La participación de pacientes con enfermedades graves o para las que no existen tratamientos específicos en investigaciones médicas estuvo acotada, durante mucho tiempo, a su presencia en ensayos clínicos o al suministro de muestras de material biológico, como sangre y tejidos, para su análisis. Pero esto ha cambiado en los últimos años. Muchas iniciativas en todo el mundo apuestan a promover colaboraciones más abiertas e inclusivas, en las que los pacientes son reconocidos como profundos conocedores de sus propias condiciones y trabajan junto a médicos e investigadores en la búsqueda de terapias eficaces.
“Los pacientes también son poseedores de conocimientos válidos, adquiridos a partir de sus experiencias personales con la enfermedad, que los habilitan a identificar las preguntas por formularse y las cuestiones que deben investigarse, como así también a ayudar a proyectar soluciones eficaces para sus problemas de salud”, subraya la epidemióloga Isabela Bensenor, de la Facultad de Medicina de la Universidad de São Paulo (FM-USP), quien coordina una investigación en colaboración con personas con fibrilación auricular, un tipo de arritmia en la que las fibras musculares cardíacas se contraen en forma desordenada, impidiendo que el corazón bombee la sangre correctamente.
En dicho estudio se investigan las necesidades y experiencias de las personas con esta enfermedad que llegan a los centros de atención primaria del barrio de Butantã, en el municipio de São Paulo, con el propósito de mejorar su diagnóstico y su tratamiento mediante la adaptación de métodos conocidos o nuevos. “Promovemos reuniones con los pacientes para abordar cuestiones de investigación a partir de sus experiencias y estrategias para la detección de los síntomas de fibrilación auricular y la reducción del riesgo de coágulos y accidentes vasculares”, relata Bensenor. “Muchos han hecho hincapié en la importancia de enseñarle a la población a reconocer la enfermedad controlando su pulso y que los equipos sanitarios hagan lo mismo para que el problema pueda detectarse en forma precoz.”
Este esfuerzo se relaciona con un modelo conocido como ciencia ciudadana, que apunta a implicar a individuos sin experiencia científica en la producción de conocimiento (lea en Pesquisa FAPESP, edición nº 323). En el caso concreto de la investigación médica, es el resultado de un largo proceso de maduración. Un hito se remonta a la década de 1980, cuando ciudadanos estadounidenses con VIH/sida se dedicaron a investigar sobre la propia enfermedad, incluso experimentando por su cuenta y riesgo fármacos aún no aprobados. Como en aquella época la enfermedad se propagaba sin control y evolucionaba rápidamente hacia la muerte, las víctimas asumieron protagonismo en la búsqueda de algún tipo de tratamiento y exigieron que la urgencia de sus demandas fuese incorporada a las estrategias y a la agenda formuladas por los científicos.
Años antes, activistas con otros tipos de problemas de salud ya habían exigido el derecho a participar en la regulación de ensayos clínicos y a determinar el grado de riesgos que estaban dispuestos a asumir al participar en pruebas con fármacos experimentales. Esto hizo que pasaran a formar parte de comités de ética en la investigación científica de hospitales y universidades, como así también de comités de asesoramiento gubernamental, colaborando en la toma de decisiones acerca de la incorporación de fármacos, equipamientos y protocolos en los sistemas sanitarios.
Las universidades y agencias científicas de fomento han estimulado una participación más efectiva de los portadores de enfermedades en los ensayos clínicos, entre ellos el Centro de Investigación Clínica y Traslacional de la Universidad Harvard, en Estados Unidos, que cuenta con un programa de apoyo con capacitación, líneas de financiación para proyectos de colaboración y asesoramiento de expertos que ayudan a poner en contacto a los científicos con grupos de pacientes. En 2019, el Instituto Nacional de Investigaciones en Salud (NIHR), del Reino Unido, puso en marcha un servicio similar para las empresas farmacéuticas, de biotecnología y tecnología médica. Por su parte, el Cambridge Patient Led Research Hub, creado en 2015, trabaja en favor de un acercamiento entre científicos y víctimas de enfermedades raras.
La participación en la producción de conocimientos clínicos puede ir más allá de la propia investigación. Desde hace un tiempo, revistas como The BMJ invitan a pacientes, sus familiares y cuidadores a participar en el análisis de papers sobre los problemas de salud que enfrentan, como una manera complementaria de examinar lo actuado por los expertos (lea en Pesquisa FAPESP, edición nº 270). En 2016, el Patient-Centered Outcomes Research Institute, una organización pública estadounidense que financia estudios centrados en las necesidades de los pacientes, lanzó una iniciativa similar, que apunta a implicarlos en el análisis de los informes finales de los estudios que patrocina: hasta la fecha, al menos 175 pacientes han contribuido a la evaluación de más de 280 informes de investigación. En un comentario sobre un informe acerca de la prescripción de opioides para el tratamiento del dolor, uno de ellos destacó que el mismo no mencionaba terapias alternativas que pudieran sustituir el uso de esa sustancia, en lugar de limitarse solamente a ayudar en el control del dolor. Los autores del estudio reelaboraron el documento, presentando una versión más equilibrada, describiendo los pros y los contras del tratamiento a largo plazo con opioides y las posibles alternativas a su uso.
Las colaboraciones entre pacientes y médicos pueden inspirar nuevos enfoques o incluso mejorar la calidad de los estudios, dice Bensenor, de la FM-USP
El interés de las instituciones por este modelo de colaboración se basa en la comprensión de que las personas enfermas, sobre todo aquellas que padecen enfermedades congénitas o crónicas, pueden entender la realidad de sus condiciones tanto o más que los médicos e investigadores, y esta experiencia puede ayudar a generar resultados más rápidos y eficaces. “Estos aportes también pueden inspirar nuevos enfoques o incluso mejorar la calidad de los estudios, de modo tal de permitirles a los científicos perfeccionar sus protocolos e identificar cuestiones y problemas que deben resolverse antes del comienzo de las investigaciones”, dice la fisioterapeuta Egmar Longo, del Departamento de Fisioterapia de la Universidad Federal de Paraíba (UFPB), quien trabaja con investigadores de la Universidad de Utrecht (Países Bajos) en la creación de herramientas que estimulen y hagan posible la colaboración entre pacientes y científicos.
Ya ha habido casos de estudios que tuvieron como punto de partida investigaciones realizadas por los propios pacientes y posteriormente fueron incorporadas por los científicos. En Estados Unidos, en 2002, un movimiento encabezado por pacientes llamado Clusterbusters, utilizó internet para reclutar a individuos que padecen ataques de cefalea en racimos o en brotes, una enfermedad neurológica rara y grave sobre la cual había pocos estudios, caracterizada por episodios de dolor intenso de un lado de la cabeza, que suelen ir acompañados de enrojecimiento e inflamación ocular con lagrimeo. La idea era que ellos hicieran autoexperimentación y desarrollaran protocolos para el uso de psilocibina, el principio activo de los hongos alucinógenos, como método de tratamiento.
Las actividades del grupo captaron el interés de la neuróloga Emmanuelle Schindler, de la Universidad Yale, quien pasó a colaborar con el movimiento en un protocolo de tratamiento basado en pequeñas dosis de psilocibina, actualmente en fase de ensayos clínicos. El esfuerzo también allanó el camino para que la FDA, el organismo de control de los medicamentos y alimentos en Estados Unidos, aprobara en 2019 el uso del anticuerpo monoclonal Emgality para prevenir las crisis desencadenadas por la enfermedad. Este medicamento había sido diseñado originalmente por la farmacéutica Eli Lilly para el tratamiento de las migrañas, pero propuso una dosis más alta para los dolores causados por la cefalea en racimos luego de entrevistar a miembros de Clusterbusters, algunos de los cuales participaron en su ensayo clínico.
Otro ejemplo más reciente tuvo lugar durante la pandemia. El 13 de abril de 2020, la periodista Fiona Lowenstein publicó un artículo en el periódico The New York Times en donde relata su experiencia personal con los síntomas prolongados del covid-19. El texto atrajo a miles de personas al grupo de apoyo que ella había creado en el programa de mensajería instantánea Slack para orientar a los pacientes con el mismo problema, entre ellos la brasileña Letícia Soares, quien entonces realizaba una pasantía posdoctoral en paludismo aviar en la Universidad de Western [Universidad de Ontario Occidental], en Canadá.
Ella había tenido covid-19 recientemente. No tuvo que ser hospitalizada, pero quedó muy débil, con fatiga y dolores musculares y articulares. Una vez superada la fase aguda de la enfermedad, estas manifestaciones persistían y surgieron otras nuevas, tales como pérdida de la memoria y dificultades para concentrarse. “En nuestro grupo de apoyo nos percatamos que muchas otras personas que habían superado la fase aguda continuaban con los síntomas o desarrollaban otros nuevos que persistían”, relata. “Algunos pacientes del grupo creado por Lowenstein decidieron registrar estos casos, pues estaba claro que los efectos perniciosos del virus en el organismo humano podían ser mayores y más duraderos de lo que se pensaba”. La iniciativa dio origen al Patient-Led Research Collaborative.
La primera investigación del grupo incluyó a 3.700 individuos de 56 países e identificó síntomas inicialmente dejados de lado por la comunidad médica, pero que ahora se han reconocido como característicos del síndrome poscovid-19, el llamado covid largo. “El informe, publicado como artículo en julio de 2021, fue uno de los primeros en abordar este tema, en un momento en el que apenas si se hablaba de esta condición”, dice Soares. Varias personas hallaron una justificación al ver su experiencia reflejada en un estudio con otros pacientes”. Algunos utilizaron el artículo para mostrarles a los médicos que sus síntomas eran algo frecuente. Desde entonces, la iniciativa ha publicado varios artículos científicos más en revistas especializadas y ha recaudado casi 5 millones de dólares para financiar nuevos proyectos, todos diseñados conforme a las prioridades de sus miembros.
Al cabo, la iniciativa se ha transformado en una red mundial, en la que los científicos y los pacientes con síndrome poscovid-19 pueden contactarse para realizar nuevos estudios. Uno de ellos, realizado en Brasil por científicos de la Fundación Oswaldo Cruz (Fiocruz), en Río de Janeiro, de la Escuela de Salud Pública de la Universidad Harvard, en Estados Unidos, y de la Escuela de Economía y Ciencia Política de Londres (LSE), en el Reino Unido, procura entender las experiencias y necesidades sanitarias de los pacientes con covid largo. “Los miembros de nuestro equipo han participado desde el principio del proyecto, contribuyendo a la definición de sus objetivos y protocolos de colecta de datos”, dijo Emma-Louise Aveling, investigadora de Harvard y una de las coordinadoras de la investigación a Pesquisa FAPESP.
Jônatas Moreira
Casos como estos indican que las comunidades de pacientes organizadas en torno a los datos obtenidos con base en la autoexperimentación o de su experiencia con la enfermedad pueden dar lugar a indagaciones innovadoras. En 2011, un estudio observacional emprendido por personas con esclerosis lateral amiotrófica que utilizaban PatientsLikeMe, una plataforma en la que los usuarios comparten datos sobre sus enfermedades, síntomas y posibles estrategias de tratamiento, ayudó a refutar un artículo de 2008 que aseguraba que el carbonato de litio podía retardar el avance de la enfermedad.
Sin embargo, el progreso de esta modalidad de investigación tropieza con algunos límites éticos. Muchos críticos sostienen que no se ajusta al estándar riguroso de la investigación clínica, destinado a garantizar la seguridad de los voluntarios y a acotar las interferencias en los resultados: los ensayos clínicos doble ciego, aleatorios y controlados con placebo. Como consecuencia de ello, además de no aportar evidencias científicas sólidas, podrían exponer a los participantes a riesgos inesperados.
A menudo son los familiares de los pacientes quienes indagan en la bibliografía científica y adquieren un conocimiento más avanzado de la enfermedad. Uno de los casos más conocidos en Brasil es el de la abogada Margarete Santos de Brito y su marido, el diseñador Marcos Lins Langenbach. Cuando aún era una niña, la hija del matrimonio, Sofia, fue diagnosticada con síndrome de Rett, una enfermedad neurológica rara que causa convulsiones frecuentes. En 2013, tras varios intentos fallidos de tratamiento y cirugías, la pareja se enteró del caso de un niño en Estados Unidos, con la misma enfermedad, que seguía un tratamiento con extracto de cannabis.
Decidieron probar con esa misma terapia e importaron el producto de manera ilegal. Dio resultado. La frecuencia de las convulsiones de Sofía se redujo un 60 %. La familia le informó al neurólogo que atendía a la niña sobre este nuevo recurso y también él pudo comprobar la mejora de su calidad de vida, aparte de no detectarse efectos colaterales. Ellos comenzaron a cultivar la planta en su casa y aprendieron a extraer el aceite de cannabis por su cuenta. Se organizaron con otras familias para tratar de conseguir el producto en forma lícita. El esfuerzo dio origen a la organización Apoyo a la Investigación y a los Pacientes de Cannabis Medicinal (Apepi), que ayuda a los pacientes brasileños con enfermedades raras y neurológicas a tener acceso al aceite de cannabis.
La organización atiende actualmente a más de 5.000 personas. Apepi financia investigaciones y colabora con científicos de más de 10 instituciones, entre ellas la Fiocruz, el Instituto de Investigaciones del Jardín Botánico de Río de Janeiro y la Universidad de Campinas (Unicamp), en São Paulo, en trabajos vinculados al uso medicinal del cannabis. “Uno de los que realizamos con la Unicamp indicó que los cannabinoides pueden ser eficaces para el tratamiento de enfermedades neurológicas. Otros mostraron buenos resultados con el uso de cannabinoides contra las náuseas causadas por la quimioterapia, la fibromialgia y los trastornos del sueño, además de incitar el apetito y reducir la pérdida de peso en los pacientes con VIH”, destaca el farmacéutico João Gabriel da Silva, a cargo del área de investigación de Apepi.
Pese a los beneficios, este modelo de colaboración se enfrenta a algunas dificultades para poder consolidarse. No siempre es fácil y factible incluir a los pacientes en las investigaciones, principalmente porque algunos temas exigen un conocimiento y formación específicos. “Muchos simplemente se rehúsan a participar”, comenta Egmar Longo, de la UFPB.
Al mismo tiempo, la participación de pacientes en ensayos clínicos enfrenta ciertos reparos de parte de la comunidad científica y académica. El argumento es que ellos no cuentan con la formación científica ni la capacitación como investigadores para emprender estudios complejos. Uno de los factores que comprometen la utilidad de los comentarios de los pacientes que evalúan el contenido de los papers, por ejemplo, es la calidad de la propia revisión. Son pocos los voluntarios capaces de entender y comentar los aspectos científicos y técnicos de los manuscritos o las propuestas de investigación. Para Aveling, de la Universidad Harvard, estas objeciones reflejan cuestiones más profundas, “asociadas a un escepticismo acerca del valor de la experiencia de los pacientes y a la idea de que el conocimiento médico está por encima de ella”.
Empero, reconoce que la dinámica puede no ser sencilla. La idea de congregar a personas con diferentes experiencias, perspectivas, formas de pensar y prioridades en determinados contextos de investigación puede implicar todo un reto colaborativo”, advierte. “Sin embargo”, añade, “no se pretende con ello sustituir el conocimiento médico o científico, sino generar una cultura de colaboración que también acepte los puntos de vista y las observaciones de aficionados”. Para que esto funcione, según Aveling, es necesario que tanto los médicos como los científicos estén abiertos al diálogo y dispuestos a compartir información y renegociar el reparto de poder en la toma de decisiones en las investigaciones.
Artículos científicos
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