A comienzos de 1964, el joven médico Thomas Maack, auxiliar educativo en el Departamento de Fisiología de la Facultad de Medicina de la Universidad de São Paulo (FMUSP), tenía que cumplir con una tarea cotidiana tan prosaica como necesaria antes de empezar su trabajo en la institución médica ubicada en la avenida Doutor Arnaldo, en la zona oeste de la capital paulista. Tomaba el ómnibus en la esquina de las calles Consolação y Maria Antônia cargando en sus brazos el material de trabajo y un cesto rojo en el cual transportaba a su hija de menos de 1 año de edad, Marisa, y la dejaba en la guardería del Hospital de Clínicas, parada obligatoria antes de dirigirse hacia la facultad. El 8 de junio de aquel año, poco más de dos meses después del golpe militar, el médico de 28 años fue arrestado en su laboratorio, bajo la acusación de realizar actividades subversivas dentro de la universidad. Entre las “pruebas” de su actividad de izquierda figuraba el color del cesto que utilizaba para llevar a su hija. El encarcelamiento de Maack ‒que nació en Alemania, vino a Brasil cuando tenía 1 año de edad y realizó una brillante carrera académica en la escuela médica de la Universidad Cornell, en Nueva York‒ duraría más de seis meses, uno de los más extensos entre los profesores universitarios perseguidos por el régimen militar. Durante cinco meses, junto con estibadores y otros trabajadores, el médico permaneció preso en el buque Raul Soares, una antigua embarcación de pasajeros que fue transformada en cárcel flotante y se hallaba anclada a corta distancia del puerto de Santos.
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Buena parte de ese lapso permaneció incomunicado. Maack manifestó que no sufrió torturas físicas, aunque la presión psicológica empleada por los agentes de la dictadura para que delate a compañeros de la universidad era una práctica frecuente. De hecho, él era un militante de izquierda, pero su actividad política en sindicatos, organizaciones político-partidarias y en la Unión Nacional de los Estudiantes (Une) la ejercía básicamente fuera de la universidad. “Creí que me tendrían algunos días preso y luego me soltarían. Pero como me negué a aportar nombres, me mantuvieron detenido más tiempo”, recuerda Maack, quien fue despedido de la USP, junto con seis colegas de la Facultad de Medicina, mediante un decreto firmado el 10 de octubre de 1964 por el entonces gobernador paulista Adhemar de Barros. En cumplimiento de un hábeas corpus que obtuvo su abogado, el médico fue liberado el 15 de diciembre de 1964, poco después de que lo trasladaran desde el barco a una cárcel común en Santos. Al día siguiente de su liberación, los militares advirtieron el descuido jurídico-administrativo, e intentaron capturarlo nuevamente. Era tarde: Maack, su esposa y su hija ya habían iniciado su itinerario de fuga, que incluía escalas en Curitiba y Paraguay, para terminar en Estados Unidos. En 2010, Cornell le confirió el título de profesor emérito de fisiología y biofísica, luego de más de 40 años dedicados a la institución.
La salida forzada de Maack de la USP constituye uno entre alrededor de 300 casos estimados de docentes de enseñanza superior que fueron jubilados a la fuerza o exonerados de sus funciones en las dos grandes purgas promovidas por la dictadura en las universidades brasileñas. La cuenta de esas purgas aún se encuentra inconclusa debido a la escasez de documentación y trabajos sobre el tema. La historia del entonces médico de la FMUSP no es la más leve ni la más dramática de la persecución contra docentes universitarios. Pero si resulta ilustrativa con respecto al modus operandi de la dictadura, desde sus primeros días, para perseguir a profesores universitarios. En sus 21 años de duración, el régimen autoritario encarceló, torturó y asesinó a intelectuales y miembros de la academia. La desaparición aún sin explicación, en 1974, de Ana Rosa Kucinski, docente del Instituto de Química de la USP, quien contaba con 32 años, y la de su marido, el físico Wilson Silva, figuran entre los episodios más trágicos ‒y aún sin final‒ practicados por el régimen autoritario en sus momentos de mayor violencia. Vale recordar que entre las funciones desempeñadas por el periodista Vladimir Herzog, asesinado en las dependencias del II Cuerpo del Ejército en São Paulo, en 1975, figuraban las clases que impartía en la Escuela de Comunicación y Artes (ECA) de la USP y en la Fundación Armando Álvares Penteado (FAAP).
En extensas entrevistas concedidas en los últimos 14 años a Pesquisa FAPESP, investigadores de renombre relataron pasajes de su vida en los que sufrieron ataques o perdieron su empleo en la universidad a causa de la dictadura. En declaraciones brindadas en el número 59 de la revista, en noviembre del año 2000, el físico José Leite Lopes ‒quien renunció a su cargo de director científico del Centro Brasileño de Investigaciones Físicas (CBPF) en 1964, a causa del golpe de Estado, viajó a Francia, regresó a Brasil tres años más tarde y fue inhabilitado por el AI-5 en 1969‒ realizó un balance de los efectos de la injerencia del régimen militar en su campo de trabajo. “Bien, ellos sacaron a Schenberg, me sacaron a mí y a varios otros, hubo muchas protestas, cartas mandadas por físicos franceses, norteamericanos; Yang le mandó una carta a Costa e Silva (el presidente militar Arthur da Costa e Silva), pero la llamada revolución fue implacable. Después, el ministro Veloso (João Paulo dos Reis Veloso, ministro de Planeamiento) consideró que era todo una estupidez y trajo a gente como Sérgio Porto, Rogério Cerqueira Leite, que retornó de Estados Unidos a la Unicamp, fundada por Zeferino Vaz en 1970. Entonces, aun con dictadura, mucha gente estaba trabajando, el grupo de Campinas, la gente de Recife, que comenzó a desarrollarse. Si hubo algún atraso real fue más en la formación de gente”, dijo, en esa entrevista, Leite Lopes, quien falleció en 2006.
Uno de los más activos investigadores brasileños del área de la bioquímica en las últimas décadas, el médico Isaias Raw era, al igual que Thomas Maack, docente de la FMUSP cuando lo detuvieron en 1964, acusado de realizar actividades subversivas. En una entrevista a Pesquisa FAPESP en julio de 2005 (la edición nº 113), recordó el impacto psicológico de su encarcelamiento, que duró 13 días, sobre su familia. “¿Cómo es que uno le explica a sus hijos pequeños que la policía está equivocada y uno está en lo cierto? Eso no existe. No hay explicación”, dijo Raw en esa ocasión. El investigador continuó su carrera en Brasil hasta 1969, cuando lo cesantearon y entonces partió hacia una extensa temporada en el exterior (trabajó en Israel y Estados Unidos) antes de su regreso definitivo al país en 1980.
En ciertos casos, la represión practicada por la dictadura en las universidades provocó que investigadores prominentes que pasaban una temporada en el exterior postergasen, a veces para siempre, su retorno a Brasil. La pareja de médicos formada por Ruth y Victor Nussenzweig, cuyos trabajos para lograr una vacuna contra el paludismo siguen siendo una referencia hasta los días actuales, se vio obligada a optar por ello en abril de 1964. Ellos ya trabajaban en la Escuela de Medicina de la Universidad de Nueva York (NYU), donde aún se encuentran hoy (él con 86 años y ella con 85), pero algunos días después del golpe estaban de visita en la FMUSP, donde ambos se graduaron y eran docentes, proyectando un posible regreso. “Entonces me di cuenta de que ese coronel era realmente quien mandaba en la facultad. Si mandaba en la facultad, me mandaba también. Noté que yo no tenía ningún poder. Al coronel no le interesaba si yo era o no docente. Entonces me di cuenta de que no podía permanecer en Brasil. Ruth y yo regresamos a Estados Unidos”, relató Victor a la revista, en ocasión de la entrevista concedida en diciembre de 2004 (lea en la edición nº 106), recordando un encuentro con un militar al mando en la FMUSP.
Las dos grandes purgas
En forma esquemática, los analistas del período señalan dos momentos en los que se efectuaron grandes purgas de docentes en las universidades. La primera ocurrió en 1964, durante los meses siguientes al golpe, y la segunda en 1969, después del AI-5 y del decreto 477, que permitía la expulsión de alumnos, no docentes y docentes universitarios en forma sumaria, prácticamente sin derecho a ninguna defensa. La Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias Humanas de la USP fue severamente afectada por esa segunda depuración y nombres tales como Fernando Henrique Cardoso, Bento Prado Jr., José Arthur Giannotti, Florestan Fernandes y Octavio Ianni fueron cesanteados compulsivamente. “Al ser vistas como centros propagadores de izquierdismo en el país, las universidades fueron uno de los primeros objetivos de los militares, junto con los sindicatos y organizaciones de trabajadores rurales”, dice el historiador Rodrigo Patto Sá Motta, de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG), autor de un estudio que demandó seis años sobre el tema que derivó en el libro publicado recientemente intitulado As universidades e o regime militar (Jorge Zahar Editor). Motta estima en más de mil el número de alumnos que fueron expulsados de las universidades entre 1969 y 1979. La exclusión de 250 estudiantes de la Universidad de Brasilia (UnB), en 1969, varias veces invadida por los militares durante la dictadura, constituye el episodio más conocido de esa etapa del régimen.
A partir de 1970, se constituyeron alrededor de 35 Asesorías Especiales de Seguridad e Informaciones (Aesis o ASIs) en las principales universidades del país, con personal encargado de vigilar y abastecer al Servicio Nacional de Informaciones (SNI) informando acerca de lo que ocurría en el ámbito académico. Eran espías del régimen militar, que se hacían pasar por estudiantes, frecuentaban las universidades y, en algunos casos, incluso fueron desenmascarados. En junio de 1976, durante una reunión en el auditorio de Geografía de la USP, los alumnos descubrieron a un desconocido que se disponía a grabar, disimuladamente, el encuentro. Se produjo un tumulto y el desconocido escapó de la universidad y no se lo volvió a ver. Según Motta, la estructura de espionaje militar en las instituciones de educación superior, que comenzó a denunciarse a mediados de los años 1970 en las reuniones de la Sociedad Brasileña para el Progreso de la Ciencia (SBPC), fue desarticulada oficialmente en 1979. Sin embargo, algunas universidades, tales como las federales de Maranhão, Paraíba, Sergipe, Amazonas, Santa Catarina, Espírito Santo, Santa Maria y Fluminense, así como la estadual de Londrina, tardaron años en desmontar el aparato de espionaje, y el historiador detectó evidencias de que algunas ASIs todavía funcionaban durante la primera mitad de la década de 1980.
En el libro, probablemente el más completo sobre ese tema, Motta esboza un panorama de las persecuciones, la vigilancia y la represión en las universidades del país y cuestiona las reformas en la educación superior promovidas por el régimen autoritario, tales como la extinción de la cátedra entre los docente universitarios, el estímulo a los posgrados, el acuerdo del Ministerio de Educación (MEC) con la Usaid (la Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional), las modificaciones que se realizaron en el sistema de exámenes de ingreso y el antiguo proyecto Rondon. Esta última iniciativa condujo a que, entre 1967 y 1989, cientos de miles de universitarios desarrollaran actividades de extensión en el interior de Brasil, especialmente en la Amazonia, y los opositores al régimen militar la criticaron al interpretarla como una forma de cooptación ideológica de la juventud. El historiador realizó investigaciones en 22 bibliotecas y archivos de Brasil y del exterior, tales como los de la propia Usaid y los National Archives and Records Administration II, además de escrutar la literatura sobre el tema y realizar entrevistas con más de 50 profesores universitarios apartados en algún momento de su trabajo por la dictadura. “En ello no hay ningún elogio a la dictadura”, dice Motta. “Ellos simplemente se apropiaron de algunos ítems de la reforma universitaria, una demanda que ya existía antes de 1964, y los implementaron en forma autoritaria”.
El historiador de la UFMG recopiló las cifras que revelan la inversión de los militares en las universidades y en el sistema de posgrados del país. “Ellos precisaban formar cuadros técnicos para ocuparse de su proyecto de desarrollo para Brasil”, afirma Motta. En 1960 había 93 mil alumnos en las universidades del país, poco más de la mitad, en instituciones públicas. En 1964, el año del golpe, ese número era de 142 mil estudiantes. En 1984, en las postrimerías de la dictadura, se llegó a una cifra de 1.400.000 universitarios, de los cuales 570 mil provenían de instituciones públicas y 830 mil de establecimientos particulares. Los gobiernos militares crearon 12 nuevas universidades federales durante los primeros 15 años en el poder, si bien el estímulo al aumento de vacantes en instituciones educativas privadas fue mucho mayor.
Con los posgrados ocurrió algo similar. En 1961 solamente había 6 carreras en esa área. En 10 años, desde 1964 hasta 1974, esa cifra trepó de 23 a 403. En 1984, el último año de la dictadura, el sistema de posgrado brasileño contabilizaba 792 carreras de maestría y 333 de doctorado. Entre 1964 y 1976, el número de becas de posgrado concedidas por las agencias federales (Capes y CNPq) saltó de alrededor de mil a 10 mil, según consigna el trabajo de Motta. Para estimular la investigación científica y tecnológica, los gobiernos militares también crearon la Financiadora de Estudios y Proyectos (Finep), en 1967, Embraer, en 1969, y la Empresa Brasileña de Investigación Agropecuaria (Embrapa), en 1973. “El desarrollo científico y tecnológico fue, por primera vez, prioritario para el gobierno”, dijo, aludiendo a la creación de la Finep, el economista João Paulo dos Reis Velloso, en una entrevista publicada por Pesquisa FAPESP en julio de 2008 (lea en la edición nº 149). Reis Velloso fue ministro de Planeamiento entre 1969 y 1979, en dos de los gobiernos del período de la dictadura militar, los de los generales Médici y Geisel.
“Los militares promovieron la adopción del estilo estadounidense en la educación y la investigación científica en Brasil, que era el modelo que iba ganado espacio incluso en Europa”, dice Luiz Antônio Cunha, profesor titular de la Facultad de Educación de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ), autor de las obras que analizaron los efectos de la dictadura en la educación superior, como por ejemplo A universidade reformanda: o golpe de 1964 e a modernização do ensino superior, un título publicado en 2007 por la editorial de la Unesp. “Pero no sirve de nada pensar que todo lo bueno o lo malo comenzó con la dictadura militar. Desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, Brasil había comenzado a esforzarse por perfeccionar la educación superior y la investigación, y había enclaves de modernidad previos al golpe: primero se fundó, en 1950, el Instituto Tecnológico de Aeronáutica (ITA), en São José dos Campos, luego, la Facultad de Medicina de la USP en Ribeirão Preto, en 1952, y la UnB, en 1962. En esas instituciones, la obligatoriedad de las cátedras fue contorneada por la novedad del régimen de departamentos, la enseñanza estaba estrechamente ligada a la investigación, los docentes se abocaban al trabajo académico en dedicación exclusiva y el posgrado stricto sensu dio sus primeros pasos”.
La percepción al respecto de los impactos más generales y a largo plazo de las medidas implementadas por la dictadura en las universidades y en el sistema de investigación nacional no siempre es nítida entre los docentes que fueron objeto de persecuciones. “A mí me resulta imposible analizar los efectos”, dice Michel Rabinovitch, actualmente con 88 años, docente de la FMUSP en 1964, que tuvo que abandonar el país ante las amenazas de la dictadura. “Acaso el impacto haya sido puntual, algo menor que en el caso de las universidades argentinas”. El parasitólogo Erney Plessmann de Camargo, uno de los siete profesores de la FMUSP cesanteados junto con Thomas Maack, resalta que una de las secuelas del golpe fue de orden psicológico. “Hubo una desmoralización del espíritu universitario, una merma en el orgullo y en las libertades”, sostiene Camargo. “Y crecieron las delaciones y traiciones en ese ámbito”. Por otra parte, también hubo gestos de solidaridad extrema, como la renuncia espontánea, en 1965, de 223 docentes de la Universidad de Brasilia (UnB), casi el 80% de los educadores de esa incipiente universidad, a causa de la persecución y cesantía de 15 profesores. El libro A universidade interrompida: Brasilia 1964-1965, del físico Roberto Salmeron, otro de los perseguidos por la dictadura que realizó una carrera rutilante en el Centro Europeo de Investigaciones Nucleares (Cern) y en la Escuela Politécnica de París, narra la saga de la UnB en aquellos tiempos de represión (lea también la entrevista que le concedió a Pesquisa FAPESP, en su edición nº 100, de junio de 2004, donde comenta su trayectoria profesional y su alejamiento de la UnB).
Fuera del eje Río-São Paulo-Brasilia
Existen pocos trabajos centrados en lo que ocurrió en las universidades fuera del eje Río-SP-Brasilia. Uno de esos raros estudios es la tesina de maestría del historiador Jaime Valim Mansan, que defendió en la Pontificia Universidad Católica de Rio Grande do Sul (PUC-RS) en 2009 el trabajo intitulado Las purgas en la UFRGS: despidos sumarios de profesores en el marco de la dictadura cívico-militar (1964 y 1969). En ese estudio, Mansan computa 41 profesores y 5 estudiantes que fueron apartados de la universidad a causa la persecución ideológica. “En algunos casos, fueron jubilados a la fuerza. En otros, fueron cesanteados o renunciaron por cuenta propia”, dice Mansan, quien continúa estudiando el tema de la dictadura y las universidades en su doctorado.
A partir de 2012, mediante la creación de la Comisión Nacional de la Verdad, varias universidades del país, entre las que podemos nombrar a la UFRJ, la UnB, la Unicamp, la Unesp y la Universidad Federal de Bahía (UFBA), instituyeron comisiones de la verdad para determinar qué ocurrió en sus campi y con sus docentes, no docentes y alumnos durante los años de la dictadura. La USP, la mayor universidad del país, formó su comisión el año pasado. Se estima que 47 personas ligadas a la universidad (docentes, no docentes, alumnos y ex alumnos) fueron asesinados o desaparecieron durante el período dictatorial, lo cual equivaldría a más del 10% de toda la gente asesinada a causa de las persecuciones practicadas por el régimen de facto. “Nuestra prioridad inicial radica en la comprensión del aparato institucional que la dictadura instaló en la universidad para poder vigilarla”, informa la historiadora Janice Theodoro da Silva, profesora jubilada de la USP quien se encuentra al frente de los trabajos de la comisión. “Se cree que hubo 10 personas en ese sector, pero dicen que los registros de los informantes fueron quemados”. En principio, la fecha prevista para que la comisión, que aún no cuenta con investigadores dedicados a esos trabajos, cese en sus funciones es mayo de este año. Pero se solicitará una extensión de su funcionamiento. Iniciativas como ésta, como así también la apertura de nuevos archivos sobre el período, constituyen un estímulo para que una cantidad mayor de estudiosos se interese por investigar las relaciones entre la dictadura y las universidades.
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