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ENTREVISTA

Carlos Roberto Ferreira Brandão: Una vida entre hormigas

El biólogo investigó las especies de los biomas brasileños del Cerrado, el Bosque Atlántico y la Caatinga, y también fue administrador de museos

Léo Ramos Chaves / Revista Pesquisa FAPESP

Si el biólogo Carlos Roberto Ferreira Brandão tuviera que elegir un solo libro que salvar de su biblioteca, ese título sería sin duda Sociobiology, que le cambió la vida cuando estaba terminando su carrera de grado, a finales de la década de 1970. Tras haber estudiado la clasificación científica de los lagartos, biología molecular y bioquímica, se apasionó por el estudio del comportamiento social de los animales. Ferreira Brandão le escribió al autor estadounidense Edward O. Wilson (1929-2022), experto en hormigas, comentándole que él y sus compañeros habían quedado maravillados con el libro. Wilson no solo le respondió sino que lo recibió en su laboratorio de la Universidad Harvard, en Estados Unidos, en visitas que potenciaron su maestría y doctorado, ambos realizados en la Universidad de São Paulo (USP) bajo la supervisión de Paulo Vanzolini (1924-2013).

Edad 69 años
Especialidad
Entomología
Institución
Universidad de São Paulo (USP)
Estudios
Título de grado (1977), maestría (1980) y doctorado (1984) en el Instituto de Biociencias de la USP
Producción
115 artículos científicos

Aún en su doctorado, fue contratado por el Museo de Zoología (MZ) de la USP para ocuparse de la colección de hormigas, abejas y avispas. Actualmente, la de hormigas –su especialidad– cuenta con 440.000 ejemplares guardados en cientos de cajones de los armarios que ocupan el centro de su laboratorio, flanqueados por mesas con retratos antiguos, grandes hormigas de madera y de metal, lupas binoculares y microscopios.

Luego de haber estudiado diversas especies de hormigas del Cerrado, la sabana tropical brasileña, del Bosque Atlántico y de la Caatinga, el bioma de matorral xerófilo propio del nordeste de Brasil, Ferreira Brandão se convirtió en administrador de museos, empezando por el MZ, en 2001, y más tarde presidió el comité brasileño del Consejo Internacional de Museos (Icom), una entidad asociada a la Organización de las Naciones Unidas para la Ciencia, la Educación y la Cultura (Unesco). Después asumió la presidencia del Instituto Brasileño de Museos (Ibram), que administra los museos nacionales. A su regreso a São Paulo, se convirtió en director del Museo de Arte Contemporáneo (MAC), también de la USP. Para él, todos los museos, sin importar sus especialidades, son esencialmente muy similares, porque trabajan con la memoria, aunque expresada de maneras diferentes.

Durante la mañana del día que recibió al equipo de Pesquisa FAPESP, Ferreira Brandão, quien está casado con un ingeniero y no tiene hijos, había visitado una exposición sobre los negros en el modernismo en el Museo Afro del Parque Ibirapuera, en São Paulo, donde camina unos 5 kilómetros casi todos los días.

Usted es coautor de un artículo que salió publicado en febrero en la revista Ecology con las 1.500 especies conocidas de hormigas del Bosque Atlántico. Eso es mucho, ¿cierto?
Así es, comparativamente es una diversidad enorme, mayor que la del Cerrado, que mapeamos antes, en donde hallamos alrededor de 700 especies, y la de la Caatinga, un ambiente mucho más hostil para las hormigas, en donde hallamos solamente 173, en nuestro trabajo más reciente. Con el Bosque Atlántico nos ocurrió algo muy instructivo. En 1997, solicité una beca en el marco del programa Biota-FAPESP con el propósito de incrementar el conocimiento sobre este bioma. La respuesta del evaluador fue algo así: “El mero hecho de incrementar el conocimiento no es ciencia, es curiosidad. Plantéese una pregunta científica cuya respuesta sirva para ampliar el conocimiento”. Entonces pensé lo siguiente: el Bosque Atlántico es una franja oblicua en sentido sudeste-nordeste, con un gradiente de latitudes. Es el ambiente ideal para probar algunas hipótesis de la ecología, según las cuales, la riqueza biológica sería mayor cuanto más cerca se esté del ecuador. Mapeamos las áreas de conservación y realizamos recolecciones en 26 lugares espaciados regularmente, desde Santa Catarina hasta Paraíba, empleando siempre las mismas técnicas, en particular, extrayendo las hormigas de muestras de 1 metro cuadrado del mantillo de hojarasca del bosque.

¿La hipótesis inicial funcionó para el Bosque Atlántico? ¿La biodiversidad realmente aumenta cuanto más baja es la latitud?
Para las hormigas del Bosque Atlántico no. La diversidad es alta independientemente de la latitud, debido a la humedad. Una especie diminuta, Strumigenys elongata, de aproximadamente 1 milímetro de longitud, es uno de los insectos más abundantes y comunes del Bosque Atlántico: está presente en el 95 % de los metros cuadrados que tomamos como muestras.

Usted estuvo en Harvard por primera vez cuando era un estudiante universitario de grado. ¿Cómo fue?
Mi padre, José Henrique Brandão, era muy amigo de Vanzolini. Estudiaron juntos medicina y conocieron a dos hermanas, con las que se casaron. Durante muchos años vivimos en casas aledañas. Vanzolini estudiaba los reptiles de las islas costeras de São Paulo cuando hice una pasantía con él aquí en el museo. Un profesor de Harvard, el herpetólogo Ernest Williams [1914-1998], que había sido compañero de Vanzolini, vino a dictar un curso de posgrado en el Instituto de Biociencias de la USP. Habló de una técnica que comenzaba a utilizarse llamada biología molecular y propuso que algún estudiante brasileño fuera a estudiar en su laboratorio la técnica de electroforesis de proteínas en gel de almidón. Me presenté y fui. Pasé dos meses allá, de enero a marzo de 1974, aprendiendo esa técnica con [Thomas] Preston Webster [1947-1975], exalumno de Williams. También aprendí a hacer cariotipos [análisis de cromosomas]. Me llevé lagartos vivos en una cajita de poliestireno expandido y los analicé allá. Cuando regresé, cursé la asignatura de bioquímica de la carrera con Walter Terra, en la USP. Me gustó mucho y decidí hacer una maestría en esta disciplina. Dejé el museo, luego de discutirlo con Vanzolini, y me trasladé a la Escuela Paulista de Medicina [la actual Universidad Federal de São Paulo], para aprender con el matrimonio de Leal y Eline Prado y su equipo. En el laboratorio, cada uno trabajaba en un aspecto del metabolismo de las cininas, el grupo de sustancias que incluyen a la bradicinina o bradiquinina, un antihipertensivo descubierto años antes por el [médico brasileño] Maurício Rocha e Silva [1910-1983]. A mí me fascinaba el trabajo conjunto que hacíamos en el laboratorio, aunque fuera descriptivo, de caracterización del pH, del peso molecular y de la velocidad de reacción de las enzimas. En el museo, el trabajo era solitario, ensuciándome las manos con escamas de lagartos. Como aún me faltaba una materia para completar la licenciatura en zoología, cursé la de animales sociales que impartía Paulo Nogueira Neto [1922-2019], uno de los grandes expertos brasileños en abejas. Como se encontraba en Brasilia creando la Sema [Secretaría de Medio Ambiente], que más tarde se convirtió en el Ministerio de Medio Ambiente, lo sustituyó Vera Imperatriz Fonseca (lea en Pesquisa FAPESP, edición nº 284). Para mí, esa materia fue una divisoria de aguas.

¿Por qué?
Porque ella nos introdujo a los principales libros sobre la conducta animal para leerlos y debatirlos. Éramos 15 alumnos distribuidos en grupos de dos o tres. A mí y a Lia Prado de Carvalho, quien luego se convirtió en investigadora de la memoria del CNRS [Centro Nacional de Investigación Científica], en Francia, nos tocó Sociobiology, de Edward Wilson, que acababa de publicarse. El libro consta de dos partes, la primera es un catálogo de especies de animales sociales y la segunda trata de explicar las reglas que dieron forma a la sociabilidad en los diferentes grupos. La sociobiología tocaba mi sensibilidad, era algo en lo que creía, así que me enamoré de ese libro. Le escribí a Wilson describiéndole el impacto que había tenido su lectura, y no solo para mí: toda la clase había quedado asombrada. Increíblemente, su respuesta llegó en 15 días. Era una larga carta donde decía que le había impresionado sobremanera saber que en Brasil, los estudiantes habían apreciado su libro. Me dijo que debería trabajar con las hormigas y que él podría ayudarme. Me sugirió algo divertido: “El primer paso es que vayas al Museo de Zoología y te pongas en contacto con mi amigo Vanzolini”. Ellos habían sido compañeros en Harvard.

¿Y cómo lo recibió?
Con el ceño fruncido. “Ya tuviste tu oportunidad. ¿A qué viniste?” Le expliqué: “Vine a pedirle consejo”. “Entonces siéntate ahí”. Le mostré mi carta y la de Wilson y enseguida me invitó a reincorporarme al Museo de Zoología. Comencé un proyecto de maestría, financiado por la FAPESP en 1977, aunque ningún evaluador se dio cuenta de que aquello no podía funcionar: tenía que encontrar una reina fundando una nueva colonia, algo para nada sencillo. Tardé un año en hallar un nido del tamaño adecuado de la especie que había elegido estudiar mientras que la maestría debía hacerse en dos años. Los primeros seis meses fueron un desastre, traía hormigas al laboratorio y se escapaban, la estructura que había creado colapsaba, el nido se desorganizaba. Tenía muchas dificultades prácticas para la cría y la observación de las hormigas. Y mi director era Vanzolini, quien no podía ayudarme mucho porque trabajaba con reptiles.

¿Cómo lo resolvió?
Vanzolini me recomendó buscar a tres personas importantes que trabajaban con hormigas: el biólogo Mário Autuori [1906-1982], del Instituto Biológico, por entonces ya en la Fundación Zoológica; Lúcia Prado [de Almeida Ferraz], quien había hecho su doctorado con el etólogo francés Rémy Chauvin [1913-2009] sobre el comportamiento de las hormigas, y Walter Hugo Cunha, profesor de psicología experimental, ambos de la USP. Ellos realmente me orientaron y me ayudaron muchísimo, principalmente Prado en el aspecto técnico, sugiriéndome que simplifique mi investigación: “Cuanto más complicada sea, más cosas pueden salir mal”. El curso de observación de la conducta de Walter Hugo Cunha en el Departamento de Psicología Experimental era maravilloso: cada alumno recibía una placa de Petri cerrada con una mosca dentro y tenía que describir el comportamiento de limpieza del cuerpo que ella exhibía. A su vez, Autuori me sugirió que hiciera un proyecto de campo en lugar de hacerlo en el laboratorio. Como seguía en un punto muerto, Vanzolini me recomendó: “Vuelve a pedirle consejo a Wilson”. Fui nuevamente a Harvard. Entonces Wilson me entregó una colonia de una especie norteamericana del género Formica, que no existe acá, para que la observara. Me reunía con él una vez por semana, de 9 a 9:30 de la mañana. Debía llevarle las observaciones realizadas, las dudas y el plan de trabajo para la semana siguiente.

¿Cómo era Wilson?
Era cordial y amable, pero no muy afectuoso. Jamás conocí a su familia ni me invitó a su casa, como era habitual que tanto yo como otros alumnos fuéramos a la casa de otros profesores. Pero fue la persona más estimulante que haya conocido. En nuestra primera charla me dijo: “Te daré un libro para que lo leas”. Sacó de un estante un libro de cálculos numéricos, que nada tenía que ver con la biología. Pensaba que teníamos que aprender a descomponer los fenómenos en sus partes y modelar lo que podría suceder, que es lo que él hizo toda su vida. Aún hoy conservo ese libro. Cuando estaba allá, sobrevino lo más álgido de la controversia sobre el libro Sociobiology. Fue una disputa muy desagradable. Wilson trabajaba en el sexto piso de un edificio anexo al Museo de Zoología Comparativa llamado MCZ Labs. En el cuarto piso estaba Richard Lewontin [1929-2021] y en el tercero, Stephen Jay Gould [1941-2002]. Cuando salió el libro, ellos publicaron una crítica contundente, diciendo que Wilson era sexista y racista, que las bases biológicas de la conducta eran un tema totalmente superado desde [Émile] Durkheim [sociólogo francés, 1858-1917] y que contenía errores básicos. Wilson siempre se defendió de manera elegante, aunque no siempre lo fueran las críticas. Al mismo tiempo, salió en la tapa de la revista Time. Él fue quien me puso en el camino de las hormigas, me decía: “La colección de fray Kempf no tiene un curador. Si trabajas con hormigas, ayudarás a mucha gente que está preocupada por esa colección y yo puedo ayudarte”.

¿Quién era fray Kempf?
Walter Kempf [1920-1976] y Thomas Borgmeier [1892-1975] eran dos frailes franciscanos alemanes expertos en hormigas. Ellos armaron una colección de hormigas que ocupaba una sala en la UnB [Universidad de Brasilia]. Borgmeier había publicado el primer catálogo de las especies brasileñas, y luego comenzó a estudiar a las moscas que parasitan hormigas. Kempf, quien para entonces se había retirado de la orden franciscana, siguió estudiando las hormigas como profesor voluntario de la UnB. Había adquirido reconocimiento a nivel nacional e internacional. Pero en 1976, al viajar a un congreso de entomología en Washington, falleció repentinamente en la habitación de su hotel. El curador de hormigas del museo, Karol Lenko [1914-1975], quien colaboraba en el montaje de la colección con los dos frailes, también se había muerto en la misma época. La colección había quedado descuidada. Yo no era empleado del museo, pero estudiaba allí, y me di cuenta que si hacía un doctorado en clasificación tendría empleo. Regresé de Harvard, concluí la maestría y en 1977 viajé a Brasilia en una furgoneta con el chofer del museo a buscar las cajas de la colección. Junto con ellas vinieron la biblioteca y las lupas de Kempf, que aún hoy utilizamos. El museo adquirió la colección con un aporte del CNPq [Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico] a nombre de Nelson Papavero, por una suma casi simbólica. La FAPESP costeó el traslado. Fueron dos viajes. Eran dos días para ir y otros dos de regreso. El museo de Harvard hacía la conexión entre la taxonomía y la conducta, para estudiar este atributo desde el punto de vista evolutivo. Tuve la suerte de estar ahí en el momento justo.

¿Por qué?
Porque tuve como docentes a los tres mayores sociobiólogos y biólogos evolutivos que ha habido: Wilson, Bert Hölldobler, quien escribió varios libros en coautoría con él, y Bill Hamilton [1936-2000]. Cada día, a la hora del almuerzo, un investigador visitante ofrecía un seminario. Llevábamos sándwiches y jugos para merendar mientras asistíamos. Eso era el paraíso. También fue ahí cuando conocí a Ernst Mayr [1904-2005], autor de la gran síntesis de la zoología comparad, quien trabajaba allí y era muy reservado. También conocí a Bob Trivers, quien después se fue a la Universidad Rutgers. Ernest Williams, amigo de Vanzolini, me llevaba a las fiestas y a almorzar con él y otros profesores.

En ese paraíso, ¿qué dificultades tuvo que afrontar?
Yo no sabía mucho de biología, como así tampoco de inglés cuando fui a parar a ese ambiente. Pasé seis meses viviendo en el sótano de la casa de Brian Peterson, un gran paleontólogo de mamíferos de Sudamérica. Su esposa, la pianista Bia Peterson, notó que yo no hablaba el inglés como debería y me propuso: “Todos los días, cuando vuelvas a casa me contarás lo que has hecho, dónde estuviste, qué comiste, con quién te encontraste y yo te corregiré, si me lo permites”. Así aprendí a hablar inglés como una dama, nada de jerga ni palabrotas. Después de los cursos en Harvard fui a la Universidad Cornell a visitar a Bill Brown [1922-1997], un gran experto de la época en taxonomía de hormigas. Fue mi director extraoficial en el doctorado, en el que hice una revisión del género Megalomyrmex, de hormigas grandes de hasta 2 centímetros de largo. Ese género incluía unas 30 especies, pero ciertas características de la morfología indicaban que podía dividirse en cuatro grupos, cuyos comportamientos eran disímiles. Fue entonces cuando conseguí aunar conducta y taxonomía. Vengan a ver… [se dirige a un cajón con muchos ejemplares de Megalomyrmex]. Los machos tienen alas, ¿lo ven? Incluso en los ejemplares de colección se pueden observar características de su comportamiento. Esta otra del género Dinoponera tiene un abdomen grande y una historia graciosa. Cuando Borgmeier halló este ejemplar, en 1930, creyó que era la primera reina capturada de todo el género y publicó un artículo sobre ello. Veinte años más tarde, Kempf puso ese ejemplar en una cámara húmeda, una cajita con algodón y agua, abrió su abdomen lateralmente y sacó un parásito enrollado de 1 metro de largo. ¡Era una hormiga con un parásito! Hasta el día de hoy nadie ha encontrado a una reina de la especie Dinoponera, en la que una obrera de la colonia asume la función reproductiva, según lo que sabemos ahora.

¿Es posible comparar las colecciones de acá y de allá?
En Harvard, la mayoría de las cajitas de la colección de hormigas solamente tienen un ejemplar. Es una colección mundial e incluye a muchos tipos [especímenes que se utilizan para describir a una especie]. Nuestra colección se centra en la región neotropical, desde México hasta Argentina, con énfasis en Brasil. Contamos con cajas de diversos tamaños, por lo general, con muchos ejemplares de cada especie, de varios lugares, lo que ofrece una buena muestra de la diversidad y variedad dentro de cada especie. Solo de hormigas tenemos 440.000 ejemplares. Es la mayor colección neotropical del mundo.

¿Qué hizo cuando trajo acá la colección de los frailes?
El museo me contrató para que cuidara esa colección cuando todavía hacía el doctorado. Tuve que organizarlo todo. Reunía las hormigas de la colección de Kempf y las del museo en una misma caja cuando pertenecían a la misma especie. Detecté varios errores y poco a poco los fui corrigiendo. Luego comencé a hacer investigaciones en el Cerrado para completar los estudios de fray Kempf. Trabajé durante 10 años en el Cerrado, que para mí es un lugar maravilloso.

¿Le agradaba el trabajo de campo?
Mucho. Lo que más me gustaba era salir del museo con la combi llena de material de recolección, con cinco alumnos y pasar un mes en el monte recolectando y observando la conducta de las hormigas. Trataba de aplicar una técnica cuantitativa, basada en lo que ya había recolectado, para calcular la cantidad de especies esperado y distribuir el tiempo de recolección. Es la gran incógnita del trabajo de campo: ¿cuánto debo recolectar en cada lugar para obtener una muestra representativa y poder pasar a otro lugar o ambiente? En un punto, marco un rastro y recojo, por ejemplo, 50 muestras, una a cada 10 metros. O bien recogemos un cierto número de muestras del suelo, con hojas caídas y pequeños tronquitos, los pasamos por un tamiz y luego ponemos la mezcla en una bolsita de tul, dentro de otra bolsa de tela, con un vasito con algodón húmedo en el fondo. Las hormigas buscarán la humedad en el algodón y entonces las ponemos en alcohol y las traemos al laboratorio. Recuerdo una vez que estábamos recolectando con mis alumnos, boca abajo en el suelo introduciendo un sedal en los orificios para ver el desarrollo de los túneles y las cámaras. De improviso, por el rabillo del ojo vi algo, era la reina de una especie rarísima con la que me topaba por primera vez: Basiceros scambognathus. La traje al laboratorio, la crié, describí a las obreras que nacieron de la reina, a los machos, los huevos, el nido, todo. Pero en cada nueva expedición descubríamos más deforestación, más estruendo de motosierras. He conocido al Cerrado intacto y he visto cómo lo destruían, todo en 50 años. Hoy en día, más allá de las reservas, la mayor parte es soja.

¿En qué estado se encuentra la colección de hormigas del Museo de Zoología?
Está bien cuidada, aunque con poco personal. Hace ocho años que la universidad no contrata técnicos y ha perdido a otros con los programas de retiro voluntarios. Ahora estoy volviendo al museo, estuve fuera prácticamente desde 2015, pero en este tiempo los estudiantes de maestría y doctorado y los investigadores en pasantías posdoctorales han ayudado a mantener la organización de la colección.

Léo Ramos Chaves / Revista Pesquisa FAPESPCada ejemplar se coloca en el extremo de una tira de papel, sobre su identificación. Si alguna parte de su cuerpo se separa, se puede ver fácilmenteLéo Ramos Chaves / Revista Pesquisa FAPESP

Simultáneamente, desde 2001, también fue gestor de museos.
Fui el jefe del laboratorio del Museo de Zoología, del departamento de entomología y de la división científica hasta 2001, cuando me designaron como director del museo. El MZ siempre fue un organismo de investigación reconocido, pero no era realmente un museo. Las exposiciones anteriores se basaban en conceptos muy vetustos: armarios con anfibios, reptiles o mamíferos, que no estaban acordes con la modernidad de los laboratorios y la investigación que se llevaba a cabo en ellos. Las visitas eran pocas y se mantenían por el cariño que la población del barrio de Ipiranga le tenía al museo. Por medio de un llamado a concurso público contraté a la primera educadora, Márcia Fernandes, y a la primera docente de la División de Cultura y Extensión, Elizabeth Zolksak, quien más tarde fue reemplazada por Maria Isabel Landim. Al finalizar mi mandato, cuatro años después, el museo era un referente en el ámbito de la museología.

¿Usted era un entendido en museología?
No, pero crecí en un ambiente propicio a la confluencia de la ciencia con el arte. Mi padre era médico. Mi tía abuela era bióloga del museo y tenía un tío que poseía una colección de cigarras. Sérgio Buarque de Holanda [historiador, 1902-1982] y Arnaldo Pedroso d’Horta [pintor, 1914-1973] solían venir a mi casa y a la de Vanzolini, que eran vecinas. Cuando conocí a Chico Buarque, el hijo de Sérgio, todavía no era músico, era un chiquillo. Cuando yo era un chico, mi tío suizo naturalista me llevaba a la Bienal de Arte. Siempre me gustaron los museos. Conocí el Masp [Museo de Arte de São Paulo] cuando aún era un niño, en la calle 7 de Abril, en el centro de la ciudad, porque estudiaba en la escuela Caetano de Campos, que en ese entonces estaba en la plaza de la República. Cuando fui director del Museo de Zoología, con el aval del rector, Adolpho Melfi, reformamos y recuperamos la fachada exterior, inauguramos una nueva exposición y pasamos de 200 a 100.000 visitantes por año. En 2005 me invitaron para presidir el capítulo brasileño del Icom y empecé a representar a Brasil en las reuniones anuales, en la sede de la Unesco. En 2007 resulté electo para el consejo ejecutivo del Icom y comencé una campaña para traer a Brasil la conferencia internacional, que se realiza cada tres años. En 2013 celebramos la conferencia en Río de Janeiro, con 3.000 participantes de 110 países y actividades en 57 museos de la ciudad. En 2015, el entonces ministro de Cultura, Juca Ferreira, me invitó a asumir la presidencia del Ibram, una autarquía que luego pasó a depender del Ministerio de Turismo, a cargo de toda la legislación del área y de los 30 museos nacionales. Y me mudé a Brasilia.

¿Qué le pareció esa experiencia?
Fue un aprendizaje extraordinario. Visité los 30 museos nacionales del Ibram, desde el de la isla de Alcântara, en São Luís, estado de Maranhão, hasta el de Missões, en Rio Grande do Sul. Reafirmé mi idea de que todos los museos son iguales en realidad, independientemente de los objetos que estudian, exponen o preservan. Son espacios multidisciplinarios por excelencia, con museólogos, historiadores, biólogos, expertos en arte, historiadores del arte, conservadores y digitalizadores. Un museo trabaja esencialmente con la memoria, que puede expresarse de maneras diferentes. Cuando comenzó el gobierno de Temer [2016-2018], no quise quedarme y regresé a São Paulo. Hoy veo que los museos nacionales se encuentran abandonados. Toda la capacitación humana que el Ibram llevaba a cabo de manera superlativa desapareció. El Iphan [Instituto del Patrimonio Histórico y Artístico Nacional] está siendo desmantelado. Cuando regresé a São Paulo, el MAC no tenía un director y ningún docente estaba interesado en asumir el cargo. En 2016, quien entonces era el rector, Marco Antonio Zago [el actual presidente de la FAPESP], me pidió que me postulara para cubrirlo. Asumí este reto en el convencimiento de que todos los museos son iguales. Lo que importaba era mi experiencia como gestor de varios tipos de museos. Apliqué algunas técnicas de museología, como la elaboración de un plan estratégico en el cual cada sector presenta su propuesta sobre lo que le gustaría hacer en los próximos cinco años.

La labor de formación de personal que el Ibram cumplía en forma brillante hoy ya no existe. El Iphan está siendo desmantelado

¿Surgió alguna oposición a su ingreso?
No. Lo que si había es cierta desconfianza. Lo primero que hice fue estimular el trabajo conjunto con el MAM. Por entonces, el curador era Felipe Chaimovich. Juntos organizamos una exposición para conmemorar el 60º aniversario de la fundación del MAM, de la cual surgió el MAC. En 2020, otro rector, Vahan Agopyan, me planteó otro desafío, Edusp [la editorial de la USP]. Me resistí un poco, pero finalmente acepté. Ahí también elaboré un plan estratégico y un estudio de ocupación del espacio, valiéndome de mi experiencia con los museos. Fui el presidente de la editorial durante un año y medio, hasta marzo de este año.

Y ahora, ¿qué planes tienes?
Voy a quedarme aquí, en el MZ. He cumplido 69 años y pronto voy a jubilarme. Ya no estoy para las expediciones de campo o para gestionar grandes proyectos. Es hora de que entre gente nueva.

¿Ya tiene un sucesor?
Hubo un concurso y se contrató a una investigadora de hormigas excelente, Gabriela Camacho, alumna de doctorado de un exalumno mío, Rodrigo Feitosa, quien actualmente es docente en la UFPR [Universidad Federal de Paraná], en Curitiba. Ella apresuró su regreso de una pasantía posdoctoral en el Museum für Naturkunde, de Berlín, y asumió el 14 de junio. Pero no voy a dejar de ir al museo y participar en investigaciones, puedo seguir como profesor voluntario. Todavía tengo mucho que hacer con mis alumnos y mucho material para trabajar en la colección. El museo es un ambiente maravilloso y para mí sigue siendo muy estimulante.

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