Cualquiera que haya observado los destellos verdes en la noche conoce del encanto de las luciérnagas. Pero más allá del insecto en sí mismo, la química que da origen a esa bioluminiscencia es algo aún más fascinante: en condiciones variables de pH, temperatura y en presencia de metales pesados, el color de la luz que emiten esas reacciones puede oscilar del verde al rojo. El mecanismo que permite esa variación, un misterio desde hace décadas, ahora ha podido aclararse con el artículo publicado en la edición de este mes de la revista Scientific Reports por el grupo del bioquímico Vadim Viviani, del campus de Sorocaba de la Universidad Federal de São Carlos (UFSCar) y actual presidente de la Sociedad Internacional de Bioluminiscencia y Quimioluminiscencia. Viviani es un aficionado de las luciérnagas desde su infancia y mantiene una colección con más de 200 especies que recolectó desde los 14 años, y desde hace décadas estudia los aspectos bioquímicos y moleculares del fenómeno de la bioluminiscencia incluso en insectos que no emiten luz.
El grupo de Viviani estudió la interacción entre las moléculas responsables de la producción de luz y reveló que, en la familia de las luciérnagas más comunes, los lampíridos, la conformación del sitio activo de la enzima luciferasa es la encargada de prender la sustancia denominada luciferina. “Durante la reacción de oxidación que genera luz, las partes con abundancia de cargas positivas de ambas moléculas son forzadas una contra la otra, como si fuesen dos imanes con el mismo polo orientado uno contra el otro”, compara el bioquímico (vea la infografía en la página 60). “La fuerza de repulsión derivada de esa aproximación genera luz de alta energía en la zona del verde”. Ocurre que los iones positivos presentes en pH ácido o en metales pesados como el zinc, rompen las interacciones electrostáticas que funcionan como portones que mantienen cerrada esa cavidad. Así, el sitio activo se abre, permitiendo el ingreso de agua que atenúa la repulsión de las cargas positivas. Al mismo tiempo, la luciferina queda libre en el interior de la enzima, interactuando con las paredes de la cavidad de la luciferasa de una manera menos intensa. El resultado, en estos casos, es un destello anaranjado o rojo que entre las luciérnagas solo puede verse cuando están al borde de la muerte.
Anteriormente, se consideraba a la presencia o no de agua (polaridad), la presencia de grupos químicos básicos y la forma iónica de las moléculas involucradas –con las interacciones electrostáticas entre ellas– como las explicaciones posibles para los cambios que se observaban en el comportamiento de la luciferina y de la luciferasa. Los resultados actuales indican que, en lugar de ser alternativas, todos esos factores inciden en conjunto.
Luminosidad colorida
Desde su doctorado, que lleva adelante en el Instituto de Química de la Universidad de São Paulo (IQ-USP) bajo la dirección del químico Etelvino Bechara, pionero en el estudio de la bioluminiscencia en Brasil, Viviani documenta e investiga los colores producidos por el gusano ferrocarril (Phrixothrix sp.), perteneciente a la familia de los fengodidos, y de los coleópteros conocidos popularmente como tucu-tucus o cocuyos (Pyrophorus sp.), insectos de la familia de los elatéridos, que producen un chasquido como forma de defensa. La diversidad lumínica de estos bichos exclusivos de los trópicos del continente americano es la mayor entre los insectos bioluminiscentes: hay especies cuyo brillo es azul, en tanto que en otras es verde, amarillo, anaranjado o rojo. Incluso en tubos de ensayo, cuando la luciferina y la luciferasa reaccionan fuera de las células del organismo, cada par de moléculas solo es capaz de producir un color, que no varía como ocurre en los lampíridos. Esa diversidad de patrones luminosos es lo que les permite a machos y hembras reconocerse a la hora del apareamiento. “Las luciérnagas ostentan vuelos nupciales con un modelo definido para cada especie, no existe la posibilidad de encuentros fallidos”, dice Bechara.
Al estudiar el efecto de las mutaciones que alteran la estructura molecular de las luciferasas y producir modelos que reproducen el formato tridimensional de las moléculas, el grupo de Sorocaba está develando que las luciferasas de los elatéridos y de los fengodidos parecen tener estructuras más rígidas. Las diferentes configuraciones, con sitios activos más estrechos o más amplios, serían en parte aquello que define el color de la luz emitida por los organismos que producen esas moléculas, tal como está siendo demostrado por la estudiante de doctorado Vanessa Bevilaqua. El biólogo Danilo Amaral, quien realiza una pasantía de posdoctorado en el laboratorio de Viviani, está profundizando en el estudio de la actividad génica –el transcriptoma en especies bioluminiscentes de elaterídeos– para entender cuál es la diferencia entre las células de las áreas luminiscentes en comparación con las que no producen luz. Y también estudia el parentesco entre las especies para entender la evolución de ese sistema. “Las luciferasas de la familia de los escarabajos tienen un origen común, pero su luces no son homólogas”, dice Amaral.
En un elatérido que se encontró en Mato Grosso (Pyrophorus angustus), el grupo descubrió una variante peculiar en los colores que emitía. Al igual que todos los integrantes bioluminiscentes de la familia, esos insectos tienen algo similar a dos focos detrás de la cabeza –en el protórax– que producen una luz verdosa. El cuadro es un tanto fantasmagórica, como si fuesen dos ojos encendidos mientras el insecto se desplaza. Cuando vuelan, arquean el cuerpo y exponen su linterna abdominal, que está oculta bajo un pliegue. En ese caso emiten una luminosidad anaranjada, tal como lo describieron los investigadores en un artículo de 2016 en la revista Photochemical and Photobiological Sciences. Esa característica es algo singular no solo por la diferencia de color entre las luces de un mismo insecto, sino también porque en América Central, la misma especie emite distintos tonos de verde en ambas partes del cuerpo. “Podría ser una adaptación a la luminosidad anaranjada del crepúsculo en lo profundo de la selva amazónica”, sugiere Amaral. Antes del hallazgo de ese insecto en la Amazonia, otra especie del mismo género, P. plagiophthalamus, de Jamaica, era la única luciérnaga conocida por la variación en el color de su bioluminiscencia: de verde a amarillo en las linternas del protórax y de verde a anaranjado en el abdomen.
Léo Ramos Chaves
Larva de lampírido, una familia de insectos que se caracteriza por su luz verde
Léo Ramos ChavesEste es uno de los hallazgos que justifica la decisión, hace casi 10 años, de ampliar los horizontes del trabajo de campo en dirección al norte. “Hemos estudiado bastante bien el Bosque Atlántico, y la Amazonia es muy poco conocida desde el punto de vista de la bioluminiscencia”, dice Viviani, quien al momento de concederle la entrevista a Pesquisa FAPESP estaba organizando una expedición de dos semanas a Mato Grosso y Rondônia, una travesía de casi 3 mil kilómetros. Otro de los ejemplos amazónicos son las larvas de los elatéridos del género Pyrearinus, que viven en paleocuevas excavadas por armadillos gigantes en la zona de Serra dos Carajás, en el estado de Pará, descritas en 2016 en la revista Annals of the Entomological Society of America. Las larvas se instalan en los túneles que excavan en las paredes de esas cuevas de arcilla a los más conocidos termiteros salpicados de luces verdes en el Cerrado. Al emitir su luz en la zona cercana a la cabeza, esas larvas consiguen atraer a pequeños insectos que se convierten en su alimento.
En las cavernas del Bosque Atlántico, en el Parque Estadual Intervales ubicado en el sur paulista, el grupo de Viviani encontró larvas de mosquito del género Neoditomya que no producen luz. Pero su semejanza con las larvas con bioluminiscencia azul del género Orfelia que habitan en Estados Unidos motivó su estudio, según un informe de este año publicado en la revista Photochemical and Photobiological Sciences. Las larvas paulistas poseen luciferina y también una proteína que se encarga de acumularla. “La existencia de ambas moléculas indica que la luciferina cumpliría una función bioquímica importante, pero aún no sabemos cuál es”, dice Viviani. Como no tiene luciferasa, permanecen apagadas. Se trata de un sistema bioquímico diferente que sería evolutivamente reciente y cuyas moléculas son distintas, lo cual le permite a Viviani comenzar nuevamente a dilucidar ese mecanismo tal como lo hizo para otros organismos. “Son soluciones nuevas, que pueden tener nuevas aplicaciones”.
De acuerdo con el pH y en presencia de metales pesados, el color de la luz que emiten las reacciones puede variar del verde al rojo
Del insecto a la biotecnología
La sensibilidad de la luciferasa se ha mostrado prometedora como detector de condiciones ambientales. Luego de aislar la enzima de las luciérnagas y los genes encargados de producirla, los científicos introducen esas instrucciones genéticas en bacterias que pasan a producir la molécula de interés. Se trata de un proceso al cual se lo conoce como clonación molecular. De esa manera no solo logran fabricar la sustancia productora de luz, sino también introducir alteraciones en su conformación y en sus propiedades recurriendo a la ingeniería genética. Esas bacterias, que se cultivan en pozos diminutos en placas de plástico, se transforman en sensores luminiscentes de metales pesados que cambian de color según la sustancia con la cual entran en contacto, tal como consta en un artículo de 2016 publicado en la revista Analytical and Bioanalytical Chemistry, que formó parte del doctorado que obtuvo la biotecnóloga Gabriele Gabriel en 2017.
“Ahora estamos intentando cambiar el tamaño de la cavidad del sitio activo y sus propiedades electrostáticas con relativo éxito”, dice Viviani. Esas modificaciones permitirán aumentar la sensibilidad de la luciferasa para metales pesados tóxicos, tales como plomo, cadmio y mercurio. “Todavía no sabemos si eso tendrá una aplicación efectiva, pero todo indica que sí”, dice el investigador, quien ya registró la patente del método. El nuevo método podría emplearse para la detección de alteraciones en el pH y de metales en el interior de las células, lo cual posibilitaría la realización de pruebas de toxicidad en sustancias farmacéuticas y cosméticas en cultivos de células, monitorear el avance de infecciones o la proliferación de células metastásicas y colaborar con la industria farmacéutica en el análisis de drogas reduciendo el uso de cobayos en los experimentos. El investigador se propone fundar una startup para desarrollar este tipo de sistemas luminiscentes para diversas aplicaciones.
Entre campo y laboratorio, el trabajo de Viviani involucra ecología, evolución, genética y, sobre todo, bioquímica. “Vadim Viviani se ocupa de la labor moderna y contemporánea de la bioluminiscencia”, dice Etelvino Bechara. “Él manipula el ADN a su antojo para producir luz amarilla, anaranjada o roja, y eso es de gran importancia para aplicaciones analíticas”. Todo ha cambiado mucho desde que comenzó a trabajar con bioluminiscencia en la década de 1970. “No existía la biología molecular, incluso había más de historia natural que de química”, recuerda el químico, quien actualmente estudia la bioluminiscencia en hongos junto con el químico Cassius Stevani, del IQ-USP (lea en Pesquisa FAPESP, edición nº 255).
Viviani también considera que una de las obligaciones del científico es la difusión al público. Hace un año instaló en un centro de extensión de la universidad un pequeño museo de bioluminiscencia, que recibe a estudiantes de escuelas locales (https://biota-biolum.wixsite.com/museu-luminescencia). “Ahí ponemos a disposición el conocimiento que producimos en el laboratorio”.
Republicar