En 1835, varios informes sobre el estado de las provincias del Imperio de Brasil proporcionaban análisis poco alentadores de la educación en el país. En Alagoas, el documento lamentaba “los escasos recursos” invertidos y los “míseros sueldos” de los profesores. En Santa Catarina, quedó registrado que las 15 escuelas de la provincia “no ofrecen todo el rendimiento que cabría esperar”. En Mato Grosso, también se criticaban los métodos de enseñanza.
La realidad educativa en el Brasil independiente contrasta con los discursos modernizadores de sus artífices. José da Silva Lisboa, el vizconde de Cairu (1753-1835), quien fue inspector de los establecimientos literarios y científicos del reino, dijo que, en materia de educación, el despilfarro no es gasto, sino ahorro (lea en Pesquisa FAPESP, edición nº 313). En 1821, José Bonifácio de Andrada e Silva (1763-1838) declaró que la creación de una universidad en Brasil era “absolutamente necesaria” (lea en Pesquisa FAPESP, edición nº 319). Su hermano, Martim Francisco Ribeiro de Andrada (1775-1844) propuso un sistema educativo para el país, adaptando el proyecto del marqués de Condorcet (1743-1794) para la Francia revolucionaria.
Así y todo, dice la historiadora Carlota Boto, de la Universidad de São Paulo (USP), “los fondos destinados a la educación fueron magros y poco coherentes con el discurso exuberante acerca de la necesidad de una educación pública en el Imperio”. Citando al sociólogo Celso Beisiegel (1935-2017), Boto sostiene que “Brasil se caracteriza por declamar un discurso pedagógico audaz, empero, sus prácticas educativas son timoratas”.
En el libro intitulado O ponto a que chegamos: Duzentos anos de atraso educacional e seu impacto nas politicas do presente [El punto al que hemos llegado. Doscientos años de atraso educativo y su impacto en las políticas actuales] (editorial FGV), publicado recientemente, el periodista Antônio Gois, uno de los fundadores de la Asociación de Periodistas de la Educación (Jeduca), abre el capítulo alusivo al Imperio con un epígrafe de Pedro I (1798-1834), quien en un manifiesto publicado en agosto de 1822, prometió “un código de instrucción pública nacional, que hará germinar y que prendan vigorosamente los talentos”, con “una educación liberal, que comunique a sus miembros la instrucción necesaria para promover la felicidad del gran Todo brasileño”.
La promesa era una expresión del liberalismo que influyó en los procesos de independencia de toda América, según Gois. “Países como Prusia y Estados Unidos estaban comenzando a organizar sus sistemas de educación pública, gratuita y universal, algo revolucionario para aquella época. Hoy en día, la idea es casi banal, pero en aquel tiempo la gente se preguntaba por qué la elite debía ceder una parte de sus ingresos vía impuestos para que un campesino pudiera estudiar”, comenta.
Según Boto, el Iluminismo que Brasil heredó de Portugal se diferencia del que imperaba en países como Francia y Estados Unidos. En la propuesta de Martim Francisco Ribeiro de Andrada, adaptada del Condorcet, “mucho de lo que estaba presente en el proyecto francés desaparece, como la referencia a la ciudadanía y la igualdad”, dice. “Condorcet pensó en un proyecto para la formación de los ciudadanos de una república. En el Brasil del Primer Imperio, la cuestión era formar súbditos para la realeza”.
Esa formación constituye un objetivo central de la educación en Brasil desde el llamado período joanino (1808-1821) [por el reinado del rey João], dice el profesor José Gondra, de la Universidad del Estado de Río de Janeiro (Uerj). “Fue necesaria la creación de toda una estructura para la nueva sede del reino. De ahí surge la necesidad de organizar el país y brindarle instrucción a la gente, en una sociedad cuya cultura era oral y su índice de analfabetismo escandaloso, probablemente superior a un 90 %”, resume.
Según Gondra, durante los primeros años de la Independencia, el país estaba conflagrado, plagado de rebeliones, con 4,5 millones de habitantes desperdigados en su territorio, incluyendo a los pueblos originarios, a los esclavizados y a muchos inmigrantes. “Hablaban lenguas diferentes, vivían de maneras diferentes. La escuela fue un recurso importante para nacionalizar e inculcar una cultura brasileña a esas personas”, sostiene el investigador.
Las ideas tomadas del Iluminismo y el anhelo de unificar a la población fueron la base de lo que se pensó sobre la educación en el Imperio. “En la Independencia, los esfuerzos para la creación de un sistema de enseñanza compatible con los proyectos de nación y Estado emergentes y vinculados con las perspectivas de progreso y civilidad adquirieron carácter institucional”, dice la pedagoga Aline de Morais Limeira, de la Universidad Federal de Paraíba (UFPB). La historia del sistema educativo en el período imperial es la historia de esa institucionalización.
El artículo 179 de la Constitución de 1824 dedica dos incisos a la educación. El inciso XXXII incluye entre los derechos civiles “la instrucción primaria y gratuita para todos los ciudadanos” y el XXXIII se refiere a “colegios y universidades, donde se enseñarán los elementos que componen la ciencia, las bellas letras y las artes”. La Ley de las Escuelas de Primeras Letras, de 1827, ordenaba la “creación de escuelas de primeras letras en todas las ciudades, villas y parajes más poblados”, estipulando sueldos de 200 a 500 mil-réis [en la época, el plural de real, la moneda corriente, era réis] para profesores y maestros.
Zé Vicente
Los discursos y las leyes pocas veces se tradujeron en inversiones. En 1830, el primer año del cual se tiene información sobre el presupuesto imperial, sumando los gastos en educación de las provincias se llega a un 9 % de un total superior a 321 contos de réis [1 conto de réis = 1 millón de réis], según un estudio publicado en 2017 por Dalvit Greiner de Paula y Vera Lúcia Nogueira, de la Universidad del Estado de Minas Gerais (UEMG). A título comparativo, la Constitución de 1988 estipula en su artículo 212 que la educación debería recibir como mínimo un 18 % de lo que la Federación recauda y un 25 % de la recaudación de los estados y municipios. Los sueldos de los docentes, en muchas provincias, quedaban por debajo del piso legal: 150.000 réis anuales. En comparación, los ingresos mínimos necesarios para poder votar eran de 100.000 réis. Para estar habilitado a postularse a cargos electivos locales, 200.000 réis.
Una de las consecuencias de la falta de recursos fue la proliferación de instituciones privadas, que recibían aportes del gobierno, dice Gondra. “Se recurría a este subsidio porque el estado argumentaba que no se hallaba en condiciones de sostener una red de escuelas para todos. Así, justificaba la transferencia de fondos hacia la iniciativa privada y las escuelas confesionales”, dice el profesor de la Uerj.
En 1834, el Acta Adicional a la Constitución descentralizó parcialmente la administración imperial. Las provincias quedaron a cargo de las escuelas, excepto las de educación superior y las de la capital del país. No obstante, la fuente principal de recursos de la época, el impuesto de aduanas, estaba fuera del alcance de los gobiernos provinciales. “La aplicación de los recursos fue inferior a la necesaria. Algunas provincias tenían una única escuela pública de nivel secundario. En la mayoría de ellas no se permitía la presencia de niñas. Hoy se entiende que, en general, la descentralización de la gestión de la instrucción pública pudo haber limitado el desarrollo de la educación, debido a la variabilidad de los presupuestos provinciales y a cuestiones políticas locales”, resume Limeira.
Para Gondra, el escenario de la educación en el Imperio no puede entenderse si no se tiene en cuenta que fue algo heredado del período colonial. En la Colonia, la educación se circunscribía, sobre todo, a las escuelas fundadas por órdenes religiosas, principalmente la orden de los jesuitas, la Compañía de Jesús. En 1759 se produjo un cambio importante, cuando el gobierno portugués estableció la Ley de Exterminio, Proscripción y Expulsión de sus Reinos y Dominios de Ultramar de los Regulares de la Compañía de Jesús e instauró las “clases regias” −es decir, la enseñanza pública−, en las cuales el Estado definía el programa de estudios, contrataba a los docentes y emitía el diploma.
La reforma apuntaba a modernizar el Imperio y formar cuadros administrativos. El nuevo sistema se financiaba a través de un impuesto único denominado “subsidio literario”, creado en 1772, que se cobraba sobre las ventas de aguardiente, vino y vinagre en todo el reino, las islas Azores y el archipiélago de Madeira. En las colonias de América y África el impuesto se aplicaba a la carne troceada en las carnicerías. Durante el período joanino, los ingresos del subsidio literario llegaron a sumar 12 contos de réis por año, un monto exiguo para atender a toda la Colonia, según el filósofo Carlos Roberto Jamil Cury, de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG), en el artículo intitulado “La financiación de la educación brasileña. Del subsidio literario al Fundeb”.
Según Limeira, aunque los datos sobre el período colonial son escasos, los documentos referentes a la década de 1770 del Archivo Histórico de Ultramar, en Portugal, apuntan la apertura de más de 350 vacantes para profesores reales (a cargo de asignaturas tales como latín, griego, retórica y filosofía) y más de 470 para maestros (encargados de enseñar a leer, escribir y contar) en la Colonia. De ellos, existe constancia del arribo a Brasil de 17 maestros entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, según Gondra. Cuando la comitiva de João VI (1767-1826) desembarcó en Río de Janeiro, había 20 maestros reales en la ciudad.
El sistema de “aulas regias” se mantuvo durante el Primer Reinado. Los profesores reconocidos por el Estado daban clases en forma independiente y los alumnos asistían a cada curso por separado. Poco a poco, las cátedras se agruparon en colegios, tales como el Ateneo Norte-Riograndense (1834), los liceos de Paraíba y de Bahía (1836) y el Colegio Pedro II (1837), en Río de Janeiro. La primera institución formadora de profesores (escuela normal) de América Latina fue fundada en Niterói (Río de Janeiro) en 1835.
La reforma de 1759 supuso la expulsión de los jesuitas, pero no la de otras órdenes de la Iglesia Católica. Así y todo, hay registros de clases impartidas por jesuitas, enseñando de manera particular, señala Gondra. En el Imperio, la Iglesia cumplió un rol fundamental en la educación, y no solo a través de las escuelas confesionales. “El catolicismo era la religión oficial, un brazo del Estado. Su presencia en la educación fue importante y se dio de diferentes maneras a lo largo del siglo XIX, como con la inserción de la doctrina cristiana en los currículos o en el ejercicio de sus representantes en las funciones educativas, tales como la docencia, la inspección de la enseñanza, la selección docente, la administración pública, etc.”, subraya Limeira.
Un dato muy citado que confirma el fracaso de la enseñanza en el Brasil imperial surge del primer censo realizado en el país, en 1872. En el mismo, pudo constatarse que algo más del 80 % de la población libre correspondía a analfabetos, lo que equivalía a 6,8 millones de un total de 8,4 millones de habitantes. Limeira advierte que, si esta cifra se lee de manera aislada, se llega a una interpretación anacrónica de lo que verdaderamente sucedió, ya que se diferenciaba entre esclavizados y libres, así como entre analfabetismo y escolarización. La tasa relativa a los niños tenía en cuenta su asistencia a la escuela de los 6 a los 15 años y no su alfabetización, aunque hubo provincias, incluyendo a la capital, donde la obligatoriedad de la escolarización comenzaba a los 7 años.
Gondra hace hincapié en que la producción relativa a la historia de la educación en el bicentenario de la Independencia ha puesto de manifiesto la actualidad de los temas que se discutieron hace 200 años. El subsidio a la educación privada reaparece en el sistema de vales propuesto por algunos economistas. El vínculo entre la religión y la educación sigue siendo presente en el debate. La enseñanza doméstica particular, habitual entre las familias adineradas del siglo XIX, ha vuelto a ser propuesta. “Los temas que animaron a los proyectos educativos del pasado han cambiado, pero también existen continuidades y algunas disposiciones vuelven a aparecer bajo nuevos formatos, como si fueran novedades”, concluye.
Los albores de la educación superior y de la formación profesional en las antiguas colonias
A lo largo de todo el período colonial, en la América portuguesa no hubo universidades. Por el contrario, en los territorios pertenecientes a España, las primeras fueron inauguradas en la década de 1550, en México y en Perú. Según la historiadora Maria Ligia Prado, de la USP, la ausencia de universidades en la América portuguesa expresa las condiciones de la propia Metrópoli. En el siglo XVII, España, un poderoso imperio europeo, poseía más de 20 universidades. Portugal era una nación pequeña, empobrecida, y solamente contaba con la Universidad de Coímbra. Los españoles tenían a disposición un amplio plantel de docentes, algunos de ellos dispuestos a trasladarse al Nuevo Mundo. “Las colonias eran diferentes porque sus metrópolis también lo eran”, sintetiza.
Tras la Independencia, la educación superior fue avanzando lentamente, pese a las declaraciones que apoyaban su expansión. Con el arribo de la Corte portuguesa a Brasil, en 1808, se instauró un sistema de clases sueltas similar al de la educación básica. Poco a poco, algunas carreras como las de la Escuela de Anatomía, Cirugía y Medicina de Río de Janeiro y de Salvador [Bahía] fueron congregándose en las facultades de medicina de Río de Janeiro y de Bahía (1832). Y se fundaron las facultades de derecho en São Paulo y Olinda [Pernanbuco] (1827). Las facultades de ingeniería, como la Politécnica de Río de Janeiro (1874) y la Escuela de Minas de Ouro Preto [Minas Gerais] (1876), tuvieron que esperar todavía un poco más. Recién se fundaría una universidad en 1920, cuando se creó la Universidad de Río de Janeiro, posteriormente designada Universidad de Brasil, que luego se transformó en la actual Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ).
Durante el período colonial, los hijos de las familias ricas obtenían sus diplomas superiores, por lo general, en la Universidad de Coímbra. En cambio, en Hispanoamérica, los procesos independentistas contaron con una marcada presencia de profesionales formados en universidades locales. Sobresalieron la Universidad de San Carlos, en Guatemala, y la Universidad de Chuquisaca, en Bolivia.
“Las universidades de la América española eran conservadoras, vinculadas a la formación de cuadros para la administración colonial. Aun así, cundió en ellas el momento de efervescencia de finales del siglo XVIII. Mariano Moreno (1778-1811), líder de la Independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, fue alumno de Chuquisaca”, destaca la historiadora Maria Ligia Prado, de la USP.
Con todo, el caso de la educación superior presenta una particularidad. Prado señala que en Hispanoamérica, el proyecto de los nuevos liderazgos no apuntaba a fortalecer las universidades existentes, sino a cerrarlas. “Para los liberales de América, las universidades eran una rémora del pasado colonial”, explica Prado, quien trata el tema en su ensayo “Universidad, Estado e Iglesia en América Latina”, publicado en el libro América Latina no século XIX. Tramas, telas e textos (Edusp, 2004).
El proyecto era crear un sistema de educación superior orientado a fines prácticos. “Este es el modelo al cual Brasil va a adherir en el siglo XIX: las facultades son profesionalizantes”, sostiene. Desde esa perspectiva, no es la ausencia de universidades en el Brasil imperial lo que constituye una excepción o un atraso en comparación con sus países vecinos, sino la lentitud con la que se crearon las carreras superiores y las facultades.
Artículos científicos
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Libros
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