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Tapa

La selva está al límite

La disminución de las lluvias elimina árboles de gran porte y reduce la capacidad de absorción de carbono en la Amazonia

Amazonia_BalchPhoto3Jennifer Balch/NCEASEl paisaje que Paulo Brando encontró en octubre pasado en la Selva Nacional de Tapajós, en Belterra, un municipio del oeste del estado de Pará, es muy distinto del que lo encantó en su primer viaje a la región, hace seis años. Los árboles  más altos e imponentes tenían bastante menos hojas que lo normal y ya no se abrazaban en la cima de la selva como antes. Varios de ellos estaban secos y muertos, y por entre los vanos de las copas dejaban espiar el cielo. Casi siempre inaccesibles para quienes caminan por el monte, los rayos de sol llegaban al manto de hojas del suelo, dejándolo más seca y propensa a ser tomada por el fuego. Afortunadamente, la transformación que observó el ingeniero forestal paulista se restringe -al menos por ahora- a una pequeña área de la Amazonia que durante la última década ha servido de laboratorio natural para investigadores brasileños y estadounidenses interesados en descubrir qué puede suceder con la más vasta selva tropical del mundo en caso de que, tal como se prevé, la temperatura del planeta sigua aumentando y las lluvias disminuyan en la región.

En el interior de esa reserva ambiental a orillas del río Tapajós, a 67 kilómetros al sur de la localidad de Santarém, Daniel Nepstad, ecólogo del Centro de Investigaciones Woods Hole, de Estados Unidos, y fundador del Instituto de Investigación Ambiental de la Amazonia (Ipam, por su sigla en portugués), creó a finales de los años 1990 un elaborado experimento al aire libre. Seleccionó una hectárea de vegetación autóctona -correspondiente a una manzana, de 100 metros de lado- en la cual simuló sequías intensas similares a las causadas de tiempo en tiempo en el este de la Amazonia por el fenómeno El Niño, el calentamiento anormal de las aguas superficiales del Océano Pacífico.

Durante cinco estaciones lluviosas seguidas, alrededor de 30 investigadores y auxiliares del equipo de Nepstad instalaron un poco más arriba del suelo 5.660 paneles plásticos de 3 metros de largo por 0,5 metro de ancho, y los recogían al final de cada período de lluvias. Como una especie de paraguas sobre la selva, los paneles desviaban las aguas llegadas del cielo hacia un sistema de canaletas que las conducían lejos de allí. Los efectos de este experimento complejo y costoso -se midieron los gases emitidos hacia la atmósfera, la humedad del suelo y el crecimiento de las plantas, entre otros factores-, que comenzaron a quedar más claros recientemente, con la publicación de artículos científicos que detallan los daños ocasionados por cinco años de sequía experimental severa que redujo del 35% al 40% el volumen de agua que llegaba al suelo (el índice promedio de lluvias en la zona de Santarém es de dos mil milímetros por año, concentrados de diciembre a junio).

La impermeabilización del suelo de la selva contra la acción de la lluvia puede incluso parecer una idea extravagante. Pero no faltaban razones para seguir adelante con el proyecto. Modelos climáticos desarrollados por el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales (Inpe, sigla en portugués) estiman que algunas regiones de la Amazonia pueden tornarse hasta ocho grados más cálidas en las próximas décadas si el consumo de combustibles derivados de petróleo y la tala y la quema de bosques en el mundo siguen al ritmo actual, elevando la concentración atmosférica de gas carbónico, el principal agente asociado al calentamiento y a la transformación del clima del globo. Una probable consecuencia de este incremento de la temperatura es la alteración del régimen de lluvias en el planeta.

“Aún no existe un consenso acerca de qué puede ocurrir con las lluvias en la Amazonia”, explica Carlos Nobre, climatólogo del Inpe y miembro del Panel Intergubernamental sobre Cambios Climáticos  (IPCC), un organismo de las Naciones Unidas que analiza las evidencias de alteraciones en el clima de la Tierra. “De los 23 modelos climáticos que fundamentaron el informe de 2007 del IPCC, la mayoría muestra una tendencia de reducción de entre el 10% y el 30% de las lluvias en la Amazonia, pero el resto indica la posibilidad de que permanezcan en los actuales niveles o incluso que aumenten”, dice Nobre, coordinador del Programa FAPESP de Investigación sobre Cambios Climáticos  Globales.

Amazonia_esquema seca florestakEMEL kALIFMás allá del monte
Pese a la incertidumbre, preocupa la disminución de lluvias sobre la selva, producto de que El Niño se ha vuelto más frecuente e intenso o del calentamiento del Atlántico Norte derivado del calentamiento del planeta. Con menos lluvias, se incrementan los riesgos de que el monte denso y exuberante que se esparce por casi 7 millones de kilómetros cuadrados en Sudamérica se transforme, en especial al sur y al este, en una vegetación más baja, rala y seca, cuya apariencia se asemeja a la de las sabanas. Y los perjuicios de esa transformación en la estructura y la fisonomía de la selva -dejaría de ser húmeda para ser seca- no se ceñirán a la Amazonia. Sucede que el agua que la vegetación amazónica extrae del suelo y arroja a la atmósfera controla el clima y las lluvias de buena parte de Brasil y de Sudamérica (Pesquisa FAPESP nº 114).

“Pequeñas alteraciones en la selva pueden afectar el balance hídrico y térmico de otras regiones”, afirma el agrónomo Eneas Salati. Ex profesor de la Universidad de São Paulo (USP) y ex director del Instituto Nacional de Investigaciones de la Amazonia (Inpa, por su sigla en portugués), Salati estudia desde hace alrededor de 40 años el reciclado natural de agua y la formación de lluvias en la Amazonia. En el marco de un experimento realizado dos décadas atrás en la cuenca hidrográfica de un afluente del río Negro, en el estado de Amazonas, a unos 800 kilómetros al oeste de Santarém, Salati descubrió que las plantas de la selva devolvían a la atmósfera en forma de vapor eliminado por la transpiración la mitad del agua de las lluvias -un efecto comprobado por estudios posteriores. Si bien existen variaciones internas entre una región y otra de la Amazonia, estos valores no oscilarían mucho. Por tal razón, se estima que poco menos de la mitad del agua que cae sobre la selva en forma de lluvia regresa como vapor a la atmósfera. “Parte de ese vapor sube hasta la alta troposfera y va a parar a la Antártida, donde produce depósitos de hielo”, comenta Salati, actualmente director técnico de la Fundación Brasileña para el Desarrollo Sostenible. En ese largo viaje, el vapor eliminado por los árboles de la Amazonia contribuye con las intensas lluvias del sudeste y el sur del país, responsables de una parte importante de la producción agropecuaria brasileña.

Sequía artificial
Ante el riesgo de un futuro más seco, Nepstad decidió verificar experimentalmente cuánto resiste la selva a la disminución de las lluvias y cómo ésta se transforma si la situación perdura. En asociación con el biólogo Eric Davidson, del Woods Hole, y el ecólogo Paulo Moutinho, del Ipam, Nepstad ideó el experimento Secaselva en Tapajós, donde la estructura y la fisonomía de la vegetación son similares a de casi un tercio de la Selva Amazónica. El proyecto, que involucró a investigadores de 14 instituciones, integró el Experimento en Gran Escala de la Biosfera-Atmósfera en la Amazonia (LBA) y contó con financiación de los gobiernos brasileño y estadounidense. Además de los paneles plásticos transparentes instalados arriba del suelo “los paneles eran dados vuelta algunas veces durante la semana para que las hojas muertas y las ramas llegasen al suelo”, los investigadores erigieron cuatro torres de 30 metros de altura interconectadas por pasarelas de madera, desde donde era posible observar mejor la copa de los árboles, y cavaron cinco pozos de 11 metros de profundidad para medir alteraciones en la reserva de agua del subsuelo. En otra hectárea de la misma selva construyeron aparatos similares, pero mantuvieron el área descubierta para posibilitar las comparaciones -es la llamada área control. “No teníamos intención de predecir cuál será el futuro de la selva, pues para ello deberíamos repetir el experimento en diferentes regiones, toda vez que la vegetación de la Amazonia no es homogénea”, afirma Davidson, director de proyectos de un segmento del LBA. “Queríamos únicamente descubrir los posibles efectos de la sequía sobre la estructura del  bosque.”

Y de entrada surgieron sorpresas. La selva en Tapajós resistió bien durante los dos primeros años de sequía artificial -algo en cierta forma esperable en una región frecuentemente afectada por la escasez de lluvia causada por El Niño. La mortalidad de los árboles en el área cubierta por los paneles siguió siendo igual que la que seguía recibiendo lluvia. Sin embargo, la copa de los árboles se retrajo casi un 20%. Aparentemente no fue porque hayan muerto más hojas, sino sencillamente porque no nacían hojas nuevas, informó Nepstad en 2002 en el Journal of Geophysical Research. La apertura en el dosel de la selva permitió la entrada de más luz, que secó el manto de hojas y ramas caídas al suelo y elevó el riesgo de incendio. Nepstad calculó que el área privada de lluvia se volvió vulnerable al fuego durante hasta diez semanas, ante los diez días de los lugares más húmedos.

Pero eso no fue todo. “Al primer año, los árboles prácticamente pararon de crecer”, comenta Paulo Brando, del Ipam, uno de los integrantes del equipo. Hubo una disminución del 20% en el ritmo de crecimiento de los árboles de mediano porte, con tronco de al menos 10 centímetros de diámetro y hasta 15 metros de altura, mientras que los otros, como el laurel amarillo (Licaria brasiliensis) y el tachi rojo o ucshaquiro (Sclerolobium chrysophyllum), redujeron la tasa de fotosíntesis, el proceso mediante el cual convierten la energía solar en azúcar extrayendo gas carbónico de la atmósfera. Trabajando en un experimento similar en 2002 en la Selva Nacional de Caxiuanã, alrededor de 1.300 kilómetros al este de Santarém, Rosie Fisher y Patrik Meir, de la Universidad de Edimburgo, Escocia, constataron que la probable razón de la caída de los índices de transpiración y fotosíntesis de la selva es la mayor dificultad de las raíces para absorber agua del suelo.

Amazonia_PALPanels_from_above_bestPAM/WHRCBrando analizó especialmente el caso de la especie más común de la región: la caferana (Coussarea racemosa), un árbol de 20 metros, corteza fina y tronco gris que vive a la sombra de los más altos, en el sub bosque de la selva. Con la restricción de lluvias, la caferana pasó tardar más que lo normal para producir hojas, flores y frutos, en una probable estrategia destinada a ahorrar agua. Sus frutos se volvieron más livianos y casi sin semillas luego del cuarto año de sequía, lo que puede comprometer la reproducción de la especie. “Éste es un efecto de la sequía que raramente logramos observar”, dice Brando.

Según los investigadores, el estrago solamente no fue mayor porque los árboles  de la Amazonia cuentan al menos con dos importantes estrategias para obtener agua durante las sequías prolongadas. La primera son sus raíces profundas, capaces de buscar agua a 11 metros debajo del suelo. La segunda es la redistribución hídrica, un mecanismo que permite extraer agua de las áreas más húmedas y depositarlas en las deshidratadas, detectado entre los árboles  de la Selva Nacional de Tapajós por los biólogos Rafael Oliveira, de la Universidad Estadual de Campinas, y Todd Dawson, de la Universidad de California en Berkeley, Estados Unidos (Pesquisa FAPESP nº 151).

Cuando la humedad del suelo es muy baja, durante la noche las raíces de árboles  como el “breu” (Protium robustum) y la masaranduba (Manilkara huberi) absorben el agua almacenada en las capas más profundas y la distribuyen por medio de una trama de raíces superficiales, cerca del suelo de la selva, más seco. Descubierta por Martyn Caldwell y James Richards a finales de los años 1980 en plantas de regiones desérticas, la redistribución hídrica permite la supervivencia de esos árboles y de plantas vecinas de raíces más cortas. En el período de lluvias, ese flujo se invierte: durante la noche, las raíces superficiales extraen agua de la tierra empapada y la conducen hacia las raíces profundas, que la almacenan metros debajo de la superficie. Al incorporar los datos observados en Tapajós a un modelo climático, Jung-Eun Lee, Inez Fung, Oliveira y Dawson constataron que la redistribución hídrica ayuda a explicar de qué manera la selva mantiene durante algún tiempo, en las sequías prolongadas, sus niveles normales de fotosíntesis y transpiración, esencial para el equilibrio del clima del planeta. “Si la mayor parte de los árboles de la selva usasen efectivamente este mecanismo, la deforestación de la Amazonia podría tener consecuencias más graves que las que imaginábamos”, dice Oliveira, uno de los autores del artículo que informa acerca de esos resultados en 2005 en Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS).

Sin reservas
Con todo, las estrategias de búsqueda de agua no fueron suficientes para impedir los daños que emergieron a partir del tercer año del experimento. La reducción de poco más de un tercio de las lluvias durante cinco años hizo reducirse en casi un 90% las reservas de aguas profundas, ubicadas entre 2 y 11 metros debajo de la superficie, en la parcela cubierta por paneles plásticos. En el área control, el 70% del agua almacenada en el subsuelo seguía disponible durante la estación seca. “El límite mínimo de lluvias para que la vegetación se mantenga en esa región es de 1.700 milímetros. Por debajo de ese valor, aumenta el riesgo de alteraciones”, dice Oliveira.

Sin agua, los árboles no resistieron y comenzaron a sucumbir -especialmente los mayores y más corpulentos, que acumulan el 90% de la biomasa de la selva. Murieron dos veces más árboles de gran porte, con troncos de entre 10 y 30 centímetros de diámetro, en el área privada de lluvia que en la de control. Entre los más imponentes, con tronco de más de 30 centímetros y entre 30 y 40 metros de altura, ese índice fue aún más alto: 4,5 veces mayor. En una evaluación más general, uno de cada diez árboles grandes se secó en la parcela cubierta por los paneles, al tiempo que esa tasa fue de uno de cada 200 en el área control. La mortalidad siguió siendo más elevada un año después que el grupo removió definitivamente los paneles plásticos de la selva, en 2005, informaron Nepstad y Ingrid Thover, del Ipam, en 2007 en Ecology.

Amazonia_night fire ring 3Jennifer Balch/NCEAS“El componente más afectado por la merma de lluvias fue el stock de carbono de la selva”, afirma Paulo Brando. En los cinco años de reducción de lluvias, la tasa de crecimiento de las plantas, que inicialmente había caído un 20%, bajó aún más: fue un 41% menor que en el área de control durante el experimento, según constató el ingeniero forestal del Ipam, actualmente alumno de doctorado de la Universidad de Florida, Estados Unidos. Este crecimiento menguado se reflejó principalmente en la producción de madera, que fue 33 toneladas menor en el área cubierta con paneles plásticos. La selva más seca también produjo 47 toneladas más de materia orgánica muerta.

Estos resultados, publicados en mayo de 2008 en Philosophical Transactions of the Royal Society B, indican que ha disminuido mucho la capacidad de extraer gas carbónico (CO2) de la atmósfera, fuente del carbono que es incorporado por las plantas y transformado en tronco, hojas, flores y frutos. “Aunque los árboles  menores hayan pasado a crecer más con la muerte de los mayores, la disminución de hojas del dosel y la entrada de más luz, ese crecimiento estuvo lejos de ser suficiente como para restaurar los niveles iniciales de absorción de CO2”, dice Brando. “Probablemente pasarían centenas de años hasta la selva recuperase la capacidad actual de almacenar carbono.”

Mantenidas las otras condiciones (temperatura, área de monte y concentración de CO2) constantes en los niveles actuales, la disminución de las lluvias podría transformar a la Amazonia de un vertedero en un emisor global. Estudios de las emisiones de gases llevados a cabo en el marco del LBA apuntan que actualmente la selva se encuentra en una situación de casi equilibrio en lo que se refiere a la emisión y absorción de carbono: cada hectárea de la selva es capaz de retirar del aire anualmente 0,5 tonelada de carbono más de lo que emite.

No es poco. Se calcula que los 700 millones de hectáreas de selva extraen de la atmósfera 350 millones de toneladas de carbono anualmente, casi una décima parte de lo que absorben todas las selvas tropicales del planeta -y el 3,5% de lo que se arroja a la atmósfera como producto de las actividades humanas.

“Debemos tener en mente que la reducción de las lluvias no es el único factor que influye en el futuro de la selva”, recuerda Carlos Nobre. Un modelo climático que el equipo de Nobre ha venido desarrollando en el Inpe indica que, al menos inicialmente, el aumento de gas carbónico en la atmósfera puede contrabalancear el efecto de la disminución de lluvias. “La tendencia de alteración en las regiones sur y este de la Amazonia sigue, pero atenuada”, dice Nobre.

Aunque no evalúe la influencia de estos otros factores, el Secaselva puede contribuir para perfeccionar los pronósticos de alteración del clima. Sus resultados pueden alimentar modelos climáticos más precisos y realistas, toda vez que los actuales no incluyen alteraciones en el área total y en la estructura de las selvas ocasionadas por los cambios climáticos. “Este trabajo está cuantificando parámetros cuyo cálculo sería harto difícil”, afirma Eneas Salati.

Amazonia_Mata de t_firme em CarajasLUIZ CLAUDIO MARIGOEl calor y el fuego
Mientras siguen las transformaciones no Tapajós, una vegetación densa y cerrada que se yergue en promedio a 30 metros del suelo, Nepstad y su equipo comienzan a preguntarse: ¿si parte de la Selva Amazónica realmente se vuelve más seca y susceptible al fuego, que pasará después- Para descubrirlo, planearon otro experimento grandioso: prender fuego en un área de selva más seca, similar a lo que podría ser la Amazonia del futuro.

Consiguieron la autorización para realizar el proyecto, conocido como Experimento de Sabanización, en una propiedad rural de Mato Grosso perteneciente al grupo André Maggi, de la familia de Blairo Maggi, gobernador del estado y el mayor productor de soja de Brasil. En esa región llueve 1.700 milímetros por año y la selva es más abierta y baja -el dosel tiene en promedio 20 metros de altura-, una vegetación de transición entre la Selva Amazónica y el Cerrado [sabana] (Pesquisa FAPESP nº 103).

Durante cuatro años seguidos, de 2004 a 2007, el equipo de Nepstad y Davidson prendió fuego en un campo de 50 hectáreas de selva de transición. Ahora están empezando a comparar lo que sucedió allí con los cambios observados en un campo de 50 hectáreas quemado dos veces, en 2004 y 2007, y otro del mismo tamaño que estaba libre de fuego.

El fuego debajo de las rodillas -incendios con llamas más altas son raros en área de vegetación cerrada- consumió principalmente árboles menores, de diámetro de entre 10 y 20 centímetros. La mortalidad de dichos árboles se duplicó con creces después de las dos primeras quemas: pasaron a morir anualmente casi el 10% de éstos. Otro grupo que sufrió fue el de las lianas, enredaderas de tallo leñoso que forman redes impenetrables uniendo el piso de la selva con la copa de los árboles. “Los daños ocasionados por el fuego fueron complementarios al de la reducción de las lluvias, que afectó principalmente a los árboles más altos”, comenta la bióloga Jennifer Balch, actualmente investigadora del Centro Nacional de Síntesis y Análisis Ecológico, de Estados Unidos.

Curiosamente, las quemas sucesivas redujeron el poder de acción del fuego, que anualmente se propaga por un área menor y con llamas más bajas, según informó la bióloga en octubre de 2008 en Global Change Biology. La razón de ello, según comprobó Jennifer, es que cada quema disminuye la cuantidad de hojas y ramas secas, el principal combustible de los incendios forestales. Pero ese efecto parece ser temporal. Sucede que la muerte de árboles mayores, que es más lenta, puede aumentar nuevamente el alimento del fuego. Jennifer constató también que las quemas favorecen la invasión de gramíneas en los bordes de la selva, una vegetación más propensa a quemarse durante la sequía.

Aparentemente, la repetición de las quemas agotó el poder de recuperación de la selva. “Había semillas y plántulas [plantas jóvenes] de varias especies brotando después del primer fuego”, comenta Jennifer. “Pero, luego de la tercer quema, la cantidad de especies en regeneración se redujo a la mitad.”

Oswaldo de Carvalho Júnior, biólogo del Ipam, notó que algunas especies de mamíferos inicialmente se benefician con el fuego, mientras que otras disminuyeron en cantidad. “El número de especies que frecuentaban el área no se redujo, pero la población de cada una de éstas sí, con excepción  de los tapires, que prefieren las hojas tiernas de los brotes”, dice Carvalho.

Los investigadores del Woods Hole y del Ipam pretenden mantener el experimento en Mato Grosso durante algunos años y regresar a la Selva Nacional de Tapajós para seguir de cerca la recuperación del monte. Mientras que buscan descubrir más sobre la capacidad de resistencia y adaptación de la selva, coleccionan indicios de que el clima está efectivamente cambiando. “En los últimos años”, comenta Davidson, “los productores de Mato Grosso han venido alterando el patrón de cultivo a causa de las lluvias, que llegan más tarde. Ellos saben que actualmente el fuego se propaga más rápido y en forma más peligrosa”.

Artículos científicos
BRANDO, P.M. et al. Drought effects on litterfall, wood production and belowground carbon cycling in an Amazon forest: results of a throughfall reduction  experiment. Philosophical Transactions of the Royal Society B. v. 363, n. 1.498, p. 1.839-1.848, 27 may. 2008.
BALCH, J.K. et al. Negative fireback in a transitional forest of southeastern Amazonia. Global Change Biology. v. 14, n. 10, p. 2.276-2.287, oct. 2008.

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