, que busca resolver problemas agrícolas o incrementar la producción de sueros y vacunas. Al principio de su carrera, realizó una contribución importante para la ganadería paulista al descubrir que los brotes del alecrín (Holocalyx glaziovii), que crecían después de las quemas, causaban intoxicaciones fatales en el ganado vacuno de la región de Andradina, en el noroeste del estado de São Paulo. Se había propuesto hacer algo original y profundo, y se hallaba en el lugar indicado, porque el Instituto Biológico era entonces uno de los pocos espacios dedicados a la investigación básica. La mayoría de los institutos, como el Butantan y el Agronómico de Campinas, priorizaban la investigación aplicada, y las universidades aún estaban en formación.
Para Rocha e Silva, “lo que se hacía aquí era del mismo nivel que la ciencia producida en el hemisferio norte, cuando no superior”, dice Nader
En 1940, gracias a una beca de la Fundación Guggenheim, Rocha e Silva viajó a Estados Unidos. Realizó investigaciones en la Universidad Northwestern, de Chicago, en la Clínica Mayo, de Rochester, y en el Instituto Rockefeller, de Nueva York. Cuando regresó al Biológico, en 1942, fue designado jefe de la sección de Bioquímica y Farmacodinámica, y montó un equipo con diferentes especialidades, que incluían fisiología, farmacología y bioquímica, que convergían en algo raro por entonces: la interdisciplinariedad. La química Sylvia Andrade (1921-2008), quien era miembro de ese grupo, fue la responsable de la purificación de la bradicinina, en 1955.
Pasó dos años, 1946 y 1947 en la Universidad de Toronto, en Canadá, y en el University College de Londres. “Rocha e Silva era un científico muy internacionalizado en una época en la que esto era infrecuente entre brasileños”, dice la historiadora de la ciencia Maria Alice Rosa Ribeiro, del Centro de la Memoria de la Universidad de Campinas (Unicamp) y autora de História, ciência e tecnologia: 70 anos do Instituto Biológico de São Paulo na defesa da agricultura, 1927-1997 (Instituto Biológico, 1997).
Bonaventura añade: “Muchos científicos brasileños de aquella época estaban plenamente conscientes de que se los situaba en el rol de subalternos, pero él siempre se ubicaba en pie de igualdad frente a sus interlocutores internacionales”. La biomédica Helena Nader, de la Universidad Federal de São Paulo (Unifesp), y presidenta de la Academia Brasileña de Ciencias (ABC), concuerda: “Nunca aceptó la condición de inferioridad. Era como si dijera que lo que él hacía aquí estaba al mismo nivel que la ciencia que se hacía en el hemisferio norte, cuando no superior”.
Nader recuerda que él era muy centralista y era consciente de la importancia de sus descubrimientos. “Era bravo. Decían que era agresivo, pero yo diría que era incisivo. No era una persona de temperamento dócil”, dice ella, quien lo conoció personalmente en 1969. Emer Ferro, tras escuchar los relatos de quienes convivieron con él, concluyó: “Rocha e Silva tenía un estilo crítico y frontal”.
El mismo año en el que descubrió la bradicinina, junto a otros investigadores del Instituto Biológico, dirigió la creación de la Sociedad Brasileña para el Progreso de la Ciencia (SBPC), para articular los intereses de los científicos y atraer a otros, motivados por la ciencia (lea en Pesquisa FAPESP, ediciones nº 268 y 270). “La SBPC fue un foro de resistencia a la dictadura”, recuerda Nader. Según ella, la crítica al gobierno militar (1964-1985) se volvió más incisiva a partir de 1977. Ese mismo año, el gobierno prohibió la reunión anual de la SBPC en las universidades públicas, pero el arzobispo don Paulo Evaristo Arns (1921-2016) la cobijó en la Pontificia Universidad Católica de São Paulo.
En 1957, Rocha e Silva asumió como docente de farmacología y colaboró para organizar la investigación en el área en la facultad de Medicina de Ribeirão Preto de la USP. A partir de la década de 1960 se dedicó a la filosofía de la ciencia y, en 1968 publicó Diálogo sobre a lógica da ciência, junto al educador Anísio Teixeira (1900-1971 – lea en Pesquisa FAPESP, edición nº 303). En Mito cartesiano e outros ensaios, de 1978, lamentaba que muchos filósofos utilizaran un lenguaje ultrasofisticado y hermético”, “completamente desconocido para los científicos”. Para Rocha e Silva, el conocimiento científico, si bien sujeto a la lógica de las pruebas empíricas, siempre debe dejar espacio a la ilimitada capacidad creativa humana.
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