¿Puedo sacar este huesito?” La bióloga Lisiane Müller, de Patrópolis, apunta hacia un fragmento sostenido por escarbadientes sobre un esqueleto aún enterrado. Curvada sobre el campo de excavación, durante horas ininterrumpidas, ella separa granos de sedimento con un pincel y los empuja hacia una botella de plástico cortada que hace las veces de pala. El arqueólogo André Strauss, profesor visitante brasileño en la Universidad de Tubinga, en Alemania, verifica que es imposible avanzar en la exhumación sin retirar el hueso. Strauss es uno de los coordinadores de este equipo compuesto por unos 25 voluntarios, con variedad de especialidades (y acentos), y nada sucede en ese sitio arqueológico sin su autorización o la de su colega Rodrigo Elias de Oliveira, odontólogo y bioantropólogo ligado al Laboratorio de Estudios Evolutivos y Ecológicos Humanos (LEEEH), de la Universidad de São Paulo (USP). Esta escena transcurre en Lapa do Santo, una caverna situada en la región de Lagoa Santa, en el estado de Minas Gerais, que en los últimos años se ha venido revelando como un importante centro de rituales fúnebres durante un período situado entre 10 mil y 8 mil años atrás, según se relata en un artículo publicado en diciembre en la revista Antiquity (lea en Pesquisa FAPESP, edición nº 247).
Antes de retirarlos, todos los hallazgos deben ser ubicados en el espacio con la ayuda de un aparato de topografía conocido como estación total, que suministra coordenadas en tres ejes. Todos los días, y antes de que se efectúen modificaciones en cualquier tramo de la excavación, el equipo también realiza un registro fotográfico detallado del avance en la exposición de cada osamenta. Esas fotos se imprimen allí nomás, y sobre ellas el responsable de cada exhumación anota sus observaciones. Pequeños cuadrados rojos de plástico dispuestos en diversos puntos de la sepultura también aparecen (o se etiquetan) incluyéndolos en la fotografía, pues posteriormente ayudan a reconstruir un modelo tridimensional de cada esqueleto.
Este trabajo se lleva a cabo con un inmenso cuidado, incluso con una cierta solemnidad. Y no sólo porque cualquier desliz puede representar miles de años perdidos: sólo se puede pisar en medias sobre el campo de excavación, para evitar producir daños a las osamentas. Más significativa aún es la presencia de los habitantes antiguos que fueron sepultados por sus compañeros, como el niño que murió con unos 8 años de edad y fue dispuesto acostado de lado, con sus piernas dobladas y los brazos entre ellas. Al observar de cerca ese esqueleto, cuidadosamente sepultado, a punto tal de estar en la misma posición hace alrededor de 10 mil años, se siente una fuerte emoción. Y aún más perturbador es percibir ahora una atención equivalente de parte de un grupo tan lejano en el tiempo y en procedencia. Además de los innumerables acentos brasileños, en 2016 el equipo también contó con la mexicana María López Sosa y la alemana Franziska Mandt, ambas estudiantes de la Universidad de Tubinga.
La sensación de la expedición era el esqueleto de una mujer acompañado por minúsculos huesos que, a medida que fueron expuestos, revelaron que componía el esqueleto de un feto o un bebé recién nacido. Allí permanecía De Oliveira durante todo el día prácticamente, retirando grano por grano de sedimento, mientras mantenía un ojo en las otras exhumaciones en curso. De acuerdo con el investigador, la mujer fue acomodada de rodillas en la tumba, con el cuerpo doblado por arriba de las pernas en posición fetal, probablemente con el tronco torcido de manera tal que, en caso de que aún estuviera embarazada, el vientre se ubicase al costado y no debajo de las costillas. Esto y la piedra que servía de lápida explicarían el hecho de que el diminuto esqueleto estuviera apartado de los huesos de la presunta madre.
Un rigor exhaustivo
“Sólo sabré si era un bebé o un feto cuando examinemos este diente en el laboratorio”, explicó el odontólogo al encontrar un fragmento recuperado merced a las exhaustivas prácticas de búsqueda. El sedimento retirado con ayuda de un pincel, o de una jeringa de goma usada para soplar, es pasado por pequeños coladores de cocina –de aquéllos que se ponen arriba de la taza para separar la nata de la leche hirviendo– con ayuda de un regador de agua, de manera tal de separar los fragmentos menores. Cuando un pequeño recipiente o bandeja ‒al que denominan petisqueira, similar a una bandeja de alimentos‒ le fue llevado de vuelta al dentista supuestamente sin nada relevante dentro, éste pinzó el diente. De regreso a São Paulo, los análisis no permitieron arribar a una respuesta conclusiva. “Es muy típico de la época cercana al nacimiento, con algún margen de error, de manera tal que tanto podría estar en el final de la gestación o bien, haber nacido”, explica. Los dientes de leche empiezan a formarse entre el segundo y el tercer mes de gestación.
Además de los coladores para el material delicado, buena parte del sedimento extraído de la excavación pasa por una gran zaranda colgada en un trípode, para separar fragmentos que escaparon al tamiz del pincel. En esa función que requiere atención constante y una buena resistencia al polvo que puebla el aire, era frecuente encontrar a Gabriel Francisco Pereira, voluntario que vive en Lagoa Santa y que “sabe todo de la zona”, según Strauss, y a la veterinaria Nina Hochreiter, que poco después de los 50 años se jubiló y pasó a dedicarse a su amor por la arqueología: ésta fue su cuarta participación como voluntaria en Lapa do Santo.
Mientras el equipo trabaja como en un hormiguero, en donde cada uno cumple una función y actúa en forma coordinada, Strauss registra buena parte de lo que sucede en su computadora, cuyo teclado está recubierto con una película plástica para ayudar a resistir a la fina polvareda de la cual es imposible escapar, y está etiquetado como “diario”. Allí aparece relatado todo lo que se hace: es un registro público. “Es una guía para pensar qué hacer después, y sobre todo para cuando regresemos a São Paulo”, explica. Otra referencia importante es el diario en video realizado siempre al final del día, mientras que centenas de loros regresan a los gritos a sus nidos situados en el paredón de roca de arriba del refugio.
“Tienen un control impresionante del sitio”, asevera la arqueobotánica Rita Scheel-Ybert, del Museo Nacional de la Universidad Federal de Río de Janeiro (MN-UFRJ), durante una visita. Según la investigadora, el conjunto de meticulosos procedimientos destaca el trabajo que allí se lleva a cabo. “Es porque somos perezosos”, bromea Strauss. La verdad indica que el flujo de trabajo, que incluye un sistema informatizado de gestión que él mismo desarrolló, permite terminar el período de campo con la curaduría lista de buena parte del material, cuyas informaciones quedan ordenadas y son fácilmente recuperables en un banco de datos.